El pleito de los Papas
La iglesia católica romana vive una de las crisis más severas de su historia por los escándalos de pederastia y por su encubrimiento de parte de los obispos y del papa Juan Pablo II. La institución protegió durante décadas a sacerdotes y religiosos pederastas y maltratadores, política que puso en duda la calidad moral de la jerarquía y la confianza en la estructura eclesial.
A propósito de la pederastia se enfrentan dos grupos al interior de la Iglesia: los que quieren el secreto y seguir protegiendo a sacerdotes y obispos, sin importar sus crímenes, y los que abogan por la transparencia y la rendición de cuentas. Ambos grupos se parecen en que carecen de ideas progresistas y renovadas visiones teológicas, pero tienen posiciones distintas ante el compromiso de la ética pública.
El encubrimiento de Juan Pablo II
La política de Juan Pablo II frente a los sacerdotes pederastas se hizo evidente en una afirmación candorosa y terrible del cardenal Dario Castrillón, uno de sus colaboradores más cercanos. Durante un homenaje al pontífice en la Universidad Católica de Murcia, el pasado mes de abril, Castrillón dijo que en 2001 había enviado una carta de felicitación al obispo francés Pierre Pican por no haber denunciado ante la autoridad civil a un sacerdote pederasta que después fue condenado a 18 años de cárcel. Aquel reconocimiento, dijo el cardenal Castrillón, había tenido el visto bueno de Juan Pablo II, quien lo autorizó “enviar la carta a todos los obispos del mundo”.
La carta del cardenal Castrillón decía: “Lo has hecho muy bien y estoy encantado de tener un compañero en el episcopado que, a los ojos de la historia y de todos los obispos del mundo, habría preferido la cárcel antes que denunciar a su hijo sacerdote”.
El obispo Pican fue condenado a tres meses de prisión por encubridor. El testimonio de Castrillón, quien durante una década fue prefecto de la Congregación para el Clero, es revelador de la política de aquellos años.
Durante todo su papado, el tercero más largo en la historia, Juan Pablo II se caracterizó por tratar de esconder los casos de los pederastas, el más llamativo de los cuales fue el de Marcial Maciel, y alentó a los obispos para que hicieran lo mismo. Nunca reconoció los hechos ni las denuncias. Tampoco pidió perdón a las víctimas y se negó a recibirlas. Ésa fue su política en la materia durante 26 años de papado. Para llevarla adelante contó con el apoyo de su equipo cercano, influyente todavía en la Curia Romana: Angelo Sodano, secretario de Estado; Eduardo Martínez Somalo, camarlengo papal; Stanislaw Dziwisz, secretario personal y Darío Castrillón.
Todos ellos, como lo ha probado el periodista estadunidense Jason Berry, recibieron cuantiosas cantidades de Maciel en forma de “donativos”. Ahora se sabe que el único que no se dejó sobornar por los Legionarios fue el cardenal Joseph Ratzinger.
La disputa vaticana
Ratzinger era, sin duda, un hombre apreciado por Juan Pablo II, pero a medida que surge información se pone en claro que había tensión entre Ratzinger y los otros miembros del entorno papal. La fuerte respuesta vaticana a las afirmaciones de Castrillón la hace evidente. El portavoz de Benedicto XVI, el jesuita Federico Lombardi, aclaró de inmediato que ésa no era la posición oficial y dijo que había sido “muy oportuno” el cambio de competencia en el Vaticano para ver los asuntos de pederastia, es decir, el paso del manejo de esos asuntos de manos de Castrillón a las de Ratzinger.
La carta de Castrillón al obispo Pican es del 8 de septiembre de 2001. Meses antes, el 30 de abril de 2001, el Papa había firmado la carta apostólica Sacramentorum sanctitatis tutela, que obligaba a transferir los casos de pederastia a la Congregación para la Doctrina de la Fe, responsabilidad de Ratzinger. Ratzinger envió el 18 de mayo la carta De delictis gravioribus a todas las diócesis del mundo, donde explicaba y agilizaba las normas de actuación, pero mantenía el “secreto pontificio”, para impedir que cualquier otra persona conociera de las investigaciones.
