El otro fallo de La Haya
* Diario peruano realizó reportaje sobre el abandono en que ha vivido San Andrés desde antes del fallo de La Haya en 2012, que devolvió a Nicaragua más de 90 mil km cuadrados de mar Caribe. Gobierno colombiano no ha hecho mucho desde entonces para aliviar problemas de los raizales, emparentados genéticamente con muchas familias de nuestro Caribe sur.
Ramiro Escobar
larepublica.pe
San Andrés.- Un fuerte viento por esta parte del Caribe revuelve los pareos y toallas de los transeúntes. En las mesas de un restaurante que está frente al mar, y que ha cerrado sus ventanas por precaución, encuentro refugio y pregunto:
-¿Tiene algún plato de pescado?
-Sí, por supuesto.
-¿Qué pescado es?
-Trucha…
Juan Ramírez, el gerente de cocina del local, ha sido franco y ha respondido con cierta melancolía desde su talante raizal, la cultura negra asentada hace siglos en San Andrés, esta isla ubicada a 700 kilómetros de la costa continental colombiana, poblada de contradicciones, como esta de comer un forastero pez de río, frente al mar.
Sentencia lejana
No es el único signo de que algo ha pasado en esta tierra desde que el 19 de noviembre del 2012, hace 26 meses, el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya, el mismo que falló para resolver la disputa marítima que teníamos con Chile, emitió una sentencia que se percibió como fatal en San Andrés. Una calcomanía lo dice con claridad: “No aceptamos el fallo de La Haya”.
Esa decisión judicial lejana, tomada a miles de kilómetros, puso un poco de cabeza la vida diaria.
Hizo, según Juan y otros habitantes, que en las mesas aparezcan no sólo la trucha sino el salmón y hasta la insulsa tilapia, el denominado ‘pollo de agua’, por la facilidad con la que crece, se reproduce, se pesca y se sirve.
También acentuó un sentimiento de lejanía que los habitantes de esta porción de territorio colombiano ya albergaban, desde siglos atrás. Porque San Andrés es al país de la cumbia más o menos lo que es Loreto para Lima: una tierra lejana, a la que solo se puede ir en avión, a la que se admira pero no se comprende en profundidad.
Como nuestra Amazonía, ha sido nido de deseos de autonomía y hasta de independencia. Porque los raizales, descendientes de los esclavos que llegaron al archipiélago en el siglo XVII, formaron a partir de 1834, tras su liberación, una comunidad estable, con cultura propia y hasta con un idioma autóctono.
Philip Bekman Livingston Jr. hizo, además, algo justo y peculiar. Abolió la esclavitud, pero también les dio a los africanos que poblaban estas islas educación, tierras y posibilidades económicas.
Los cayos del mar
Los raizales, desde entonces, se dedicaron al cultivo y la exportación del coco, y a la pesca, una actividad que ya venían cultivando y que fue –y aún es– la gran fuente de sustento para estas islas casi felices. Hasta que, plum, vino el fallo de La Haya.
-Ya no sé a quién pertenezco –dice, con notoria molestia Alexis Brown, un miembro de la Cooperativa de Pescadores Sprat Bay–. Estoy confundido.
-¿La pesca no es la misma de antes?
-No. Ahora tenemos que hacer faenas más largas.
Está parado junto a su bote, cerca del restaurant que tiene la cooperativa, en una mañana en la que no ha podido salir a faenar porque la ventisca de ayer se ha vuelto más intensa y las autoridades lo han prohibido.
Según él, antes del fallo, para conseguir unas 200 libras de pescado le bastaban dos días. Hoy, afirma, él y sus compañeros tienen que hacerse a la mar una semana para conseguir esa cantidad o menos. Porque la sentencia le quitó a Colombia cerca de 75 mil kilómetros cuadrados de mar y encapsuló a algunos cayos (islotes). Los dejó sin mar.
Alexis hace un círculo en el piso, con un palito, para explicarlo. “Nos hemos quedado con la zona donde se crían los peces, pero Nicaragua tiene la parte donde ya se les pesca de grandes”.
¿Qué agita tanto a estos hombres de mar? Que todas las islas y cayos del archipiélago de San Andrés le pertenecen a Colombia, pero que el meridiano 82 ya no es el límite con Nicaragua. Por complicada añadidura, se encerró a cuatro cayos –Serranilla, Quitasueño, Bajo Nuevo y Serrana– en un curioso cinturón de tierra y mar.
Aguas del presente
En otras palabras: esos cayos siguen siendo colombianos, así como el mar que los envuelve, aunque solo hasta las 12 millas, una figura aceptada en el Derecho Internacional, pero que para estos pescadores es una fatalidad. “Si llegas al meridiano 82 te topas con los nicaragüenses y hasta te puedes ir preso”, dicen.
Hay, sin embargo, otras versiones sobre esa realidad que ellos describen como cruda. Según un reporte del diario El Colombiano, de abril del 2014, la pesca industrial no se ha visto muy afectada y, para demostrarlo, se cita el caso del barco Dracar 5, de la empresa Antillana, que fue hasta el cayo Quitasueño, a 190 kilómetros de San Andrés, sin problemas.
Pescó profusos kilos de langosta, un producto apetecido y que se encuentra en los restaurantes, mal que les pese a las truchas invasoras.
Como fuere, el gobierno colombiano, luego del fallo, montó un proyecto para asistir a la población de San Andrés. La idea era mejorar el abastecimiento de agua y el alcantarillado en toda la región, dejar un médico de planta en Providencia y Santa Catalina (las islas menos pobladas del archipiélago) y desarrollar la maricultura. Pero el encargado de esta iniciativa renunció en agosto del año pasado aduciendo falta de apoyo.
Si uno sale de la parte turística de este ‘destino’ –anhelado por viajeros colombianos y de todo el orbe–, se puede comprobar que, con fallo o sin él, esta isla y las otras necesitan una reingeniería económica y social. En principio porque hay mucha gente en relativamente poco espacio: unas 50 mil personas en poco más de 52 kilómetros cuadrados.
Esa sería la población de todo el archipiélago, según un censo oficial del 2013; un 90% está en San Andrés, donde hay hoteles y tiendas de ropa y artefactos de marca, debido a que desde 1953 es ‘puerto libre’, por decisión del dictador Gustavo Rojas Pinilla. A partir de ese momento, dicen los raizales, la isla dejó de pertenecerles como antes y se superpobló.
Cultura raizal
Las cifras sugieren que tienen algo de razón, pues hoy son sólo un 38% de toda la población, aun cuando su impronta cultural se siente profundamente en la isla. En las trenzas que llevan, al estilo jamaiquino, en las artesanías, en los productos de coco (como un licor harto espirituoso llamado ‘cocoloco’) y, por supuesto, en la pesca, un arte que practican por siglos.
Nuevamente Alexis se agita, mueve las manos, explica todo el drama que vive. En el fondo marino –donde hace unas horas he avistado una barracuda y un par de tortugas–, los corales, abundantes en esta zona, no se dan por enterados. El deslumbrante ecosistema que los envuelve luce, en la parte que habitan los hombres, revuelto, muy agitado.