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El proceso de monseñor Romero

romero“Yo quisiera hacer un llamamiento, de manera especial, a los hombres del Ejército (…) En nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios que cese la represión”: homilía de Oscar Arnulfo Romero que desata el operativo para asesinarlo. El Papa Francisco ha reabierto el proceso de beatificación de monseñor, detenido por Juan Pablo II.

Rubén Aguilar Valenzuela

San Salvador. El arzobispo de esta ciudad, Oscar Arnulfo Romero, fue asesinado el 21 de marzo de 1980 mientras celebraba misa, a manos de un sicario contratado por los sectores de la extrema derecha, encabezados por el mayor del Ejército Roberto D´Abuisson, que tres años después funda la Alianza Republicana Nacionalista (ARENA).

Romero nació el 15 de agosto de 1917 en Ciudad Barrios, El Salvador. En ese lugar su padre era empleado de correos y telegrafista. Se le nombra arzobispo de San Salvador, el 3 de febrero de 1977. Previo a la guerra, que inicia el 10 de enero de 1981, arrecia la represión del gobierno y el arzobispo, desde el púlpito de su catedral, denuncia las matanzas y violaciones de los derechos humanos que realiza el Ejército.

El día anterior a su asesinato pronuncia la homilía que desata el operativo para matarlo. Hoy esas palabras siguen resonando: “Yo quisiera hacer un llamamiento, de manera especial, a los hombres del Ejército. Hermanos, ustedes son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: No matar (…) En nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios que cese la represión”.

El arzobispo no era ingenuo y ante la disyuntiva de callar o denunciar optó por esta última, sabedor de que su palabra de protesta e indignación ante el sufrimiento de las víctimas de la violencia de Estado, tarde o temprano, podrían llevarlo a la muerte. Sus diarios íntimos dan cuenta del sufrimiento y angustia que le provocaba esa posibilidad. Su conciencia ética y cristiana lo hizo ir adelante.

La vida de monseñor Romero es un referente de la coherencia, a toda costa, de vivir conforme a lo que se piensa. Sabía que eso podía conducirlo a la muerte. Era un acto heroico al que no estaba obligado, pero pensó que esa era su responsabilidad. Que no podía callar a cambio de conservar la vida. De manera consciente asumió los riesgos que implicaba decir su palabra. La palabra, que según él, Dios le pedía que dijera.

El papa Juan Pablo II, insensible al martirio de Romero, bloqueó durante su pontificado el proceso de beatificación del mismo. El papa Francisco lo ha reabierto y ha dicho que el arzobispo salvadoreño era “un hombre de Dios” y que “el proceso había estado en la Congregación de la Doctrina de la Fe, bloqueado por prudencia. Ahora ha pasado a la Congregación para los Santos y sigue el camino normal…”

Los teólogos deben aclarar, ha dicho el papa Francisco, “cuándo hay un martirio por confesar la fe –odium fidei– y cuándo por trabajar por el prójimo como ordena Jesús”. En el momento que se esclarezca esta situación, afirma el papa, “hay una larga lista” de quienes podrían ser declarados beatos y después santos. Lo importante, añade, es que “no hay impedimento”, para seguir el caso de la beatificación del arzobispo Romero.

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