La nueva función de Ratzinger y el contenido de la carta se interpretaron como que él se convertía en la “tapadera” oficial de la Iglesia, para evitar que se conocieran los crímenes de los sacerdotes pederastas. Surge ahora otra interpretación: ésa fue la manera que Ratzinger encontró para “arrebatar” a los otros miembros de la Curia Romana el manejo del problema.
El activismo de Ratzinger meses antes de la muerte de Juan Pablo II se hizo muy evidente. Unas semanas antes dirigió el tradicional viacrucis de Semana Santa en Roma. En la novena estación, al comentar la tercera caída de Jesús, dijo: “¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia!”. Él también se hizo cargo de la homilía que abrió el Cónclave para elegir al nuevo Papa. Planteó ahí las líneas maestras de lo que sería su papado si era elegido.
Muchos vaticanólogos señalan que si bien Ratzinger llegó con mucha fuerza al Cónclave que habría de elegirlo Papa, sus intervenciones en el viacrucis y la homilía resultaron fundamentales para que los cardenales se decidieran por él. Los convenció de que tenía la solución a la crisis moral de la Iglesia y a los problemas que la acechaban. El 19 de abril de 2005 los cardenales, más pastores que teólogos, eligieron al alemán como sucesor de san Pedro. Era el único de los 114 cardenales electores que había sido nombrado por Paulo VI y no por Juan Pablo II.
Son cada vez más los que piensan que Ratzinger es conservador, intransigente, inquisidor, pero no deshonesto, como muchos de sus colegas curiales que se habían dado a la tarea, con apoyo de Juan Pablo II, de esconder los casos de sacerdotes pederastas y de invitar a los obispos a que no los denunciaran a las autoridades civiles. Al inicio del papado de Benedicto XVI, el vaticanólogo de La República, Marco Politi, aseguró que de inmediato había enfrentado la resistencia de los funcionarios curiales que desde hacía años bloqueaban el funcionamiento de la Santa Sede en medio de la disputa interna por el poder.
La constante fuga de información de la Curia es, dicen los vaticanólogos, una reacción al malestar que provocan las decisiones y declaraciones de Benedicto XVI, que atentan contra una cultura y una manera de actuar. A los curiales romanos, defensores a ultranza del poder de la institución, les molesta que el Papa reconozca los problemas, los errores y la culpabilidad de la Iglesia. Roma vive una lucha tensa entre el grupo fiel a Juan Pablo II y el que Benedicto XVI intenta constituir con base en una docena de funcionarios curiales y el jesuita Lombardi, su portavoz.
El caso Maciel, que Ratzinger conoció a inicios de 1999, es clave en esta historia. A la acusación de los años cincuenta por abusos sexuales se añadió, como agravante, que Maciel dominaba la conciencia de sus víctimas mediante la dirección espiritual. Como sacerdote, Maciel había “absuelto” en confesión a sus seminaristas del “pecado” que habían cometido después de ser abusados por él mismo. En 1998 los delitos sexuales habían prescrito, pero no el de la “absolución del cómplice”, una de las mayores faltas del Código Canónico: una violación al sacramento de la confesión y como tal una acción sacrílega.
Ratzinger, académico e intelectual conservador congruente con la ortodoxia, estaba convencido de las acusaciones porque las pruebas eran abrumadoras, pero decidió que no se podía enfrentar a Maciel, dada la relación de éste con Juan Pablo II, forjada a partir del dinero que el mexicano le conseguía para financiar la lucha contra el comunismo. Algunos vaticanólogos dicen, dándole el beneficio de la duda, que Ratzinger sabía que si actuaba obtendría de inmediato el rechazo del polaco. Esperó, entonces, que llegara su momento, que llegó, desde luego, cuando fue nombrado Papa. Lo demás ya se conoce.
