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Cortázar: su debilidad por el boxeo y por Nicolino

Julio Cortázar 2* En febrero pasado se cumplieron 31 años de la muerte de Julio Cortázar (1914-1984), un argentino para los franceses y viceversa.

Ismael A. Canaparo

En febrero pasado se cumplieron 31 años de la muerte de Julio Cortázar (1914-1984), un argentino para los franceses y viceversa. En la televisión de París la noticia ocupó dos segundos lacónicos: “El escritor argentino”, agregaban, para más datos. Convengamos que de este lado del mar, en Buenos Aires y alrededores, tampoco hubo muchas efusiones. A nivel oficial, entre los funcionarios de la flamante democracia, parecía que acababa de morir un escritor francés.

La ambigüedad del origen marcó a Julio Cortázar desde su nacimiento mismo, ocurrido el 26 de agosto de 1914, en Bruselas, Bélgica, donde su padre representaba diplomáticamente a la Argentina. En igual matiz se inscribe el cantautor español Luis Eduardo Aute, cuya cuna fue Filipinas, también por idéntico motivo.

La guerra obligó a la familia a quedarse en Bruselas y Julio debió hacer como en un circo: equilibrio entre dos idiomas centrales. Cuando volvieron, se instalaron en Banfield, a pocas cuadras de donde vivió toda la vida Oscar Alende, el Bisonte, el líder del casi inexistente Partido Intransigente. Allí, en la pueblerina paz banfileña, lejos de los ruidos capitalinos, transcurrió el resto de la infancia y toda la adolescencia del hacedor de Rayuela.

Hace unos años, para mi cumpleaños, un amigo me trajo de Cuba un regalo muy apreciado. Un libro de Cortázar, editado en la isla, con cuentos de boxeo, publicación que no figura en la bibliografía del autor de “Todos los fuegos el fuego”. Creo tener, entonces, un tesoro inapreciable entre mis manos, que muy bien pondría en vilo a los historiadores románticos y a los junta cosas de Julio.

En la ficción, uno de los capítulos de ese libro se relaciona con la pelea entre el juninense Luis Ángel Firpo, el Toro Salvaje de las Pampas, y el campeón mundial Jack Dempsey, celebrada en el Polo Grounds de Nueva York, el 14 de setiembre de 1923. Allí, en imperdibles cuarenta páginas, narra detalles pequeños y también fundamentales de aquella noche, a la que Cortázar calificó como “uno de los acontecimientos más extraordinarios del siglo veinte”, agregando que “la novela siempre gana por puntos, mientras que el cuento debe ganar por nocaut”.

En la realidad, Julio vivió la pelea en el patio repleto de glicinas de su casa de Banfield, desde la naciente radio a galena. Ni él ni su familia, como tampoco la Argentina en su conjunto durmieron esa noche. Desde el atardecer, el público empezó a volcarse a las calles de Buenos Aires para leer en las pizarras de los diarios los pormenores de la pelea, a medida que iban llegando. Años después tuvo un comentario célebre, referido a esa pelea épica: “Si en Marte hay habitantes, al observar la tierra con sus telescopios, deben haber descubierto una tremenda conmoción en la parte alta de Manhattan, justamente donde se encuentra el Polo Grounds. La película se podría llamar “Firpo Ataca”.

Cortázar visitó por última vez el país en 1983. En una entrevista que le realizó el periodista español Antonio Trilla, se refirió a “la pelea del siglo”: “Dempsey era un gran campeón y terminó venciendo a Firpo, pero después de que éste lo hubiera noqueado y que el referee y el público lo ayudaran a levantarse. Técnicamente había ganado Firpo y Dempsey debió haber sido descalificado. Pero el combate siguió y finalmente, ganó Dempsey. Yo tenía en ese momento nueve años y aquello fue como una tragedia nacional, porque en la Argentina se consideró un robo al país. No faltaron los que pedían romper las relaciones diplomáticas con Estados Unidos. Esto definió mi pasión por el boxeo, porque yo quedé muy impresionado por lo de Firpo y empecé a interesarme por ese deporte que, en esos años, ocupaba mucho espacio en los periódicos. Leía todo lo que se publicaba y escuchaba por radio las peleas más importantes. Desde luego que, como vivía en una casa llena de mujeres, no había nadie dispuesto a llevarme a ver un combate”.

