El hotel de los muertos
El hotel Bolívar, en Lima, guarda entre su lujo decadente un pasado de historias trágicas que han impregnado sus estancias. Algo sobrenatural habita en él. Lo hemos vivido en primera personas.
Era una mañana como cualquiera en Lima, el cielo estaba encapotado con esa calima que cubre la ciudad y parece perpetua. Mi vuelo había llegado al aeropuerto Jorge Chávez. Era mi primer viaje a la capital del Perú. El camino hacia el hotel era una odisea. Vivíamos los años 80 del siglo pasado, cuando la delincuencia y la guerrilla de Sendero Luminoso dominaban el país.
El hotel Bolívar, un mítico cinco estrellas, me esperaba. En su inauguración, en 1924, fue denominado hotel Ayacucho, el rincón de los muertos, en quechua. Un nombre intrigante para un establecimiento situado en el centro de la ciudad.
Le cambiaron el nombre a Bolívar, en la Plaza del General San Martín, a un kilómetro escaso del palacio de Gobierno en la Plaza de Armas.
El hotel tenía un precio equivalente al de una pensión. Fue mi primera visita de más de treinta que he hecho.
Al entrar en la recepción te quedas impresionado. La clase y el dinero que se movió se ven por todas partes. Su cúpula central es tan espectacular como la de los grandes hoteles europeos de la época, su mobiliario, de primera, y hasta los azucareros o los cubiertos eran de plata auténtica.
Aquellos tiempos duros se notaban en el establecimiento hasta el punto de que en muchas ocasiones fui el único huésped en el mismo, como en mi primera visita. La plaza de San Martín era un hervidero de ladrones –los famosos “pirañas”–; muchos taxis ni te llevaban al centro.
Caminar solo por esos enormes pasillos pisando una alfombra de más de cuatro dedos de grosor era increíble. Sentías que alguien te seguía. Una especie de escalofrió recorría tu cuerpo… pero no había nadie.
El mobiliario de las habitaciones está en consonancia con el resto del hotel: mobiliario que en los años 40 sería de extraordinario lujo, pero que en los 80 se notaba que eran una reliquia poco útil por su falta de mantenimiento. El agua caliente, claro, no funcionaba.
La primera noche escuché ruidos y gente hablando por los pasillos, pese a ser el único huésped. Tenía una mochila sobre la cama. En mitad de la noche, me despertó un tremendo golpe: la mochila cayó al suelo, sin que nadie la tocase.
Nada sabía de los misterios del hotel, pero esa mañana en el desayuno charlé con uno de los viejos camareros y me contó su tétrica historia.
En la historia del establecimiento había ocurrido de todo. Por ejemplo, un suicidio: la mujer saltó por la ventana de la sexta planta, en la habitación 666, que dio origen al fantasma de “la gringa”, que confesaban encontrarse los empleados bailando en los solitarios salones del hotel.
Una noche, el jefe de seguridad, que terminó siendo un gran amigo, me contaba que escuchó ruido en las últimas plantas, que llevaban años cerradas al público. Subió y encontró a un señor mayor con uniforme de camarero. Le preguntó su nombre y le obligó a abandonar la planta. Bajó a personal y preguntó por este empleado, para sancionarle. La respuesta fue que una persona con esos datos trabajó en el hotel… y falleció en 1936.
Todo esto no hizo más que aumentar mis ganas de subir a las plantas cerradas. Lo hice acompañado del director de seguridad. No había luz y caminábamos con linternas. Los ruidos eran infernales. Las fotos salían llenas de luces inexplicables. Los descensos de temperatura al pasar por ciertas habitaciones te estremecían el cuerpo. La brújula bailaba sin rumbo.
Entre la suciedad y el abandono de aquellos habitáculos había algo, algo que se escapaba de cualquier explicación razonable. Iba caminando delante con la linterna cuando me giré y vi que el jefe de seguridad no venía. Se había marchado. Aquello era superior a sus fuerzas. Prefiero no especificar lo que tardó un servidor en salir corriendo…
Muchas fueron mis visitas posteriores a las habitaciones cerradas del Bolívar, algo hoy imposible, pues cerraron el acceso, pero esta primera no la olvidaré nunca. Muchas veces fui con gente y no les decía nada. Todos sentían cosas extrañas en sus habitaciones: radios que se encendían solas, golpes en la puerta en mitad de la noche de entes invisibles…
No cabe duda de que se trata de uno de los lugares más enigmáticos de América. El lujo decadente y lo que se ha fraguado en aquellos salones; las alegrías, las penas, la muerte y la felicidad corrieron por los pasillos de este hotel… una muerte y una felicidad que aseguro que no han abandonado estos pasillos.