El papado de Benedicto XVI
El cardenal Ratzinger estuvo a la cabeza de la Congregación de la Doctrina de la Fe por 24 años. Fue el “gran inquisidor” de los teólogos progresistas a quienes combatió sin tregua, lo mismo que su pontífice, pero hay evidencias de que tiene una posición distinta a la de Juan Pablo II en la lucha contra la pederastia.
Es Ratzinger quien se ha enfrentado a los miembros de la Curia Romana para cambiar radicalmente la manera de tratar el problema. Todo indica una voluntad real no sólo de deslindarse del pasado sino de entrar a una nueva etapa. Algunos especialistas hablan de una lucha en “solitario” contra una Curia refractaria llena de burócratas que no están dispuestos a cambiar ni a ceder sus concepciones y privilegios.
La estrategia de Benedicto XVI tiene tres elementos: reconocer el problema y ventilarlo; entablar cooperación con las autoridades civiles; acercarse a las víctimas y darles la razón. Todo en un nuevo lenguaje que no tiene miedo a llamar a las cosas por su nombre. El Papa habla sin ambages de los crímenes de los sacerdotes pederastas rompiendo con el tradicional lenguaje curial.
Él y su portavoz han estado en la primera línea de la lucha interna por hacer valer la nueva posición. Los dos, no la Secretaría de Estado a cargo del cardenal Tarciso Bertrone, son los que fijan la posición del Vaticano sobre ese tema. El Papa ha planteado lo que piensa en un texto fundamental, la carta a la Iglesia irlandesa de marzo 20 de 2010, que vale para toda la catolicidad, y en declaraciones en sitios y momentos precisos.
La carta reconoce la gravedad de los delitos y la respuesta inadecuada que han recibido de las autoridades eclesiales y afirma, en referencia directa a los obispos, que “en particular hubo una tendencia, motivada por buenas intenciones, pero equivocada, de evitar los enfoques penales de las situaciones canónicamente irregulares”. Y agrega:
No se puede negar que algunos de ustedes y de sus predecesores han fallado, a veces lamentablemente, a la hora de aplicar las normas del derecho canónico sobre los delitos de abusos a niños. Se han cometido graves errores en las respuestas a las acusaciones. Se cometieron graves errores de juicio y hubo fallos de gobierno. Todos esto ha socavado gravemente su credibilidad y eficacia.
A los sacerdotes pederastas les dice: “Deben admitir abiertamente su culpa y someterse a las exigencias de la justicia”. Establece, por lo mismo, la necesidad de una acción urgente para contrarrestar los efectos “trágicos para la vida de las víctimas y sus familias, que han oscurecido tanto la luz del Evangelio, como no lo habían hecho siglos de persecución”. A los obispos y sacerdotes asegura que “sólo una acción decisiva llevada a cabo con total honradez y transparencia restablecerá el respeto del pueblo irlandés por la Iglesia…”. En la carta anuncia que ha ordenado investigar a todas las diócesis donde se han registrado casos de sacerdotes que abusaron de menores. Es, aunque a destiempo, la primera vez que un Papa publica un texto centrado en el tema.
El canonista italiano Filippo di Giacomo sostiene que esta reprimenda a los obispos irlandeses tiene consecuencias inmediatas para interpretar el contenido del canon 401, artículo 2, que dice: “El obispo diocesano que, por enfermedad o grave causa, resulte no idóneo para ejercer el ministerio, es vivamente invitado a renunciar a su puesto”. Queda ahora claro que la pederastia y su encubrimiento constituyen ya una “grave causa”. El Papa se ha valido de ese canon para pedir la renuncia de algunos obispos implicados.
Un sector de la jerarquía y muchos miembros de la Curia Romana no terminan de aceptar la realidad y culpan a los medios de comunicación de la crisis que hoy vive la Iglesia. El Papa les ha salido al paso al tiempo que se deslinda del pasado. Este mayo, en el avión que lo llevaba a Lisboa en su visita a Portugal, dijo a los periodistas que lo acompañaban:
Los ataques al Papa y a la Iglesia no sólo vienen de fuera sino que el sufrimiento de la Iglesia viene justo del interior de ella, de los pecados que existen en la Iglesia […] la mayor persecución no viene de los enemigos de fuera, sino que nace del pecado dentro de ella.
