Narcotráfico: una mirada al caso colombiano
* Gobiernos dejaron crecer a Pablo Escobar y a otros capos, mientras miraban hacia otro lado
Eduardo Mendizábal Salinas
Medellín es la capital y mayor ciudad del departamento de Antioquia, en Colombia, y la segunda más poblada de aquel país. Está situada en la región natural conocida como Valle de Aburrá, en la cordillera central de los Andes. Allí me tocó asistir –hace un par de años- a un evento del sector eléctrico colombiano en calidad de periodista invitado.
La oportunidad fue propicia y ahora la traigo a colación, para conocer, a través de una funcionaria adscrita a la organización de aquel evento, al padre de ésta, un policía jubilado con un alto rango y muchos honores, porque fue un elemento clave para acabar con la vida de Pablo Escobar Gaviria, en coordinación con la DEA estadounidense.
En aquella extensa charla, acompañada de un aromático café colombiano, fue interesante recordar –en palabras del anónimo oficial- el caso de ese país que, por su proximidad al nuestro, nos otorga elementos para reflexionar acerca del riesgo que pende sobre Bolivia, debido a la cada vez más creciente presencia del narcotráfico y los temibles cárteles.
Colombia ha fingido tardíamente descubrir la naturaleza del fenómeno del narcotráfico. En la década de los años 70, los vastos campos de marihuana de la península de Guajira no le parecían a nadie una enfermedad vergonzosa, sino al contrario, una ganga oportunamente atrapada por hábiles negociantes.
Luego hizo su aparición la cocaína. Primero discretamente, hacia 1975, con pocos cultivos, porque el terreno se presta mal. Pero hay refinado. Los laboratorios de «nieve”, indeseables en el Chile de Pinochet, aprovecharon el ambiente laxo para implantarse, parte en la llanura de los límites amazónicos, parte en las montañas que rodean Medellín.
La actividad fue marginal durante un tiempo. Cada año salían unos centenares de kilos de esas instalaciones improvisadas y las «mulas” los pasaban a Estados Unidos en paquetes de dos o tres kilos en maletas de doble fondo.
Entre esas «mulas” estaba un tal Pablo Escobar Gaviria, exasesino a sueldo de Medellín –y muy ambicioso- que no vegetaría mucho tiempo en la parte baja de la escala. Con algunos amigos tan emprendedores como él –José Luis Ochoa Vázquez, Carlos Lehder Riva, José Gonzalo Rodríguez Gacha– va a crear el cártel de Medellín.
Al mismo tiempo en la ciudad rival de Cali, se constituye otro polo en torno a Gilberto Rodríguez Orejuela y José Santa Cruz Londoño. Salvo el afán de lucro, todo separa a ambos grupos. Los campesinos de Medellín, brutales y llamativos, contrastan con los discretos calinenses.
El Gobierno deja que se constituyan esas dos potencias sin rechistar. Mientras Escobar acrecentaba su hacienda, ramificaba sus relaciones con las mafias receptoras de México o Miami, los gobiernos de Colombia miraban a otro lado.
Envigado, la ciudad que Escobar convirtió en su fortín personal y en la vergonzosa vitrina de exhibición de su «populismo” caudaloso, era la ciudad donde brotaban clubes deportivos, casas en lugar de chabolas (chozas). Un día un periódico la llamó «el Mónaco de Colombia” y desde ese día ese pueblo socorrido por aquel Midas sórdido adoptó tal título.
Eran los tiempos en que Escobar merodeaba diputados, infiltraba a la Policía, cenaba ostentosamente con algunos jueces y se jactaba de tener en su plantilla secreta a más de un periodista relevante. Pero los gobiernos de Colombia seguían mirando hacia otro lado. Siguieron haciéndolo incluso cuando Escobar, que ya compartía territorios y jurisdicciones criminales con los Lehder, los Ochoa, los Galeano o los Moncada, decidió, en la borrachera de un poder, sin trabas, irrumpir en la política. Años más tarde, su muerte fue un duro golpe para el «narcopoder”.
Buen ejemplo el colombiano y para tomarlo en cuenta, porque es muy cierto aquello de que «no hay más ciego que el que no quiere ver”.