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El príncipe de las mentiras

 

  
 
 

 

 Sergio Ramírez Mercado

Creó en la costa del Caribe de Nicaragua un país al que bautizó con el nombre de Poyais, del que se proclamó cacique, o príncipe.

Hay historias extrañas que son como fantasmas tenaces. Hay una acerca de Gregor McGregor, escocés de pura cepa, como puede suponerse por su apellido, a quien Francisco de Miranda concedió primero el rango de General de Brigada de Caballería, y luego el mismísimo Libertador Simón Bolívar, a cuyo estado mayor perteneció, le dio en 1816 el de General de División y la mano de una sobrina suya, Josefa Lovera.

 

 

En el año de 1820, creó en la costa del Caribe de Nicaragua un país al que bautizó con el nombre de Poyais, del que se proclamó cacique, o príncipe. Se trataba de un territorio de 32.500 kilómetros cuadrados que le había concedido mediante contrato el rey mosco George Frederick, que era un rey ficticio, coronado en la catedral de Kingston, en Jamaica, por ardides coloniales de Inglaterra.

 

McGregor llegó a Inglaterra ese mismo año y fue recibido con honores y celebrado con fanfarrias. Abrió la Embajada de Poyais en el corazón de Londres, y a sus recepciones oficiales concurría la nobleza, el cuerpo diplomático y los banqueros. Fue así que, entre brindis con champaña, empezó a vender las tierras del principado fantasma a 3 chelines por acre.

 

Al poco tiempo, el Tesoro Nacional de Poyais recibiría un préstamo bancario de 200.000 libras para fortalecer las finanzas del principado.

 

En 1822 hace publicar un prospecto donde se describen la naturaleza paradisíaca de Poyais, la inagotable riqueza de sus bosques de maderas preciosas, sus recursos minerales abundantes en oro y plata, las bondades de su clima exento de ciclones y otras molestias climáticas, y libre también de mosquitos y otras perniciosas alimañas; lo mismo que se detallan las maravillas de la capital, Saint Joseph, con sus hermosos edificios neoclásicos, sus plazas, sus teatros y, sobre todo, su célebre ópera. Un país sacado de la nada.

 

Muy pronto, dos barcos con unos trescientos ilusionados, o ilusos, inmigrantes partieron hacia Poyais, no sin antes cambiar sus libras esterlinas por la moneda local, que McGregor hizo imprimir en Escocia.

 

Tuvieron una feliz y esperanzada travesía, pero a la altura del Cabo Gracias a Dios una feroz tormenta hundió uno de los dos barcos y los náufragos sobrevivientes alcanzaron con dificultad la costa, donde los esperaban los pasajeros de la otra embarcación, y a todos no otra cosa que la impasible selva virgen, sus pantanos y las enfermedades, que empezaron a diezmarlos.

 

De los 300 nuevos ciudadanos de Poyais, ya había muerto más de la mitad cuando un barco de bandera inglesa rescató en abril de 1823 a los que quedaban. Uno de los infelices enterrados en la selva, víctima de la malaria, fue el músico escocés a quien McGregor había prometido el puesto de director de la Ópera de Saint Joseph.

 

El príncipe, o cacique, sólo estuvo preso un año bajo el cargo de “falsas promesas”, y siguió obteniendo préstamos y timando incautos, hasta el año de 1837, cuando decidió batirse en retirada, y regresó a Venezuela, donde recobró su rango militar y se le abonaron los sueldos que había dejado de cobrar desde el año de 1820. Se dedicó a plantar moreras y a criar gusanos de seda. Ya muy viejo, y casi ciego, murió en Caracas en 1845.

 

Dice uno de sus escasos biógrafos venezolanos: “Pese a estar enterrado en el Panteón Nacional, hoy apenas se le recuerda. Aventuraré un motivo para el olvido: McGregor no sólo era un maestro masón con grados recolectados de Glasgow a Londres y un guerrero capaz de derrotar a cuanto batallón español se le pusiera en frente; McGregor era, además, un arriesgado, perseverante e ingenioso estafador”. Un llamativo epitafio.

 

Masatepe, mayo de 2011

www.sergioramirez.com

 

 

Tomado de eltiempo.com

 

 

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