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Damien Cave
New York Times News Service

Distrito Federal.- En Estados Unidos existen pocos secretos en las bienes raíces. Los sitios de Internet han convertido casi todas las zonas habitacionales en grandes “open-house”, con espectáculos de diapositivas en Photoshop, tours en video e historial de precios, mientras que las celebridades, desde los de la categoría “A” a la “D”, abren con regularidad sus puertas a las cámaras de televisión y los fotógrafos de las revistas.

Pero en México, sólo los centros vacacionales son tratados así. Las casas en que viven los mexicanos ricos por lo general están rodeadas por rejas o muros que salvaguardan la privacidad de sus habitantes y los protegen de los intrusos. Y ningunas más ocultas que las residencias pertenecientes a narcos del país.

Se trata de lugares de leyenda. En las novelas mexicanas, así como en las películas, las viviendas de quienes son ilícitamente ricos e infames son sitios lujosos de mala fama, con baños hechos con oro, montículos de cocaína o efectivo tirados por ahí y muebles como del tamaño de tronos. En la imaginación pública, lo que podría llamarse “arquitectura” o “estilo narco” son chillantes excesos.

En realidad, sólo algo de esto es verdad. Como corresponsal de The New York Times en México, a menudo pasé tiempo intentando comprender los mundos bajo las sombras, desde la inmigración ilegal hasta las drogas, y entre más trataba de deducir cómo funcionaban las redes del crimen organizado en el país, más me preguntaba sobre las personas que las dirigían: ¿dónde viven, y cómo es de verdad su vida hogareña?

No se trata necesariamente del tipo de artículo sobre el cual se pueda reportear tocando puertas, aunque sí toqué algunas en Tijuana y Ciudad Juárez, en casos donde pude localizar las direcciones de incidentes bien conocidos y se había arrestado a figuras de la droga. También recurrí a funcionarios de la dependencia federal de subastas para que me ayudaran a entrar a varias casas incautadas en el Distrito Federal, todas ellas ocupadas recientemente por personas con vínculos conocidos o que se sospecha tenían vínculos con el crimen organizado (y en México, por lo regular eso significa drogas).

Delatan los avanzados sistemas de seguridad

Debida a que las autoridades habían decomisado los lugares apenas horas después de que sus ocupantes partieran –mientras que gran parte de mi recorrido tuvo lugar meses e inclusive años más tarde– con frecuencia me sentía como si estuviera metiéndome de hurtadillas en la versión mexicana de Pompeya: bajo capas de polvo, la sensación de vida cotidiana resultaba aparente de inmediato.

En conjunto, las residencias que visité constituían una combinación de estereotipo y discordancia. Los diseños y todos los objetos dejados atrás indicaban lo ridículo y lo banal, con toques que resultaban confundidores o trágicos. Había indicios obvios de jóvenes que ganaban demasiado, demasiado pronto, pero también hubo señales de vida familiar, peligro, aburrimiento y el evidente deseo de parecer sofisticado.

En un país tan transparente como una cortina gruesa y oscura, los domicilios de los narcotraficantes terminaron pasando la prueba de la realidad —una rara ventana hacia el mundo ilícito y personal de la cultura del delito en México.

De campesinos a bajás

Las drogas, como el petróleo, pueden producir montones de dinero con rapidez. Y en varias ciudades mexicanas, existen extensas casas con domos que poseen un toque árabe. La mansión en el desierto de Amado Carrillo Fuentes —un capo famoso por transportar cocaína en aviones jumbo, y por morir al fallar una cirugía plástica en 1997— ha sido llamada el Palacio de las Mil y Una Noches, por el libro de cuentos de Medio Oriente y el sur asiático que incluye el de Aladino y la Lámpara Maravillosa.

En poblaciones pujantes como Ciudad Juárez, ahora tales domos aparecen dondequiera que se encuentren a la venta los adornos de quienes avanzan en la escala social, sobre todo en malls y zonas habitacionales elegantes.

