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La Nicaragua de Rubén Darío

Rubén estatua en León* Un trayecto por las zonas del país centroamericano más marcadas por el poeta que renovó la lengua española y con ello mostró el valor de la literatura latinoamericana, a 150 años de su natalicio.

Tim Neville* | NYT

Una vez que lo identificas, lo ves por todos lados. Está en el aeropuerto y en los parques. Está en la entrada del hotel y dentro del teatro. Incluso lo vi sobre el camión blindado de un banco en Managua. Aunque han transcurrido 101 años desde su muerte, ahora este poeta, diplomático y héroe de Nicaragua parece estar muy vivo.

Rubén Darío no solo fue un escritor. Fue el padre del modernismo en la lengua española. En Madrid hay una estación del metro que se llama Rubén Darío. Puedes encontrar calles con el nombre de Rubén Darío en Ciudad de México, Panamá, San Salvador y Tegucigalpa. La escuela secundaria Rubén Darío está al lado del parque Rubén Darío en Miami. Sin embargo, Darío nació, creció y murió en Nicaragua y, para los nicaragüenses, él es 100 por ciento suyo.

“¡Él es todo para nosotros!”, me dijo un trabajador nocturno en Granada.

“¡Es la identidad de nuestra cultura!”, afirmó un músico en Managua.

“¿Quieres escuchar un chiste sobre Darío?”, me preguntó una mesera. “Es obsceno”.

Fui a Nicaragua en enero pasado para explorar el profundo amor que los nicaragüenses sienten por un poeta en lo que habría sido su cumpleaños número 150. Los políticos pronunciaron discursos. Hubo desfiles, simposios y recitales.

Por lo pronto estaba en León, el centro intelectual de Nicaragua, donde ronda el fantasma de Darío. Aún no eran las nueve de la mañana cuando salí a buscar su tumba en la Catedral de la Asunción de María, en una plaza grande.

La tumba de Darío está junto al altar, debajo de la escultura en tamaño real de un león con el rostro paralizado por la angustia. El escudo de Nicaragua, con sus volcanes y dos océanos, está cerca. Los ministros fueron a dejar coronas funerarias. Me senté en un banco, solo, y observaba cómo nadie parecía entrar por los santos.

Así es como termina su historia, pero algo atemporal sigue vivo.

Mi viaje alrededor de Darío comenzó seriamente hace unos cuantos años, cuando entré en contacto con un inmigrante alemán que se mudó a Nicaragua en la década de 1990. Immanuel Zerger había conocido a su prometida, Nubia, cuando era una viuda con cinco hijos que dirigía un hotel en las islas Solentiname en el lago Nicaragua. Immanuel empezó a ayudarla y de ahí surgió todo. En 1999, lanzó una empresa llamada Solentiname Tours que intentó crear un mercado para lo que los isleños ya tenían: panoramas maravillosos, coloridas tradiciones y sorprendentes aves. Poco a poco la empresa fue más allá del archipiélago. Al final estaba siguiendo las huellas de los escritores de su nación adoptada.

Cuando llegué había nubes negras sobre Managua. En ese entonces, Immanuel no ofrecía el Tour de Rubén Darío —hoy en día sí lo hace—, pero lo contraté para que me ayudara a buscar a algunos expertos y me llevara a los lugares donde Darío había estado presente y su espíritu seguía vivo.

Primero fuimos al Teatro Nacional Rubén Darío en Managua.

Immanuel me recogió en el Hotel Los Robles, una posada con un jardín tropical en el corazón de la capital. De inmediato sobresalió el legado de la injerencia de Estados Unidos en Nicaragua. Una estatua de Augusto César Sandino, el líder guerrillero asesinado en 1934 y quizá la única figura más reverenciada que Darío, se asomaba a la distancia.

Darío mismo estaba cansado del papel de Estados Unidos en los asuntos de Nicaragua, en particular durante las guerras bananeras de 1898 a 1934. En 1905 escribió un poema titulado A Roosevelt: “Crees que la vida es incendio, / que el progreso es erupción; / en donde pones la bala / el porvenir pones”, escribe Darío y responde: “No”.

