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La Bestia

 

Esa mañana le arrancó un pedazo más o menos grande de carne, justo en el glúteo medio de la pierna derecha. Julio despertó sin sobresalto -no era necesario- y se levantó con delicadeza, tratando de no hacer ningún movimiento brusco que pudiera abrir más la herida, aún fresca y sangrante.

 

Se dirigió hacia el baño, donde guardaba todos los instrumentos de limpieza y sanitización. Abrió el pequeño botiquín de primeros auxilios y tomó un frasco de quinolona, un pequeño gotero con algo de yodo, algodón y una gasa limpia. Empezó a desinfectar la herida; ya estaba acostumbrado al ardor que producía el contacto del yodo con su carne. Con el algodón limpiaba los bordes de la herida, marcados con la forma de los colmillos de la bestia. Luego, pasó la gasa sobre su pierna, tratando de no apretar mucho para no lastimar la herida y entorpecer su cicatrización, pero tampoco muy holgada; siempre existía el riesgo de una infección. Tomó el antibiótico con un poco de agua y regresó a su cama, no a dormir, sino a recoger las sábanas manchadas de sangre, para lavarlas y desinfectarlas. Las envolvió y las llevó al patio, las sumergió un momento en una tina con agua, cloro y hojas de ruda.

 

Mientras las dejaba remojando, caminó hacia el pequeño corral improvisado de su patio. Las gallinas indias, agitando sus alas, armaron un tremendo alboroto -extrañamente guardaban silencio cuando la bestia rondaba- cuando Julio entró al corral. Tomó dos huevos de amor de una gallina echada en una vieja caja de cartón y entró a la cocina. Abrió la alacena de madera para tomar pan, y del refrigerador tomó leche y mantequilla. Coció la leche con un poco café y unas cuantas rajitas de canela; frío los dos huevos con un poco de mantequilla, no le gustaba el aceite como elemento de cocina, prefería la margarina o la mantequilla. Con un cuchillo fino, brillante y con delicados grabados, untó un poco de mantequilla en el pan; la leche empezó a emanar un olor dulce que invadía toda la cocina y despertaba los sentidos de Julio. El olor pudo haber llegado hasta las fosas nasales de la bestia, pero en ese momento se encontraba en un súbito sueño, satisfecha del festín de carne que extirpó de la pierna de Julio.

Julio desayunó, lavó su plato y todos los otros instrumentos de cocina que ensució. Salió de nuevo al patio y sacó las sábanas -que aún no habían soltado la mayor parte de sangre- del agua rojiza oscura que rebasaba los bordes de la tina. Restregó la tela blanca contra el lavandero, en un afán de higiene y frustración. Ya casi no le quedaban sábanas limpias, tenía que cambiarlas casi todas las noches; la bestia lo estaba dejando sin ropa de cama limpia.

Tendió las sábanas y entró a la sala, una habitación amplia, iluminada por grandes ventanales y de una altura tal que permitía la fresca circulación de aire. Ahí, encendió el viejo tocadiscos de su abuelo para escuchar un viejo vinilo de Édith Piaf; prendió un Popular, uno de los últimos que un buen amigo le trajo después de una rápida estadía por Cuba; buscó entre todos sus libros algo interesante en que ocupar su mañana -necesitaba poner su mente a trabajar en otra cosa que no fuera la bestia- y recrear su imaginativo casi inconsciente. Escogió un libro de Faulkner, bastante deteriorado en la portada pero con páginas legibles. Se tiró en el viejo sillón de tapiz verde y empezó a leer. Repasaba con sus dedos las páginas de “El ruido y la furia” mientras tomaba largos sorbos del cigarrillo, extinguiéndolo con sus labios. El aire fresco que recorría la habitación, casi arrullaba a Julio, provocándole un tentador sueño -en las noches no podía dormir por el acecho de la bestia- que lo invitaba a dormir.

Julio vivía en esa casa hace un poco más de 4 años, pero el asedio de la bestia comenzó hace menos de dos años. El joven, moreno y alto, tomó la herencia de su abuelo para emanciparse del núcleo familiar. Su abuelo siempre le tuvo especial aprecio, estimulado por sólo tener una hija y tres nietas; Julio -aunque no compartían el apellido- era la única esperanza del viejo de salvar al menos la sangre de su familia. El padre de Julio, un oficial en retiro, no aceptó la decisión de su hijo de irse del hogar; a su parecer, no le faltaba nada. Su madre y hermanas lloraron y suplicaron que no se marchara, pero fue en vano. Con su parte de la herencia compró una vieja casa estilo neocolonial -bastante lejos de la de sus padres- y guardó un poco más para sus gastos personales. Con sólo 18 años ya tenía su propia casa, de tejas de barro, con un enorme zaguán, un jardín central y una hermosa sala con un amplio librero donde acomodó todos los textos favoritos de su abuelo, que también le servía como estudio de trabajo. Julio disfrutaba de traducir grandes obras del inglés al español y decidió -en contra de los deseos de su padre- tomar esta afición como carrera. Su labor demandaba bastante tiempo, al punto que dejó de frecuentar sus círculos de amigos y dejó de visitar los bunkers de cultura de los que tanto gustaba. Ya no acudía a recitales de poesía, ni a exposiciones de arte surrealista; incluso, construyó un pequeño corral que pobló con gallinas que compró en el mercado más próximo, para evitarse tener que salir en busca de alimento. Además, una señora hacía sus compras todos los sábados por la mañana, con órdenes explicitas de qué o qué no quería comer esa semana. Sus amigos le hacían llegar revistas, periódicos y algunos títulos que sabían interesaría a Julio; siempre los dejaban en la puerta, tocaban tres veces y desaparecían. Sus días eran aburridamente cotidianos, pero intranquilos; siempre sintió que algo más estaba en la casa con él.