De hecho, aunque en México a menudo los detalles musulmanes han significado opulencia, algunos estudiosos de la cultura del delito mexicano dicen que los domos, o cúpulas, se han convertido en taquigrafía visual del perdurable atractivo del negocio de las drogas: ofrecen un medio para subir. Para muchos de los habitantes locales, el delito representa una meritocracia en un país de oligarquía y pobreza. Trabaja mucho, haz lo que hace falta, y un jefe del crimen organizado te recompensará con dinero, automóviles y responsabilidad.

“Encuentran en el mundo del narco todo lo que no pueden encontrar en ningún otro lugar”, dijo José Manuel Valenzuela, profesor de sociología en Tijuana en El Colegio de la Frontera Norte, un instituto de investigaciones. “No se trata nada más del dinero. Se trata del poder”.

Hacer alarde de dicho poder tenía más sentido durante los primeros años del auge en las drogas. En los 70 y 80, aún en los 90, construir como rey impresionaba a los reclutados y a la competencia. Pero con el tiempo, ahora que los conflictos entre los cárteles han aumentado, y que los gobiernos de México y Estados Unidos se han esforzado más por combatir el narcotráfico, los capos de la droga se han vuelto más discretos, adquiriendo viviendas ya construidas en vez que erigir de la nada obvias residencias ostentosas.

De hecho, la mayoría de las casas que visité difícilmente eran palacios. Muchas eran totalmente promedio y amenazadoramente útiles, incluyendo la vivienda beige de concreto conocida en Juárez como la Casa de la Muerte debido a las docenas de cadáveres que se localizaron ahí en el 2004.

Hasta en el extremo más lujoso de la gama, la mayoría de las casas podrían describirse mejor como de clase media alta. Apiñadas en agradables zonas habitacionales, generalmente eran viviendas de tres a cinco recámaras con una superficie aproximada de 270 metros cuadrados, sin encanto ni adornos exteriores. Lo que más delata a sus ocupantes: la escasez de ventanas que den a la calle y los mejores sistemas de seguridad que puedan adquirirse con dinero.

Imagine entrar a una mueblería y que le digan que tiene 60 segundos para elegir los muebles de 15 habitaciones. La mayoría de nosotros nos quedaríamos paralizados. Pero las casas de ciertos capos sugieren que tomaron decisiones muy rápidas. Como si dijeran, “deme uno de todo”.

En la casa más suntuosa que vi en el Distrito Federal, alguna vez ocupada por un importador de productos farmacéuticos acusado de conspirar con el Cártel de Sinaloa, las mesas barrocas se mezclaban con toques minimalistas de piel, alfombras orientales y una copia del “Guernica” de Picasso.

En una vivienda más modesta junto a un campo de golf, donde se habían subastado gran parte de los muebles, la última mesa que quedaba contenía una variedad de electrodomésticos y utensilios de cocina con diseños que no combinaban entre sí, todos supervisados por un alto ángel de cerámica.

Valenzuela me ayudó a comprender estos caóticos interiores: uno de los grandes mitos del mundo de las drogas, me dijo, es que la riqueza llega con facilidad.

“No es fácil, se tiene que arriesgar la vida”, dijo. “Es rápido”.

Y así parece ser como estos narcotraficantes gastaban su dinero: alocadamente, como si para irse de compras hubiera un plazo impuesto por una profesión peligrosa.

La oficina en casa

Alrededor del mundo entero, muchos narcotraficantes trabajan desde su domicilio, de manera que sus casas tienden a ofrecer una mezcla de negocios y vida cotidiana. Lo anterior fue especialmente cierto en la vivienda a desnivel de José Jorge Balderas Garza, también conocido como JJ, un lugarteniente confeso de Édgar Valdez Villarreal, la Barbie, un ex astro de fútbol en Texas que se convirtió en narco en Acapulco.

La residencia, en las caras colinas del norte del Distrito Federal, tiene recámaras en el piso superior ubicadas junto a la puerta principal. Abajo está la cocina, así como un comedor que ha sido convertido en amplio salón de pesas con espejos, el cual conduce a la sala dominada por el gran escritorio de madera que se encuentra en la esquina.

“Mire esto”, dijo mi guía turístico gubernamental cuando entramos.

