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Rubén Darío en La Mancha

quijote1José María Barreda Fontes | Lanza Digital

El 6 de febrero de 1916, con sólo 49 años, murió Rubén Darío. Hace pues unos días que se conmemoró el Primer Centenario de su muerte. El autor de Azul fue un ilustre manchego en el sentido al que se refería Carlos Fuentes :”somos habitantes de La Mancha los que hablamos el idioma de Cervantes a uno u otro lado de la mar océano. Somos los escuderos de Don Quijote”.

En 1905, el año en el que el autor modernista publicó Cantos de vida y esperanza, el poeta nicaragüense, diplomático al servicio de su patria, viajó a España con motivo de una disputa territorial con Honduras. Esta estancia en Madrid coincidió con la celebración en nuestro país del III Centenario de la publicación de El Quijote.

Con ocasión de la efemérides de los cien años de su muerte, he recordado una historia contada en la mesa camilla de la casa de mi abuela: una fugaz visita que el célebre poeta, mujeriego y bebedor, hizo a Ciudad Real donde fue atendido por mi abuelo Luis Barreda. En el archivo familiar se conservaban varios libros dedicados de su puño y letra y algunas cartas en una de las cuales Rubén le felicitaba generosamente por la publicación de su libro de poemas Valle del Norte.

El viaje a La Mancha tuvo lugar en febrero de 1905, un mes antes de que Azorín hiciera el suyo y le inspirara su célebre Ruta de don Quijote. Unos meses después, en abril de ese mismo año, publicó un artículo en La Nación de Buenos Aires, donde colaboraba para redondear sus ingresos, titulado En tierra de don Quijote. Como él mismo escribió en ese trabajo,para celebrar el III Centenario del libro :”¿Qué mejor que una excursión por las tierras en que se encuentra aquel lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiso acordarse el gran Manco?”.

Desde Madrid se desplazó en tren a Ciudad Real. “Mi primera impresión fue la de encontrarme en una de esas viejas ciudades que nos dejó la colonia y que aun ostentan su vetustez venerable en el centro de nuestras repúblicas. Casas a la antigua, calles mal empedradas y estrechas, restos de muros y una antiquísima puerta en la cual existe cierta inscripción indescifrable”.

Sigue describiendo la ciudad y recurre significativamente al título de una novela del más famoso simbolista belga, Georges Rodenbach, llamada Brujas, la muerta. “Como en Bruges la muerta,vi en las callejuelas mujeres que hacen su labor al aire libre. El ambiente era de paz antigua. Grande fue mi sorpresa al encontrarme con que en la capital manchega hay un hotel muy confortable”. (Seguramente se refiere al Hotel Pizarroso que se encontraba en la calle de la Paloma, donde se ubicaba también el hotel Miracielos, que era más modesto)

Continúa Rubén Darío recordando sus primeras impresiones y anota en sus apuntes que “como en casi todas partes de España, Ciudad Real ilumina su vejez con luz eléctrica”.

Encuentro con Luis Barreda

Más adelante es cuando Rubén Darío se refiere con mucha simpatía a su encuentro con Luis Barreda: “Mayor (sorpresa) fue aun recibir una inesperada visita. ¿De qué hablé con el visitante? De Bach, de Wagner, de Verlaine, de Rodin, de Lugones de Amado Nervo. Mi interlocutor era un ciudadano intelectual de los grandes centros, ave rara en estas regiones de la tostada Castilla. Poeta él mismo, lleno de afabilidad y de cultura, músico, amante de la pintura, alma, en fin, del más bello leonardismo. Luis Barreda (al que se refiere equivocadamente como conde de Treviño) me hizo pasar gratos momentos durante mi corta permanencia en aquella población.”

En la publicación de este artículo que hace Jorge Eduardo Arellano, de la Academia Nicaragüense, en un librito titulado Rubén Darío. Don Quijote no debe ni puede morir (páginas cervantinas), al citar al anfitrión de Rubén en Ciudad Real, escribe una nota a pie de página especificando de quien se trata: “Luis Barreda (1875-1938) nacido en Santander, poeta regionalista, melancólico y sentimental…”.

En el artículo de La Nación sigue describiendo su estancia en Ciudad Real : “Visité el palacio de la diputación provincial, que nada tiene de particular, como no sea el verse ya allí de manifiesto el orgullo de los compatriotas de D. Miguel de Cervantes Saavedra. El conserje es impagable:”Señor, me he leído el Quijote cinco veces . Su erudición cervantesca y quijotina, en verdad, es larga y muy expansiva. Vi de notable un plafón firmado por un pintor de la ciudad llamado Andrade (…) En la sala de conferencias hay un cuadro que representa a Don Quijote tirado por el molino. Lo firma Carlos Vargas “. (se refiere a Carlos Vázquez).