Veía edificios bajos pintados de rosa, amarillo y verde por la ventanilla de la camioneta de Immanuel. En 1972, un terremoto redujo el 90 por ciento de la ciudad a escombros y dejó a Managua con un centro mal definido y un uso muy extraño de la lengua para dar instrucciones. El norte es “al lago”, en referencia al lago Managua; el este es “arriba”. Si envías una postal a Managua, la dirección dirá algo como: “Arriba, desde el arbolito, la última casa al lago”.

El teatro tiene unas atrevidas líneas al estilo Bauhaus y sobrevivió al terremoto con solo daños superficiales, además de salir ileso de la guerra. “Todos los bandos reclaman a Darío como suyo”, dijo Immanuel. “Es intocable”.

Ramón Rodríguez Sobalvarro, el director general y exitoso ejecutante del oboe, me recibió en su oficina. Había estado ensayando para una presentación que musicalizaría la poesía de Darío. Había un teclado en la esquina y sobre su escritorio colgaba un retrato de Darío con sus anchos hombros y su mirada de pensador.

“Para mí, Darío es un artista nicaragüense en el sentido más amplio”, dijo Rodríguez mientras caminábamos por el teatro. “Nos dio nuestra identidad cultural, algo que fuera nuestro para proyectar al mundo, en lugar de copiar lo que ya se había hecho”.

En los primeros días del teatro —se construyó en 1969— casi todos los espectáculos eran producciones extranjeras: Duke Ellington, compañías de baile folclórico de México, Marcel Marceau… ahora el 90 por ciento son nicaragüenses. Hoy en día cerca de 40.000 niños acuden a talleres y los subsidios ayudan a mantener la mayoría de los precios de los boletos en un rango de 5 a 8 dólares.

“El teatro, Darío, el arte, no solo tienen lugar dentro de estas cuatro paredes, ¿sabes?”, me dijo Rodríguez mientras me acompañaba a la salida. “Viven allá afuera”.

Darío es quizá el único nicaragüense aclamado mundialmente como poeta, pero otros como Azarías Pallais, Salomón de la Selva y Alfonso Cortés (quien vivió, escribió y se volvió loco en la casa donde Darío vivió de niño) se le acercan. Todos estos hombres eran oriundos de León, donde creció Darío.

Visité la tumba de Darío en León en una calurosa mañana al final de una estancia de dos días en la ciudad. Llegué ahí gracias a un arquitecto en ciernes e intérprete llamado Gabriel Galeano, quien me pidió que lo llamara Gabe.

De inmediato, León me pareció más manejable que Managua, con sus aceras y plazas, y gente caminando por ahí. Por mucho tiempo el eje de la tendencia izquierdista del país, León, la segunda ciudad más grande, con cerca de 210.000 personas, fue de las primeras en rebelarse en contra de Anastasio “Tachito” Somoza Debayle, cuyo padre, Anastasio “Tacho” Somoza, había sido baleado ahí en 1956 por Rigoberto López Pérez. López, un héroe nacional con su propia estatua en Managua, fue un poeta de León.

Gabe me condujo al Teatro José de la Cruz Mena en el suroeste de la ciudad. En el vestíbulo zumbaban los equipos de televisión. Chicas vestidas en trajes al estilo del Greco con sombreros alados y trompetas de fanfarrias estaban formadas a lo largo de la pared. El decimoquinto Simposio Rubén Darío estaba en curso y la crema y nata de la escena literaria nicaragüense había ido a ver las presentaciones, recitar poesía e ilustrarse con conferencias como “La sensibilidad metafísica en la lírica de Rubén Darío”.

“Darío dijo que esta ciudad era como Roma o París”, dijo Eddy Kühl, autor de varios libros sobre historia y Darío, y quien también dirige Selva Negra, un alojamiento ecológico en la zona montañosa cafetalera. Kühl me llevó por el camino que Darío recorrió hasta la fama.