El primer ataque de la bestia fue una noche de marzo. Julio dormía -o pretendía dormir, pues no era lo mismo sin Catalina a su lado, una antigua novia cuya compañía por las noches extrañaba- cuando escuchó por primera vez los ruidos. Un zumbido sobre su cabeza, acompañado de rasguños sobre las tejas y un extraño olor que no pudo reconocer. Rápidamente, perdió el interés en el asunto y cerró los ojos -pero no durmió-. A la mañana siguiente, despertó sin un pedazo de carne en su hombro derecho, justo del dorsal mayor. Julio soltó un grito que revolvió a las gallinas y corrió despavorido al baño para revisar los daños contra su humanidad en el espejo. Débilmente, empezó a curar su herida -que luego haría a la perfección- mientras trataba de explicarse el porqué de su herida. Primero, culpó a los murciélagos, idea que descartó luego de haber colocado múltiples trampas y veneno para los bichillos voladores. Pensó en un perro, un gato o alguna otra criatura salvaje que pudiera invadir la seguridad de su casa, pero poco a poco fue descartando cada posible culpable. Trampas, cerrojos, protección de los brujos del pueblo, nada funcionaba. Los ataques no tenían un orden cronológico estricto: habían semanas en que la bestia podía agredir a Julio al menos dos o tres noches; en otras ocasiones una noches bastaba; una mala semana, eran 7 días de tortura y sábanas manchadas.

Julio despertó; la colilla del cigarro le quemaba la entrepierna. Se incorporó de golpe, tirando las cenizas a la alfombra peruana. Miró el reloj, las 11 de la mañana. Se dispuso a hacer el aseo de la casa. La gran extensión de la casa podía parecer mucho para una sola persona, lo que complicaba un poco el aseo. Pero a Julio le parecía ameno, hasta divertido. Le servía como ejercicio físico -que bien lo necesitaba, el ocio le había hecho ganar unos cuantos kilos– barrer y sacudir la casa. A eso de las 1 menos 15 terminó la limpieza, se dirigió a la cocina para preparar su almuerzo. No tenía mucha hambre, se preparó un sándwich de jamón con queso madurado, cebolla, tomate, lechuga y aceitunas -tenía una especial afición por las rellenas con pimiento-, con un pedazo de pan que dejó del desayuno. Almorzó -no tuvo que lavar nada- y regresó al estudio, para concluir la lectura. Encendió otro cigarro –cada vez tenía menos, tendría que mandar a pedir más el próximo sábado- y dejó descansar su cabeza sobre el respaldar del sillón.

La bestia era semejante a un crótalo, recubierta con un duro exoesqueleto de quitina, sólido como el cuarzo. Un cuadrúpedo con patas unguladas, que saboreaba el aire a su alrededor con su lengua bifurcada y chillaba como chillan los cerdos salvajes, llamando a la desgracia. De su cabeza sobresalían dos enormes cuernos, puntiagudos y curvos, y su carne brillaba con una lucidez que podía tiritar hasta en la noche más oscura. Negras y deformes verrugas cubrían todo su cuerpo, y una aleta llena de espinas recorría toda su espalda hasta el extremo de su larga cola. El tono verduzco de su carne recordaba a los dragones asesinos de paladines que se perdieron en el antaño, y de su largo hocico pendían tres filas de colmillos, con los que todas las noches desgarraba la carne trémula de su víctima. El hedor de su saliva, viscosa y amarillenta, emulaba al olor de la materia descompuesta y guardaba una cantidad increíble de bacterias. Era una criatura enorme, pero capaz de ocultarse en el escondite más recóndito y diminuto de toda la casa; sus ojos, que recordaban a la carroña y la muerte, eran como dos brasas fulgurantes con una eterna e incontrolable combustión dentro de ellos, el impulso del insaciable apetito de la bestia.

Julio despertó ya casi a las 6 -el cielo tenía ese tono naranja que despide al sol-, sólo para notar que el cigarro había caído sobre la alfombra, dejándole un gran agujero que luego taparía con algún mueble. Guardó el libro donde lo había encontrado y apagó el tocadiscos, que hace rato ya no dejaba escapar ninguna nota de Chanson d’Amour. Caminó hasta la cocina para prepararse un té -los kilos de más ya estaban empezando a preocuparlo- e irse a la cama; antes salió al patio para recoger las sábanas limpias. Las gallinas ya dormían, serenas, con un apaciguamiento que Julio envidiaba; no hay bestia que las acose a ellas. Luego de interminables vueltas por la casa, dos tés y un poco de galletas con jalea -bebería sólo uno de menta y otro verde, pero el hambre lo venció- y una rápida revisión de sus libros, se fue a la cama. Como siempre, el insomnio hizo de las suyas; Julio daba vueltas en la cama, deseando dormir. En la soledad y oscuridad del cuarto, podía escucharse el vuelo de un zancudo, necio y aventurero, que rondaba la carne de Julio. Ahí mismo, pero escuchándose más lejos, había un sonido más pesado -y temible-, una respiración profunda, inhalaciones y exhalaciones que generaban un vacío en la habitación, un revuelo en cada rincón de la casa, una especia de premonición, de advertencia, como la cuenta regresiva previa al ataque; la bestia acechaba.

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