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Tomás murió solitario

El legendario dirigente sandinista Tomás Borge.

Oscar Merlo

Imaginamos que la consternación es sincera ahora que falleció, pero lo cierto es que el comandante Tomás Borge se sintió muy solo en las postrimerías de su vida, al menos en términos de sus compañeros de la política, a la que abrazó con todas sus fuerzas.

La última vez que conversamos con él, hace unos dos años y medio, se quejó de la gente que rodeaba al presidente Daniel Ortega, a quien parecía apreciar de verdad.

Con Ortega su amistad tenía visos de sinceridad, pese a lo cual resentía el menosprecio de que era objeto de parte de otros miembros de la familia Ortega-Murillo. Lo vimos tomar su teléfono celular tratando infructuosamente de comunicarse con el mandatario nicaragüense.

¿Daniel… bloqueado?

“Lo tienen bloqueado”, comentó con rostro sombrío. Llamó a otros teléfonos del entorno del gobernante y obtuvo el mismo resultado. El aparato que usaba, modesto por cierto, timbraba y timbraba hasta que, fastidiado, lo puso sobre la mesa en la que se apoyaba mientras conversábamos.

“Esperate, vamos a dejar pasar unos minutos”, dijo. Volvió a llamar. Nada. Soltó una palabrota desde el rincón en el que se había acomodado y cuando se ladeó para poner otra vez –molesto- el teléfono en la mesa, se le vio en el costado izquierdo del abdomen una bolsa que parecía una colostomía.

Eran las diez y tantos de la mañana y nos había citado a las 10 en punto en Bello Horizonte, para conversar sobre un asunto personal motivado por la intervención de un ex colega de trabajo.

El asunto es que de repente nos vimos ahí, tocando a una puerta de sólida madera adornada con rejas metálicas a la que nadie respondía.

La contestación inesperada llegó a nuestras espaldas de la bulliciosa calle ubicada frente al Multicentro Las Américas. Una mujer de mediana edad que se había aproximado por detrás, preguntó qué buscábamos.

Escuchó nuestra explicación, nos miró con desconfianza y sacó un manojo de llaves de entre sus ropas. Abrió y desapareció dejándonos con un palmo de narices. Al rato salió con una sonrisa radiante y un: “Dice el comandante que pase y que lo espere”.

Un anciano lúcido y memorioso

Nos hicieron pasar a una estancia macondiana que habíamos conocido en sus mejores días. Paredes desnudas y despintadas, piso descuidado, techo que crujía y amenazaba con desplomarse con sus aleros rotos.

Tomás salió sin bañarse y apenas en calzoneta. Se sentó de inmediato al amparo de la mesa y desde ahí nos saludó con gran afecto de voces. Nos sorprendió que a sus casi 80 años no luciera arrugas, aunque la opacidad de sus ojos dejaba entrever las ocho décadas de su azarosa existencia.

Hacía varios lustros que no conversábamos con él, sin embargo, demostró mucha lucidez y gran memoria al recordar detalles que pensábamos intrascendentes para personas que llegaron a tener tanto poder como este comandante que ahora se volvió, inesperadamente, parte de las actividades del 1 de Mayo.

Ya no era el mismo

Se interesó por gente que conocíamos en común y lamentó que algunos hubieran “traicionado” a la Revolución… y a él. Después comentó que la pasaba aburrido y ante una pregunta nuestra, respondió que no pensaba retornar a Perú por el momento.

No era el mismo Tomás que habíamos conocido a inicios de los años 80, cuando los azares de la vida nos llevaron a trabajar cerca suyo. Entonces era todopoderoso, presumía de macho empedernido y eran muchas las historias que se contaban sobre esa su afición a los vuelos de las faldas.

Increíblemente conservaba intacto su tono de voz que para muchos era impostado por el inconfundible acento cubano de que hacía gala. Preguntó por la familia, por los hijos y habló de sus gemelos que vivían con la madre en la tierra de los incas.

Lo dejaron solo al perder el poder

Pero se sentía su inmensa soledad. Nadie lo acompañó durante nuestra plática, nadie le llevó agua ni ofreció café. Un mundo de distancia con aquél quinto piso del edificio “Silvio Mayorga”, donde cada gesto suyo era atendido por un ejército de colaboradores.

Muchos de los que ayudaron a “endiosarlo” lo dejaron en cuanto el FSLN perdió las elecciones en 1990. Los nacionales y muchos extranjeros que se disputaban sus atenciones en la década de los 80 del siglo pasado. Algunos visionarios locales trasladaron sus afectos al bando de Daniel Ortega. Vimos a extranjeros vender casas, carros y otras pertenencias y regresar a sus países cargados de dólares.

La última vez que hablamos con él frente a frente –después nos llamó varias veces por teléfono- se empecinó en comunicarse con Ortega sin lograrlo. “Él me recibe, con él no hay problema”, insistió a manera de justificación.

“Con Daniel, no hay problema…”

¿Es que hay distanciamiento?, nos aventuramos a averiguar. “Con Daniel no hay problema… es asunto de gente que de repente se ve con un gran poder y se enferma”. Puso el celular y soltó otra imprecación.

“Bueno, tengo un despacho con Daniel el lunes, sé que él me escuchará”, dijo. Sabemos que asumió con fuerza su gestión e incluso nos llamó la Nochebuena de 2009 para decirnos que todo marchaba bien. Le dimos las gracias y le dijimos que no se siguiera desgastando. Eran otros tiempos y otros los que mandaban en el país.

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