Darío aprendió a leer por sí mismo a los 3 años y comenzó a escribir poesía al poco tiempo. Se fue hacia El Salvador a los 15 años. A los 19, se mudó a Chile, donde a los 21 años publicó Azul, una colección de poemas y prosa que definió el movimiento modernista y lo catapultó al estrellato literario. El libro, nutrido del trabajo de otros poetas, como José Martí, derrumbó las pesadas normas literarias de la época y le dio un nuevo aliento a la lengua española.

Como me dijo Francisco Arellano Oviedo, director de la Academia Nicaragüense de la Lengua: “Después de tantos siglos, Darío envió de regreso las carabelas de Colón y liberó a la literatura hispanoamericana de España”.

Después de un almuerzo de plátanos fritos, pollo y ensalada de repollo en un lugar llamado Tan Rico, nos dirigimos a la casa a la que se mudó Darío con su tía cuando solo tenía 40 días de nacido. Rosa Sarmiento, su madre, quien huía de un matrimonio en el que había abuso, terminó en Honduras y no tendría relación con su hijo. La casa de su tía, Bernarda Sarmiento de Ramírez, se ubica en la calle Rubén Darío, pero en ese entonces era la Calle Real.Casa de Rubén

La mitad de la casa ahora es un museo. Un sillón que el dictador de Guatemala, Manuel Estrada Cabrera, le dio a Darío está en la habitación principal, junto con los trajes diplomáticos de Darío de sus misiones a Argentina y España. Dos grandes puertas se abren a la ciudad que está afuera.

Darío solo regresó a Nicaragua cinco veces a lo largo de su carrera. Pasó la mayor parte de su tiempo viajando con los córdobas de otros como periodista, enviado especial y diplomático. Editó algunas de las revistas literarias más estimadas de la época mientras estuvo en Europa y escribió para periódicos en España y Sudamérica, así como para The New York Times. En total, cruzó el Atlántico doce veces y exploró cerca de treinta países en tres continentes.

Quizá el viaje más famoso de Darío fue el del 23 de noviembre de 1907 cuando, ya famoso, regresó a Nicaragua en un barco a vapor que atracó en el puerto del Pacífico de Corinto, donde una multitud lo saludó. Más personas —decenas de miles— hicieron filas a lo largo de las vías del tren que atravesaba el campo para verlo mientras estaba de gira. El regreso de Darío es un evento importante para los nicaragüenses de hoy en día —hay libros y dramas al respecto—, aunque tengo la sensación de que ese momento implica cierta melancolía. “Si pequeña es la Patria, uno grande la sueña”, escribió Darío en un poema sobre su viaje, Retorno, y ese verso cuelga hoy sobre la Plaza de la Revolución, en Managua.

Me despedí de Gabe e Immanuel me recogió en León. Condujimos hacia el norte, hasta Chinandega, un pueblo sofocante que no está lejos de Honduras, y hasta Corinto. El volcán Momotombo, a 1258 metros, se alzaba detrás de nosotros “lírico y soberano”, como lo describió Darío. “El retorno a la tierra natal ha sido tan / sentimental, y tan mental, y tan divino, / que aún las gotas del alba cristalinas están / en el jazmín de ensueño, de fragancia y de trino”.

Corinto no es tan sublime. Se sintió como lo que es: el puerto más grande de Nicaragua, con patios de contenedores, plataformas y una playa gris con filas de chozas con techo de lámina.

Comimos un almuerzo de pescado y arroz en un local en la playa llamado Rancho del Cordón que atiende Rafaela Picado, a quien todos llaman La Payita. Su hija, Cristina Hernández, se llevó las manos al pecho cuando mencioné a Darío y se lanzó a contar un chiste grosero en el que Darío ordenaba una ensalada de fruta. Echó la cabeza para atrás y se rio; luego pasó a una historia sobre el momento cuando fue a ver a los flamencos en las salinas a la distancia, cómo sus largas y delgadas piernas se movían en el agua y cómo saltaban los peces y titilaban al rayo del sol.

Érick Aguirre, el ganador del premio de poesía Rubén Darío en 2009, me había dicho antes que estuviera atento a historias como esta. “Pienso que Darío sigue vivo por cómo la gente cuenta esas historias”, dijo.