Hacía aproximadamente un año que la policía había arrestado a Balderas, y el escritorio aún estaba cubierto con evidencia del trabajo de JJ: bolsas de plástico y ligas, fundas vacías de pistolas Glock. Dentro del escritorio había varias cajas de pastillas y líquidos recetados, incluyendo un fármaco de hormonas que con frecuencia se usa para hacer crecer los músculos.

Cerca, encima del escritorio, había dos chupones para biberón, una imagen incongruente dado que el piso de abajo era la caricatura de un apartamento de soltero, con luces negras, cortinas de terciopelo rojo, muebles con diseños de cebra, un bar e incluso una bola de luces disco.

Al parecer Balderas y sus escoltas partieron de prisa. En una mesa situada en medio de la habitación, había vasos whiskeros, junto con botellas vacías de Buchanan’s y latas vacías de Red Bull.

Pero también había indicios de lo que antropólogos como Howard Campbell de la Universidad de Texas en El Paso llaman evolución generacional.

Los jóvenes narcotraficantes como Balderas tienden a exhibir un gusto más cosmopolita que sus predecesores.

“Son orgullosos y son vanidosos”, dijo Campbell —como evidencia el maletín marca Montblanc que estaba cerca del bar del primer piso y el menú en el refrigerador de Shu, el restaurant de sushi cuyos clientes lo describen por Internet como “a la moda” y “demasiado caro”.

Noté el mismo menú en la barra de la cocina de un elegante apartamento en un alto piso que visité cerca de ahí. Aparentemente, algunos narcos prefieren ordenar a domicilio.

Consentir a los niños

En cierta casa situada en el Distrito Federal, un monstruo rosado de tres pisos con alberca bajo techo de vidrio, había tres cepillos de dientes tamaño infantil en uno de los baños, presuntamente todos para el hijo de Zhenli Ye Gon, el empresario chinomexicano arrestado en el 2007 por importar substancias prohibidas utilizadas a menudo para fabricar metanfetaminas. (Sigue diciéndose inocente, a pesar de que las autoridades encontraron pistolas y más de 200 millones de dólares escondidos en su casa).

Para mí, estos diminutos cepillos dentales resultaban obsesionantes, el tipo de detalle que subsistía, porque revelaba lo que vi en tantas de estas viviendas: una combinación no tan sólo de exceso y riesgo, sino también de vida familiar.

En la recámara principal, la fotografía escolar del niño y el dibujo de montañas que había hecho al cual agregó cariñosos mensajes para sus padres (“te quiero mamá, te quiero papá”) habían sido barridos hasta quedar en la misma pila que un estuche de Fabergé, el DVD de una película titulada “El Corruptor” y una jeringa. Un guardia de seguridad señaló la funda vacía de una pistola Beretta.

¿Cómo, me pregunté, podían unos padres exponer a sus hijos a un oficio tan peligroso? Pensé en Eduardo Arellano Félix, quien se encontraba en casa con su hija de 11 años durante el tiroteo en que fue capturado. ¿Pensó que alguna vez lo atraparían o matarían?

Valenzuela, el sociólogo, dijo que era precisamente lo contrario. Los niños constituyen una parte importante en la vida de los narcos, explicó, porque sus padres quieren que el legado continúe. Desean asimismo que la gente a la que quieren y en quien confían disfrute las cosas por las cuales ellos trabajaron.

“Los narcos son mucho más complejos de lo que piensa la gente”, dijo Valenzuela. “No son monstruos o extraterrestres de otro planeta. Poseen una gran parte de los mismos valores sociales que todos los demás”.

Tal vez. Pero el mundo mexicano del narco se ha vuelto mucho más despiadado en el transcurso de la última década. Durante los primeros años, había caprichos extravagantes, como la alberca en forma de guitarra que un capo construyó en Juárez en los años 80, y el castillo del tamaño de una casa que mandó hacer para las muñecas de su hija.

Pero hace largo tiempo que el carácter juguetón dio paso a una cultura de violencia incesante, con más de 47 mil personas asesinadas en los últimos cinco años. Aquella vivienda con la piscina en forma de guitarra y la casa de muñecas en la actualidad es un centro para terapias físicas sin fines de lucro, básicamente para niños discapacitados, muchos de ellos atendidos por heridas de bala.

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