Viaje a Nicaragua
* Visitamos todo lo que pudimos, pero fue menos de lo que me hubiera gustado. Fue como un “chupito” de Nicaragua. Subimos a un volcán activo y pude, por primera vez en mi vida, ver lava. De lejos, eso sí, pero era roja. Y se movía; era lava. Eso fue algo que no voy a poder olvidar nunca, me fascinó.
¿Conocéis Nicaragua?, ¿no? Yo sí. (Brazos en jarra, mirada al horizonte y cara de satisfacción).
Pues si no había tenido suficiente con el viajazo a Mauricio de julio, resulta que me cae del cielo un viaje a Nicaragua; cuatro días y con mi chica. Y como aquél día de mayo en el que me contactaron para el viaje a Mauricio, lo primero que hice esta vez nada más colgar el teléfono fue agarrar el mapamundi para ver exactamente dónde estaba Nicaragua. Porque no nos engañemos, todos sabemos que está en Centroamérica, pero… ¿dónde? ¿Sobre Costa Rica? ¿Más al sur? ¿Quizá a la derecha de Honduras? ¿Al oeste de Argen? No, hombre, no. Bueno, pues eso, que yo quería saber bien dónde iba.
Lo segundo que hice fue indagar con qué me iba a encontrar ahí, porque sí el viaje sonaba genial, pero ¿qué había en Nicaragua? Está Managua, la capital (y esto lo sé un poco por culturilla general pero sobre todo porque Manu Chao lo dice en una canción. Aquí debajo la prueba. Minuto 2’15”), y yo imaginaba que habría buenas playas, mucha selva y vegetación y montañas. Sabía también, que Nicaragua era la madre patria de Flor de Caña, nuestros anfitriones durante el viaje, pero sabía poco más.
Visitamos todo lo que pudimos, pero fue menos de lo que me hubiera gustado. Fue como un “chupito” de Nicaragua. Subimos a un volcán activo y pude, por primera vez en mi vida, ver lava. De lejos, eso sí, pero era roja. Y se movía; era lava. Eso fue algo que no voy a poder olvidar nunca, me fascinó. Recorrimos, tal y como esperaba, cientos de kilómetros de campos verdes y árboles enormes y frondosos. Atravesamos pueblecitos pequeños de casas construidas con más cariño que eficacia, y visitamos las maravillosas ciudades de León y Granada. Sendas ciudades coloniales que, como tal, tenían ese regusto dulce a siglos pasados; casas con fachadas pintadas de colores y con los límites de las esquinas pintadas de blanco, como si fuera una línea que delimita lo que hay que colorear por dentro. En León, por cierto, está una de las catedrales más impresionantes que he visto (y como buen turista que soy me he visto unas cuantas). En este caso, si bien el interior era relativamente sobrio y con sucesivas reformas, el tejado era lo más diferenciador que tenía. Un tejado pintado enteramente de blanco por el que se podía caminar y en el que, para mayor espectacularidad, te hacían descalzarte.
Tuvimos tiempo de deslizarnos por la tirolina, de alojarnos en un antiguo convento (con su claustro y todo), y hasta de que a Miri le denegaran el embarque en el vuelo de San José (Costa Rica) a Managua. Sí, temas de burocracia y pasaportes. Yo lo tenía todo en orden, pero me quedé por solidaridad. Creo que coger el vuelo y dejarla en tierra no habría sido una manera elegante de comenzar la vida de casado.. ????. Tuvimos unas horas un poco tensas porque no sabíamos qué iba a pasar: ¿nos dejarían volar al día siguiente? ¿Nos mandarían de vuelta a Madrid? ¿volvería yo a probar los espagueti boloñesa de mi madre? ¿volvería el Rayo a Primera División?. Hicimos noche al lado del aeropuerto y, afortunadamente al día siguiente pudimos coger el avión y retomar la ruta. Happy ending. ????
Por supuesto, parte del viaje lo ocupó conocer una de las bodegas de Flor de Caña (tienen 18 por todo el país). No podéis imaginaros lo que es ver cómo reposan miles y miles de barricas de roble apiladas dentro de inmensos hangares. Porque eso es lo que hacen: reposan. Envejecen. Un poco como el vino, que también permanece años en barricas, pero esto si cabe es más espectacular cuando sabes que muchas de ellas no se abrirán hasta dentro de 25 años. O dicho de otra manera: llevan 25 años esperando a que las abran. Es decir, yo era un mocoso que jugaba a las chapas cuando algunas de ellas empezaban a reposar. Me parece un dato alucinante, en serio.
Lo que os decía: muuuuchos barriles.
Por último, tengo que contaros que nos alojamos en dos hoteles maravillosos. Uno de ellos podríamos catalogarlo como “turismo ecológico”. Un conjunto de cabañas de madera, de dos pisos, de calidad inmejorable, que reposaban sobre una enorme roca procedente de la erupción de un volcán. A esta roca, en medio de un lago, solo se podía acceder en barco, y eso hacía del lugar un sitio aún más mágico.
Cóctel de bienvenida en el Hotel Jícaro Lodge.
Nuestra última parada, para cerrar el viaje, fue por todo lo alto. Nos llevaron a pasar el último día a la costa, al Pacífico, a uno de los mejores hoteles del país, un auténtico paraíso del descanso y el relax: El Mukul Resort. Es un complejo grande, muy grande, que consta de villas de una y de dos alturas, así como terrenos privados con casas que ya quisiera yo para mí… Tiene una playa privada de varios kilómetros de largo y mientras estuvimos bañándonos, puedo prometer que no había ni una sola persona más en la distancia a la que alcanzaba a ver. Una pasada. Además, nuestra villa tenía una piscina privada y un pequeño cobertizo con una hamaca en la que me tiré dos horas durmiendo la siesta.
Y más o menos hasta aquí dio de sí nuestro viaje. Ah, sí, se me olvidaba. Por supuesto me llevé material para hacer un buen vídeo de recuerdo, pero la tecnología me jugó esta vez una mala pasada y perdí todo el material. Más de 50 minutos de imágenes grabadas desaparecieron por arte de click. Un desastre. Casi lloro.
Y bueno, poco más. Os tengo que dejar que tengo a una chica prácticamente “en el altar” y no quiero que se piense que me he rajado. El próximo día que nos leamos, algo (no mucho) habrá cambiado en mi vida.
Un besote.
*Modelo español. Tomado de su blog.