El amante de las letras, los puños y la trompeta tenía una predilección especial por Nicolino Locche, a quien admiraba y seguía permanentemente. “Locche fue un boxeador entrañable no sólo porque su personalidad irradiaba ternura, sino porque su estilo tan singular alimentaron la imaginación de casi tres generaciones. El mendocino estuvo lejos, sin embargo, de ser un “púgil argentino autóctono”. El público en general, al que le costó aceptar a Cirilo Gil, otro estilista de enorme talento, prefería a peleadores explosivos: Gatica, Bonavena, Saldaño. Pero el arte de Nicolino pudo más y enseguida se transformó en el preferido de la muchedumbre, inaugurando el “ole, ole, ole”, que mucho después se popularizó como un desdén dedicado a aquellos que la “ven pasar”, decía.

Y agregaba: “Ray Sugar Robinson, por ejemplo, era una maravilla. Nunca me quedé con los boxeadores sin talento. Me gustaba mucho Cassius Clay. Su descaro, sus bravuconadas, ese estilo de desafío permanente. Él decía que era “el más grande” y quizás lo haya sido. Carlos Monzón, por ejemplo, era un boxeador cerebral, que usaba la cabeza para pelear. Y era demoledor. De una finura cruel. La pelea con el italiano Benvenuti fue inolvidable. Y también el combate con Bouttier, que yo vi por televisión. Justo Suárez, el “Torito de Mataderos”, también fue un boxeador deslumbrante. Era brillante, espectacular y de una gran simpatía. Conectaba muy fácil con la gente. Terminó de un modo trágico en los Estados Unidos, abandonado por todos después de la derrota y murió tuberculoso en un hospital de Córdoba. Para mí, su muerte -que fue una verdadera tragedia del deporte- fue también un acontecimiento importante. No me perdía una sola pelea suya”.

En otro tramo, Trilla le pregunta: “Hablando de Monzón, hay otro cuento tuyo, “La noche de Mantequilla”, donde también el boxeo está presente…”. Y responde: “Ah, sí, es la historia de la pelea de Carlos Monzón y “Mantequilla” Nápoles en París, una pelea que me dejó un recuerdo muy especial. Así que cuando se me ocurrió la idea del cuento, que es una historia que tiene que ver con la política, la situé en aquella noche en el estadio”.

Como puede apreciarse, todos los pugilistas antes nombrados tienen un aspecto en común. Eran boxeadores que gozaban de un exquisito desplazamiento por el ring, haciendo que sus rivales vean casi imposible la tarea de alcanzarlos con un golpe eficaz. Seguramente, si hoy viviera, Cortázar aplaudiría los movimientos de Floyd Mayweather, su estética, su manera de lanzar los golpes y sus imposibles contracciones de cuerpo para salir de lugares por los que ningún normal pasaría.

Así veía el boxeo: “Yo no lo considero violento y cruel. A mí me parece un enfrentamiento muy honesto, muy noble. Me interesa el enfrentamiento de dos técnicas, de dos estilos, la habilidad de poder vencer, siendo a veces más débil. Siempre estuve del lado del más débil y muchas veces los vi vencer y es una maravilla. Por otra parte, lo que sucede es que a mí no me interesan los deportes colectivos. Esto pareciera que va en contra de mi ideología, pero no es así. El fútbol, por ejemplo, me es totalmente indiferente. Sé que decir esto, en boca de un argentino, es algo grave, capaz de desatar muchas iras. Lo concreto es que me es tan indiferente como el rugby o el béisbol. Me gustan los deportes donde se enfrentan dos individuos, como sucede en el tenis o en el boxeo. Son dos destinos que se juegan el uno contra el otro. En el fútbol son once contra once, gana o pierde un equipo. La responsabilidad individual se diluye, todo se diluye; alguien puede haber jugado muy bien o muy mal, pero nunca tiene la plena responsabilidad del triunfo o de la derrota. En el boxeo eso no es posible. Allí un hombre vence a otro. Gana porque es mejor o porque hizo mejor las cosas”.