La crónica publicada en La Nación continua relatando un paseo que dio hasta la cercana Marcos (se refiere a Alarcos) “donde existe una célebre y milagrosa virgen de piedra, en cuya iglesia he visto la más extraña colección de exvotos de cera. No hay más curiosidades que restos de antiguas construcciones moriscas, un aljibe y el pintoresco paisaje que cerca de una fábrica vecina une abruptas rocas, altos álamos y las aguas del Guadiana…”

En tren hasta Argamasilla

Desde Ciudad Real, Rubén Darío tomó el tren hasta Argamasilla de Alba :”Aconteció que nos encontramos con que la estación de Argamasilla se halla a unos tres o cuatro kilómetros del pueblo y que no existe más vehículo para la conducción que ciertos infames carritos, en uno de los cuales tuvimos que ir entre atados de pellejos y sacos de bacalao.Me consolé con que el carretero era un genuino e incomparable tipo de Sancho Panza. Mejores mofletes y mejor barriga no hallaron en sus modelos ni Moreno Carbonero, ni Jiménez Aranda, ni Doré, ni Urrabieta Vierge. Sus maneras, sus decires, su modo socarrón y el gesto y el apetito con que devoraba un gran chorizo y empinaba la bota, diríanse los mismos del personaje que legisló en la Insula Barataria”.

En sus recuerdos del breve viaje desde la Estación, dedica pinceladas al paisaje y a las sensaciones recibidas: “Ibamos en una nube de polvo. La carretera se extiende entre dos inmensas llanuras que en puntos hacen horizontes y quedan sensación de aridez y sequedad tan solamente comparables, me imagino, a lo que se debe experimentar en los vastos desiertos africanos. Pienso en cómo deben ser aquí las feroces canículas, los tórridos soles que derritieron la sesera a D. Alonso el Bueno”.

El resto del artículo, lo dedica Rubén Darío a describir Argamasilla de Alba y sus gentes, siempre con el recuerdo de sus lecturas del Quijote presentes :”conocí todas las calles y rincones del lugar que inmortalizó Cervantes, por quererlo olvidar. Conocí al cura y al barbero. Conocí la casa que habitó el bachiller Sansón (…) Y en la iglesia del lugar, que tiene honores de catedral, vi algo que verdaderamente merece atención muy especial …Un cuadro que representa una virgen entre dos santos, y abajo hay dos figuras, las de D. Rodrigo de Pacheco y su sobrina Marcela… En el cuadro está escrita la siguiente leyenda : “Nuestra Sra. se apareció a D. Rodrigo de Pacheco en la víspera de San Mateo en el año 1601 curandolo de un gran dolor que tenía en el cerebro de una gran frialdad que se le cuajó dentro.”

Rubén fantasea con que Cervantes, encarcelado por éste D. Rodrigo Pacheco, bien pudo inspirarle para tomar algo de él en la creación de su personaje.

Como es natural, el poeta nicaragüense visitó la cueva de Medrano : “En verdad os digo que causa pena y disgusto el ver el estado en que se mantiene esa propiedad, que debía pertenecer al estado y ser visitado como se visita la casa de Shakespeare en Stanford-on-Avon y la casa de Víctor Hugo en París (…) Descendí guiado por un chico, entre polvo y suciedad. Es aquello un palomar y un reino de ratones. Allí hay plumas, fiemo, zapatos viejos. Se ve el agujero del cepo a que estuvo atado Cide Hamete Benengeli… en cuanto al cepo mismo, me dijeron que “lo quemó la tía Martina para hacer arrope”.

Al final del artículo, Rubén Darío hace una descripción espectacular de un atardecer de La Mancha que por sí sola justificaría la lectura de la crónica del viaje :”Salí del histórico recinto a tiempo de presenciar el más inaudito de los crepúsculos. He visto crepúsculos de luz verde, de luz diluida y omniprismática como en Venecia; crepúsculos furiosos de nuestros trópicos; crepúsculos suaves, delicados, tenues ; crepúsculos taciturnos ; crepúsculos africanos de Tanger; crepúsculos vaporizados de costas levantinas, ensueños de color.

Mas esta fiesta de sangre y ceniza, este incendio violento de los lejanos horizontes, esta cruel magnificencia solar, triunfos y rompimientos incomparables, púrpuras celestes, gama de todos los oros, supremo imperio de poniente, me impresionaron como en ninguna parte”.

Al mes siguiente, Rubén Darío publicó otro artículo en La Nación de Buenos Aires, titulado La cuna del Manco, en el que toma partido a favor de Alcázar de San Juan en la disputa con Alcalá de Henares y algunas otras poblaciones por el lugar de nacimiento de Cervantes. Pero esa es otra historia, aunque siempre interesante y más ahora que celebramos los 400 años de su muerte…

En 1905, un mes después de la estancia del poeta nicaragüense en Argamasilla de Alba, Azorín viajó hasta allí enviado por El Imparcial para conmemorar el III Centenario de la publicación de la Primera Parte del Quijote. Durante quince días recorrió la comarca enviando sus crónicas al periódico que luego reunió en un célebre libro: La Ruta de don Quijote.

Hoy, el hallazgo fortuito del artículo de Rubén Darío en La Nación , En tierra del Quijote, coincidiendo con la fecha del centenario de su muerte, me ha permitido unir esta conmemoración con la del cuarto centenario del fallecimiento que da nombre a la lengua que hablamos millones de “manchegos”.

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