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La nostalgia como único equipaje

Cuando menos lo pensamos, la vida nos lanza como hojas en el viento. Terremotos, guerras, huracanes, maremotos, corrupción generalizada, falta de oportunidades. Sobran los motivos para dejar el lar patrio y arrojarse a la difícil aventura del autoexilio.

No es sencillo alejarse y dejar atrás todas aquellas cosas que conformaban nuestra vida. Es duro convivir con la nostalgia y los recuerdos como tenaces compañeros que se niegan a dejarnos, incluso en los momentos de alegría en extrañas tierras.

Marilena Castillo Gil es una del más de un millón de nicaragüenses que han tenido que marcharse del país. Es una periodista que laboró algunos años en el Ministerio del Interior y en radio Pancasán, y que hoy se atreve a contarnos su vida en una crónica cargada de dramatismo y retazos de la historia que vamos haciendo a cada paso que damos.

Marilena Castillo

Marilena Castillo con su familia del país vasco. Ella es la que está atrás, a la izquierda de la fotografía.

Dos días después de conocer el resultado de las elecciones de marzo del 90, mi compañero, que en ese momento trabajaba en el hospital de Jinotega como traumatólogo, recibió la invitación de un colega jinotegano para que formara parte de un equipo médico que trabajaría en un policlínico privado. Consideraba que la experiencia de Juan como cirujano de guerra sería de gran beneficio, principalmente económico claro, para el servicio de traumatología.

Juan, que había llegado desde Euskadi impulsado por la solidaridad, se quedó helado ante tal ofrecimiento. Su respuesta fue contundente: «yo no he cruzado el charco para hacer dinero atendiendo a los ricos de este país». Y así surgió la idea de venir a Europa. Para Juan, la única atadura era la familia que habíamos formado y de la que no quería separarse.
Yo estaba tan decepcionada por la opción política de la mayoría de los nicaragüenses, que sin meditar en las consecuencias le dije que nos veníamos con él. Como ves, fue más bien el arrebato provocado por una inmensa decepción amorosa, porque yo estaba y sigo estando perdidamente enamorada de la revolución del 79.

Los duros días de la derrota electoral

De todas formas teníamos que salir rápido de Jinotega. Habían empezado a amenazar a quienes, según la Contra, habían colaborado con el sandinismo. Juan, como médico en Apanás y yo como periodista de radio Pancasán, éramos un objetivo.

Aquellos días fueron muy duros. Los médicos del hospital de Apanás tenían que garantizar la protección de los heridos que aún permanecían ingresados y coordinar su evacuación lo más rápido que permitía la gravedad de las lesiones de cada paciente. Por eso debían permanecer reconcentrados en el hospital.

Así las cosas, yo tenía que encargarme de la protección de mis hijos. Una familia vecina nuestra y con la que compartíamos un gran cariño, nos alojó en su casa, un lugar seguro porque de todos era conocida su posición contraria a los sandinistas. En cierto modo justificada, porque toda su vida se habían dedicado al pequeño comercio de granos, actividad que luego se convirtió casi en un delito.

La madrugada que mis hijos y yo salimos de Jinotega no se me olvidará en la vida. Don Abel y su hijo nos llevaron hasta Matagalpa en su camioneta. Como único equipaje nos llevamos algo de ropa y algunos juguetes de los muchachos, el resto de trastos que acumulábamos en nuestra casa, los regalamos entre los vecinos.

Un bolsillo secreto en pantalón ajeno

Además de la integridad física de mis hijos, me preocupaba el dinero que llevaba en efectivo. Eran nuestros ahorros y con ellos pensábamos comprar los billetes de avión para Europa. Ante el peligro de encontrarnos en la carretera con algún reten de la Contra, doña Miriam, la mujer de don Abel y una maravillosa costurera, la víspera preparó un bolsillo secreto en el pantalón de su marido en el que escondieron nuestros cuatro centavos. Los dos hombres no se separaron de nosotros hasta que salió el bus rumbo a Managua.