El 7 de abril de 1973, Miguel Angel Castellini, campeón argentino de los mediano junior, le ganó por puntos a Doc Holliday en el Luna Park. Cortázar, invitado por El Gráfico, estuvo en el ring side y escribió luego una crónica que trasluce con sencillez la decepción de una actuación opaca. El combate fue un sábado y el escritor aceptó el domingo por la mañana sentarse a destilar unas líneas. Cortázar volvía después de 22 años a vivir una noche en el mítico estadio de Corrientes y Bouchard. Esta fue su crónica, que tituló “Un triunfo con algunas nubes”: “Como es lógico, el público fue a ver ganar a Castellini. Como también es lógico, Castellini ganó. La única cosa ausente en tanta lógica fue lo que justifica y da su auténtica belleza al deporte: la alegría. A la victoria del argentino le faltó todo, salvo la fuerza del punch, y ni siquiera éste pudo definir una situación que por lo menos dos veces se volvió crítica para Doc Holliday. Fue una victoria chata, sin nada que permitiera festejarla como se esperaba. Frente a Castellini hubo un hombre que en buena ley deportiva merecía los aplausos que tan sin ganas cosechó el vencedor. Pero Doc Holliday fue además otra cosa: el símbolo amenazante del futuro. Si Castellini no aprende todo lo que le falta aprender, de nada le valdrán las interminables instrucciones que le gritaba Ringo Bonavena. En la actualidad no faltan los Doc Holliday a la espera de su hora y algunos, además de la alegre y clara técnica yanqui, tienen punch. Cualquiera de ellos puede malograr la carrera de Castellini si éste no se decide a convertir la potencia física en ese mecanismo más complejo y eficaz que define a los grandes boxeadores, y que da a sus victorias el esplendor que tanto faltó anoche”.

El escritor de “Bestiario” llegó a Buenos Aires por última vez en diciembre de 1983. Vino a despedirse, porque sabía que se iba a morir, lo que finalmente ocurrió dos meses después. Raúl Alfonsín, que asumiría días después, no lo recibió. Sobre esto aún hoy persiste una gran polémica. La secretaria del ex presidente, Margarita Ronco, tenía el teléfono de Cortázar, pero nunca lo llamaron. En el mundo del radicalismo se decía que “a raíz de los fuertes compromisos de Julio con la izquierda, aconsejaron al presidente electo la inconveniencia de la charla”. En febrero de 2004, a veinte años de la muerte de Cortázar, Alfonsín descartó esa hipótesis: “Si aquella hubiese sido la lógica, ¿cómo se explica mi visita a Fidel Castro en La Habana, la recepción a Daniel Ortega o a Ernesto Cardenal, ambos exponentes esenciales de la revolución sandinista, la cooperación bilateral prestada a ambos países o la formación del Grupo de Apoyo a Contadora? Sólo puedo recordar lo difícil que resultaba en aquellas jornadas febriles para mí y mis colaboradores ordenar la cantidad de entrevistas y asuntos que nos devoraban cada minuto. Si para Cortázar fue una gran pena no llevar a cabo el encuentro, para mí resultó un real desmedro no poder contar en esos días con su visión de la realidad que estábamos viviendo. Me hubiese gustado expresarle el agradecimiento que sentíamos hacia él por su aporte a la cultura nacional y mundial y muy especialmente, por su respaldo comprometido en la lucha contra la dictadura”. El exilio de Julio Cortázar sigue, a más de treinta años de su muerte.

Fuente: laverdadonline.com

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