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Franquismo censuró la Marcha triunfal de Darío

marcha (Small)* Unas 500 obras de autores latinoamericanos fueron pasadas por el tamiz de la reprobación dictatorial que rigió en España durante más de tres décadas, y que ¿terminó? con la muerte del “generalísimo” en 1975

Madrid.- Las letras de Rubén Darío, Juan Rulfo y Octavio Paz, fueron manipuladas por la censura franquista para difundir su concepto de hispanismo y los valores de su régimen dictatorial.

La primera obra latinoamericana autorizada y revisada por los censores fue La amada inmóvil, de Amado Nervo, y la última Los jefes y Los cachorros, de Mario Vargas Llosa. Entre ellas son centenares las piezas que podrían haber sido, en mayor o menor medida, conductores de las ideas franquistas.

En total, estos lectores revisaron alrededor de medio millar de obras de autores latinoamericanos, sobre ellas pudieron llegar a ejercer medidas que van desde la prohibición de su venta hasta modificaciones en el contenido, de tal magnitud que reescribieron algunas.

Los efectos de esta práctica se endurecen al saber que “más del 60 por ciento de la obra editada o reproducida durante la dictadura española fue exportada”, de acuerdo con las investigaciones de Manuel Abellán, conocido como “el hombre que bajó al sótano de la censura española y lo fotocopió todo”.

La lista de “retoques” que el franquismo aplicó o promovió es extensa. De acuerdo con el listado que establece la investigadora de la Universidad de Cantabria, Cristina Gómez, eran de dos tipos: internas y externas.

Ante la censura, las editoriales y los escritores aplicaban por voluntad propia ciertas medidas (internas), y las que se les olvidaran llegaban vía externa, por los censores.

Presionadas por el temor a la censura o al secuestro de las publicaciones, editoriales y autores llegaron a cambiar el título, la carátula e incluso el contenido de la obra. Estas medidas no eran exclusivas de las editoriales españolas.

A consecuencia de ese interés en el mercado editorial de España, Larraz explica que desde los albores del franquismo “algunos editores americanos, que miraban a España como por ejemplo Espasa-Calpe Argentina, pasaron la censura oficiosamente para libros que, en este caso, iban a imprimir en Buenos Aires”.

Las razones del censor

Luego de las medidas internas, Cristina Gómez recuerda que los censores podían imponer tachones, que cercenarían a la Marcha triunfal, del nicaragüense Rubén Darío, o al Periquillo Sarniento, del mexicano José Joaquín Fernández de Lizardi, por considerar que tenían términos inadecuados a la luz de los valores del régimen.

Cabe destacar que, como comparten varios investigadores, los valores impuestos por el franquismo a sus censores eran el respeto extremo a las autoridades militares y al pudor. Es decir, solía haber una doble censura: la oficial y la moral.

El argumentario de estos censores, que enfrentaron miles de solicitudes por parte de editores y escritores, solía reducirse a hablar de un “ejército intocable”, “una religión que forma parte del Estado español”, “unos principios fundamentales del franquismo” o la “intocabilidad de las personas allegadas al régimen de Franco”, según diversos textos.

Explica esos valores uno de los autores censurados, el cubano Guillermo Cabrera Infante, quien detalló cómo a “su censor”, al “otro creador” de sus Tres tristes tigres, “el pezón, por ejemplo, le producía pesar o comezón, como si la palabra fuera una combinación de ambas, portemanteau pornográfico”.

Ante el pudor de su censor, la obra de Infante vivió cambios como la desaparición de la cantante de boleros que “dejó al aire unos senos, no: unas tetas enormes, redondas y gordas y puntudas que se veían rosadas, blancas, grises”, por otra que se “desabotonó (la camisa) y se volvían a ver rosadas al darles la luz de las calles”.

Frente a estos criterios, los autores latinoamericanos tenían una ventaja y una desventaja. De acuerdo con Larraz, “la ausencia de temas de política española” en los escritos procedentes del otro lado del Atlántico era una baza a su favor.

No obstante, “la esencia nacionalista de todo lo relacionado con el franquismo o el desconocer (o negarse) a aceptar las sutilezas necesarias para esquivar el tachón” eran debilidades del autor frente a la pluma roja del censor.