Al portavoz del Papa, Federico Lombardi, le ha tocado también definir la nueva estrategia papal. En un congreso sobre comunicación, celebrado en abril pasado en el Vaticano, planteó: “Es hora de la verdad, la transparencia y la credibilidad… El secreto y la discreción no son valores que hagan un favor a la mayoría”, y reiteró que la situación por la que atraviesa la Iglesia “es extremadamente exigente y nos pide que seamos absolutamente creíbles y verdaderos”.
Luego, en una intervención en Radio Vaticano para anunciar el viaje del Papa a Malta, en mayo pasado, Lombardi sostuvo:
El Papa está dispuesto a reunirse con más víctimas… y, además, es necesario proseguir la colaboración con las autoridades civiles, competentes en los planos judicial y penal, teniendo en cuenta las especificidades jurídicas y de circunstancias en los diferentes países [y aseguró que esa] es la única forma que nos permitirá restablecer un clima de justicia y de plena confianza en la institución eclesial.
Al referirse a las víctimas planteó que “sobre todo hay que buscar la verdad y la paz para los ofendidos”. Ya en Malta, después de la reunión del Papa con ocho víctimas, el portavoz dijo a la prensa que Ratzinger les había asegurado que la Iglesia
está haciendo y hará todo lo que esté de su parte para investigar las acusaciones, para llevar ante la justicia a los responsables de los abusos y para implementar medidas efectivas diseñadas para proteger a la gente joven en el futuro.
El doble crimen
La crisis de la iglesia apostólica romana es producto de hechos sucedidos en los últimos 60 años, pero que hasta ahora se conocen. A la gravedad de los abusos se añade, doble crimen, la protección dada por las autoridades eclesiales a los sacerdotes pederastas bajo el absurdo argumento de evitar el escándalo. Algunos obispos, con honrosas excepciones, trataron de esconder el problema, lo cual permitió que estos clérigos y religioso siguieran abusando de sus víctimas. La actuación de la Iglesia jerárquica no tiene justificación alguna. Los sacerdotes pederastas y los obispos que los protegieron deben ser juzgados por las autoridades civiles.
El jesuita español Juan Masiá, profesor de bioética en Osaka (Japón), sostiene:
En el debate reciente de los casos de abusos sexuales por parte de clérigos o religiosos, el punto central es, a mi parecer, el del ocultamiento, apelando por una parte a la conciencia de algunas personas para imponer silencio y pagando el silencio de otros de diversas maneras. Este silencio inmoral es muy distinto al silencio ético de quien guarda un secreto profesional, por ejemplo, un abogado, un médico o un sacerdote al respetar la privacidad del cliente.
Dentro de la Iglesia forcejean dos tendencias con relación a la pederastia y sus secuelas: la que privilegia el ocultamiento y se niega a cooperar con las autoridades civiles, y la que sostiene la necesidad de transparencia, rendición de cuentas y cooperación con las autoridades civiles. Los hechos demuestran que Benedicto XVI es quien impulsa la segunda iniciativa. Están ahí sus declaraciones, pero también la suspensión de sacerdotes y obispos. Es probable, que ante la gravedad de los hechos, el Papa se haya visto obligado a tomar esa decisión. Algunos vaticanólogos plantean que no tenía otra alternativa.
Se puede criticar al cardenal Ratzinger por no haber actuado con decisión cuando estuvo a cargo de la Congregación para la Doctrina de la Fe. De eso no hay duda, pero ahora es evidente que definió con claridad su posición y trabaja a favor de ella. Con su actuación está logrando romper el secretismo, que es la forma en la que siempre han actuado los burócratas de la Curia Romana. El problema que enfrenta la Iglesia remite al tema de la ética pública, a la honradez que se pide a todo el que ejerce una función institucional, sea civil o religiosa.