Nuestra partida a Euskadi la organizamos muy rápido, en menos de un mes teníamos todo listo.

Todavía hoy, después de 20 años, se me pone un torozón en la garganta cuando me acuerdo del momento en el que cerré la puerta de casa y le entregué la llave a una de mis hermanas. Entre aquellas paredes se quedaban cuatro trastos viejos y mil y una vivencias.

La muerte de mi hijita, el nacimiento de Larrun, los primeros dibujos de Tamara decorando puertas y paredes, las jornadas compartidas con los amigos alrededor de la mesa … Años de mi vida con sus lágrimas y alegrías.

La verdad, no fue una despedida alegre. Recuerdo a mi hija Tamara que con sus seis añitos no sabía cómo preguntar qué era aquello que tenía tan nerviosa a su familia, así que se aferró a una almohadita que le había hecho mi hermana Nidia hacía algunos años, y que no soltó hasta que llegamos a nuestra nueva casa y pudo dejarla en la que en adelante sería su cama.

Arribo al país vasco y el llanto solidario

Nuestra llegada a Hondarribia fue muy emotiva. La solidaridad de Euskadi con la revolución sandinista se remonta a antes del triunfo. Primero aportando dinero para la guerrilla y luego con el triunfo a través de las brigadas internacionalistas que se dispersaron por toda la geografía de Nicaragua, implicándose de lleno en aquella aventura.

El día de los comicios, en infinidad de pueblos se organizaron cenas populares para esperar despiertos los resultados electorales. Al conocer la derrota del Frente lloraron, lloraron mucho. Cuando nosotros llegamos, casi dos meses después, continuaban llorando.

Nosotros nos convertimos en embajadores involuntarios de la revolución perdida.

Cuando anunciamos a los padres de Juan nuestra decisión de venirnos, inmediatamente nos dieron todo su apoyo y la primera cosa fue ofrecernos un semi sótano que tenían en una casa que recién habían comprado.

Nosotros aceptamos corriendo sin saber que como no era habitable, eso significaba que a partir de ese momento la familia y los amigos de Juan empezaban una carrera contra el tiempo. Tenían sólo un mes para convertir aquella bodega en la casita acogedora que nosotros encontramos, tarea en la que, con el paso de los días, se fue implicando más y más gente.

No descuidaron ni el mínimo detalle. Lo más bonito de la casa era el cuarto de los niños. Juguetes adornando todos los rincones, una librería llena de libros de cuentos, el armario lleno de ropa bien organizada…Toda esa solidaridad y esa gran acogida nos ayudo a aterrizar.

El dolor por la decisión tomada

Una vez que la supervivencia quedó resuelta, los niños empezaron la escuela. Juan encontró trabajo como pescador en uno de los barcos atuneros del pueblo y yo en la pizzería del pueblo como camarera.

Me quedó tiempo para pensar en las consecuencias de mi decisión, porque aunque aquí estaba rodeada de gente estupenda, mis afectos de toda la vida se habían quedado en Nicaragua, mis hijos crecerían lejos de sus tíos y primos, además de ajenos a nuestra cultura. Y entonces en un rinconcito ubicado entre el corazón y el estómago, empezó a crecer la tristeza que me ha acompañado durante estos 20 años.Echo en falta la vida cotidiana con mi familia y siento morriña de la Nicaragua rojinegra de los años de la revolución y de la que no he encontrado ni rastro en mis dos únicas visitas.

Paradójicamente, la distancia ha hecho que cada día me sienta más nicaragüense y si de algo me siento orgullosa, es de haber conseguido que Tamara y Larrun se sientan euskaldunes y nicaragüenses.

Económicamente hablando, la vida aquí es tan difícil como en cualquier parte del mundo. A eso se suma que los pobres somos inmigrantes en cuanto salimos de nuestro país, los ricos son turistas.

Yo he tenido la suerte de caer en un sitio en el que aún hay gente que sueña, cree y lucha por la justicia. Yo me he pegado a ellos y así consigo no sentirme tan lejos de la Nicaragua, Nicaragüita, la flor más linda de mi querer.

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