Immanuel y yo regresamos a Managua a la Cantana, un espectáculo de dieciocho números en el Teatro Nacional, antes de encontrarme de nuevo con Gabe, ahora para un viaje al pueblo donde nació Darío, a poco más de 90 kilómetros al norte de Managua. Condujimos al lago a lo largo de la Carretera Panamericana hasta que la tierra alcanzó el horizonte.

Darío nació en 1867 cerca de San Pedro de Metapa, que luego se renombró Ciudad Darío. El pueblo está en las montañas, justo del otro lado de un puente llamado Puente Darío. Anduvimos por el pavimento de piedra del camino principal tras un hombre con un sombrero grande. El sol era suave y estábamos relajados. “No es un pueblo pequeño, pero hay mucha quietud”, dijo Gabe. “También es más ganadero”.

En un parque del otro lado de una tienda de teléfonos celulares en el Bulevar de los Poetas, donde los árboles de nim se levantan sobre la dura tierra, encontramos esculturas de Darío y la casa donde pasó su primer mes de vida: una estructura de doscientos años de antigüedad con muros de tierra amasada. La cocina estaba afuera, con un comal para hacer tortillas.

En los días siguientes hice más actividades de turista. Me encontré otra vez con Immanuel para visitar el pueblo costero de San Juan del Sur, me asomé al interior fundido y borboteante del volcán Masaya y me paré en el cálido Pacífico en San Juan del Sur, donde Immanuel ayudó a que se instalara una estatua de Darío sentado en una banca con Mark Twain cerca de un limonero. Darío fue a San Juan del Sur en una misión diplomática a mediados de la década de 1880. Twain había pasado por ahí veinte días antes del nacimiento de Darío. “Nunca se conocieron”, dijo Immanuel, “pero las musas nicaragüenses los besaron a los dos”.

Antes de dejar Ciudad Darío, Gabe y yo nos abrimos paso hasta la catedral principal. San Pedro tiene una fachada blanca desgastada con acentos verdes de espuma marina y un campanario colonial.

“Yo, pobre árbol, produje, al amor de la brisa, / cuando empecé a crecer, un vago y dulce son”, escribió Darío en su poema de 1907 titulado En otoño. “Pasó ya el tiempo de la juvenil sonrisa: / ¡dejad al huracán mover mi corazón!”.

A las 10:18 p. m. del 6 de febrero de 1916, Félix Rubén García Sarmiento, el hombre al que el mundo conoció como Rubén Darío, murió en León. Gravemente enfermo, había regresado a Nicaragua por quinta y última vez. Cuando la muerte llegó a buscarlo estaba recostado sobre su hombro izquierdo, con la boca abierta y el cuerpo macilento por un hígado que ya no servía. Un fotógrafo le sacó una foto. Un doctor extirpó su cerebro. Cuarenta y nueve años y eso fue todo.

El funeral duró una semana. Los asistentes envolvieron su cuerpo en una levita y le pusieron guantes negros en las manos inertes. Los hombres con sombrero plano de ala corta y las mujeres en vestidos largos hicieron una fila en la avenida Central para ver al carruaje que llevaba su cadáver a la catedral. Lo bajaron a una tumba que excavaron junto al altar.

Más de diez mil personas asistieron a la procesión, pero el inmenso amor que los nicaragüenses tenían por este hombre creció al igual que el movimiento modernista que ayudó a definir.

Una noche, cerca del final de mi viaje, Immanuel y yo condujimos por Managua hacia un área llena de puestos de comida, buscando un platillo llamado vigorón y que está hecho de yuca, chicharrón y col rallada que se sirven sobre una hoja de plátano. Las mesas a lo largo de la acera estaban repletas, en su mayoría de hombres parlanchines.

No podía entenderles nada, pero movían los brazos y hablaban muy expresivamente. “Creo que aquí todos son poetas de alguna manera”, bromeó Immanuel, mientras se reía. “Acá, si le preguntas a una pareja que espera un bebé, si es niño o niña, ¿sabes qué pueden responderte?”.

“¿Qué?”, le pregunté.

“Un poeta”.

*Tim Neville es un colaborador frecuente de la sección de Viajes.

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