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¿Qué fue de los pueblos malditos españoles?

pueblos malditos* Menospreciados durante siglos, los llamados “pueblos malditos” viven actualmente entre el fantasma de la España más negra y profunda y el deseo a reivindicar sus orígenes. El mismo mundo que les marginó hoy les acoge, pero con heridas aún abiertas que tardarán en cicatrizar.

Janire Rámila | Enigmas

Bajo el término de “pueblos malditos” se conoció a una serie de comunidades que vivían aisladas, ajenas al mundo que les rodeaba. Tal situación originó prejuicios tan viscerales entre sus vecinos, que estos les abocaron a la marginación. A pesar de lo comentado, sigue resultando difícil encontrar una causa única que explique esa discriminación sufrida por los chuetas, vaqueiros de alzada, hurdanos, pasiegos, maragatos y agotes. Lo que sí queda claro es que de ellos jamás partió un interés por la enemistad, pero el ser diferentes, el mantener unas costumbres propias y fuertemente arraigadas… les condenó irremediablemente.

Así sucedió con los vaqueiros de alzada, habitantes de las montañas bajas y marítimas de Asturias fronterizas con Galicia. Su dedicación primordial era el ganado vacuno –de ahí la denominación de vaqueiros– que cuidaban en medio de su forma de vida nómada –por eso lo de alzada–. Sobre ellos escribió en el siglo XVIII el ilustrado Gaspar Melchor de Jovellanos, tras viajar por Asturias. De sus memorias se desprende que le chocó sobremanera su composición familiar al decir que los vaqueiros no habitaban “en villa, aldea, lugar o feligresía sino en una comunidad llamada por ellos braña”. Como tal se entendía a un núcleo familiar reducido, conformado por 20 ó 30 personas a lo sumo, semejante a los clanes irlandeses y escoceses, que apenas mantenían contacto entre sí. Esta existencia agreste y su economía de subsistencia les eximía de pagar tributos, e incluso de realizar el servicio militar, participar en guerras o ser juzgados por los tribunales nacionales. Vivían en una sociedad propia y paralela, un modo de existencia heredada de sus antepasados, claramente diferenciada de las poblaciones limítrofes. Y fue precisamente ese carácter independiente, esa ausencia de contacto lo que provocó el recelo en el resto de los aldeanos, viéndolos como gente ladina, traicionera… despreciable.

Algo parecido a lo que ocurrió con los pasiegos en pleno corazón de Cantabria. Habitantes del Valle del Pas, también ellos ostentaban fama de ser personas cerradas, ancladas en un mundo particular donde la ganadería y el cultivo de la patata les arrebataba casi todas las horas del día. La agreste orografía del valle les preservaba del contacto vecinal, hasta el punto de que nunca hubo un censo de sus habitantes. Tampoco participaban en votaciones, ni pesaba sobre ellos la obligatoriedad del reclutamiento militar. No conocían la electricidad y mantenían costumbres propias de épocas prehistóricas, como emigrar de sus hogares en la llamada “muda”, siempre a la búsqueda de mejores pastos y terrenos más cálidos. Los cronistas aseguran que su marcada individualidad les impedía caer en la mendicidad y que sus problemas los solucionaban sin ayuda ajena. No es de extrañar, por tanto, que se les viera con recelo, como personas orgullosas que menospreciaban a sus vecinos. Realmente no era así, pero esta visión distorsionada arraigó tan profundamente que comenzaron a ser demonizados y apartados de todo trato social.

El caso de los agotes y de los chuetas es algo diferente. Los primeros habitaban –y siguen haciéndolo– principalmente en el valle navarro del Baztán, aunque también se les podía encontrar en diversas localidades del sur francés. Eran gente pobre, sometida durante generaciones a la familia feudal de los Ursúa y confinados en el barrio de Bozate, dentro del pueblo de Arizkun. Uno de sus actuales descendientes, Javier Santxotena, asegura que “eran tan pobres que en ninguna de sus casas podía verse un escudo familiar en la fachada, teniendo incluso que coger sus apellidos de la toponimia del lugar”. Y fue esta pobreza lo que originó la leyenda de que todos los agotes padecían de lepra blanca –enfermedad caracterizada por la aparición de eccemas y heridas en la piel–, de que poseían una sangre tan caliente que si sostenían una manzana en su mano durante un par de horas, ésta terminaba resecándose o, incluso, de que poseían rasgos físicos propios como la ausencia de lóbulo en la oreja y la presencia de un rabo semejante al del Diablo. Ideas descabelladas que únicamente fueron disipadas cuando se sometió a cientos de agotes a exhaustivos exámenes médicos, para averiguar la veracidad o falsedad de tales acusaciones.

Un pueblo judío en Mallorca

Respecto a los chuetas, fue el origen de sus apellidos lo que les sentenció socialmente. Originarios de Mallorca, se considera chueta a la persona que ostente alguno de los 15 apellidos considerados como propios de este grupo social, todos ellos judíos y exclusivos de las islas. Durante siglos, sus miembros vivieron en la calle de Argentería o Platería, dentro del casco antiguo de la ciudad y a la vista del resto de mallorquines, pero manteniendo sus costumbres propias. Tan marcada fue su individualidad, que entre ellos se denominaban nosaltres –nosotros–, mientras que el resto del mundo eran els altres –los otros–. Lo que sí parece cierto es que no fueron ellos quienes marcaron esa diferencia, sino los antiguos miembros de la Inquisición española, que en su afán por perseguir a los judíos no conversos abocaron a miles de personas a encerrarse en sí mismas y a desconfiar de los cristianos por el miedo a ser delatados. El propio término chueta procede de la palabra xulla, que significa “tocino”, en clara referencia satírica a la abstinencia de consumir carne de cerdo entre los judíos.

Tampoco los maragatos y los hurdanos se libraron del rechazo social. Los primeros habitaban al oeste de la provincia de León, en una forma de vida semejante a la de los Vaqueiros de Alzada y los Pasiegos. El antropólogo Julio Caro Baroja los investigó durante numerosos viajes y entre sus conclusiones señaló que, “difícilmente se podrá encontrar en toda Europa una región en la que los elementos de la cultura moderna se encuentren en tal armonía con los datos de un pasado remoto”. De esta frase se extrae la idea de que los maragatos sí confraternizaban con sus vecinos, pero manteniendo sus costumbres o su forma de pensar ante todo, lo que nuevamente fue el origen de un rechazo cruento e injustificado.

Nada que ver con los hurdanos, esas gentes que habitaban los terrenos más abruptos del norte de Cáceres, valles de difícil acceso, sin carreteras, donde la nieve los incomunicaba durante meses del resto de España. Más que marginados, los hurdanos se convirtieron en seres legendarios. Pocas eran las personas que los habían visto y cuando lo hacían, sus relatos asustaban por las descripciones de las casas y el aspecto de la gente. No era para menos. Apartados de todo progreso humano, los hurdanos sobrevivían exclusivamente de lo que criaban y cultivaban. La unión endogámica de sus gentes propiciaba numerosísimos casos de imbecilidad entre la comunidad y la pobreza extrema que les rodeaba originaba raquitismo y enfermedades que intentaban curar a base de remedios naturales, al desconocer todo adelanto médico o medicina moderna.

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