Conocer los criterios de la censura, o al menos imaginarlos, no era determinante. “La arbitrariedad propia de la censura hacía que la suerte de un libro dependiera mucho de la persona, el humor o la perspicacia del lector (censor) que le tocara en suerte”, indica Larraz.

Hasta los propios censores, que llegaron a ser escritores españoles hoy consagrados, se vieron afectados por los criterios de su oficio.

El escritor español Camilo José Cela lo ejemplifica. Este autor, quien reconoció que fue censor de “periodiquillos que no necesitaban ni censura por su baja tirada”, tuvo que enfrentar trabas para poder publicar su novela La colmena. El motivo esgrimido por quienes fueran sus compañeros de oficio era el fondo “crítico” de la obra.

A veces, la irracional cultura del censor era el castigo para el texto. Por ejemplo, el libro de cuentos Ficciones, del argentino Jorge Luis Borges, fue definido por los censores como el “laberinto de los laberintos”, como “locuras del autor”; según indica Abellán.

Esta arbitrariedad del censor creció conforme lo hizo el negocio editorial en España. Así, diversos autores destacan cómo, tras la liberalización y la presunta abolición de la censura en la España franquista de 1966, hizo que las autoridades superiores no se dieran abasto para controlar a esos censores que, en teoría, habían de “dejar las plumas rojas en el fondo del cajón”.

Una muestra de que la censura seguía viva, pese a que el sector estaba teóricamente liberado a mediados de 1960, fue la obra La muerte de Honorio, del venezolano Miguel Otero Silva.

La muerte de Honorio estuvo prohibida durante casi una década y no fue hasta los últimos coletazos del franquismo, y gracias a artículos críticos aparecidos en la prensa mexicana, que las autoridades recordaron que la censura estaba derogada y ese libro se podía publicar, como recuerda Abellán.

Otra muestra la da Cabrera Infante. Recuerda a su censor en 1966 como un “Cid de las niñas, que cabalga por los Campos de Castilla”, como “un escritor embozado que puede muy bien quitarse la careta de funcionario anónimo y decir descarado: Anch’io sono artista”, como lo hizo con su obra a la cual Infantes nunca retiró el final que ese funcionario con “un alma que se debatía entre el literato y el pudoroso” le impuso.

En ocasiones, ninguna modificación en el texto era suficiente y el censor aconsejaba autorizarla sólo para un público reducido o para exportar. Es decir, se impedía la traducción de la obra al español o, como sucedió a diversas obras del venezolano Rómulo Gallegos, como Pobre negro o Doña Bárbara, era autorizada sólo con fines comerciales.

En el peor de los casos la obra se prohibía. Así le sucedió, por ejemplo, a Pedro Páramo, de Juan Rulfo en 1955; pero en 1960 la censura autorizaría que sus cuentos recogidos en El llano en llamas fueran publicados.

Efectos de la censura

Estas prácticas propiciaron el hermetismo cultural español durante décadas. “Se forma una gran brecha en esos años entre los jóvenes autores latinoamericanos y españoles exiliados y los españoles de la península”, indica Larraz.

Las obras latinoamericanas encontraron en ese “provincianismo”, en el nacionalismo, inculcado por el franquismo una nueva barrera, un nuevo tipo de censura.

Algunos grandes literatos del momento fueron auténticos censores de la literatura latinoamericana. Así, el ganador del Premio Planeta en 1967, Ángel María de Lera, atacó a las letras transatlánticas con un irónico “suficiente es suficiente”, tras cuestionarse si “un colombiano o un cubano van a venir a enseñar español a Delibes”, tal y como recoge Herrero-Olaizola.

Así, la censura española dejó barreras para las letras latinoamericanas y además las utilizó para fomentar sus valores durante años.

El propio Manuel Abellán temió el impacto de esta práctica y es que, como dijo, “no sería extraño que en las reediciones de escritores como Carlos Fuentes o Alejo Carpentier la mueca sardónica de un espectro con nombres y apellidos apareciera”, que el fantasma del censor español siga vivo y actuando.

Fuente: Excélsior.

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