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Rubén Darío en Navalsauz

Rubén-y-FranciscaJuan Torres
Vozpópuli

Navalsauz es un pueblecito abulense sito en las primeras estribaciones de la sierra de Gredos, en un territorio híspido y cetrino, paupérrimo y hermoso, un fragmento de la Castilla miserable que tanto impresionaba a los no castellanos antes de que las subvenciones de la Unión Europea lo convirtieran en un espacio turístico y ocioso desprovisto de épica. Tan pequeño es Navalsauz, con su medio centenar de habitantes, que ni siquiera tiene ayuntamiento propio sino que está integrado en el de San Martín del Pimpollar, un enclave cercano no mucho mayor ni mucho más vistoso.

Navalsauz se encuentra a cincuenta y cuatro kilómetros de la capital de la provincia y, según Google, que de esto sabe mucho, es un recorrido que se hace en poco más de cuarenta minutos. Qué cosas. Hace apenas cien años se tardaba algo más.

El primer sábado de octubre de 1897, el escritor nicaragüense Rubén Darío, con algo más de treinta años y ya considerado el Príncipe de las Letras Castellanas, llegó a la estación de Ávila tras un lento y fatigoso viaje en el destartalado ferrocarril que transitaba por la sierra de Guadarrama. Al parecer -no dispongo de pruebas documentales para esta afirmación- hizo tiempo tomando un carajillo en la estación hasta que aparecieron dos hoscos campesinos. Montaban en burros y llevaban uno más para el escritor. Ataviado con un excelente traje de la mejor calidad -forro de seda roja en la chaqueta, corbata delicada- se subió al asno y bromeó con sus acompañantes: «Una pena que sea la Romería de la Virgen del Rosario y no Domingo de Ramos. Hubiera sido mi particular entrada triunfal». Pasaron todo el día en ruta atravesando un árido paraje de granito y piornos -el Puerto de Menga, aún hoy, es un tramo imponente y peligroso-, alternado por modestos sembrados de trigo, cebada y vid. A Rubén aquel terreno le recordaba la dureza de la vida campesina centroamericana, pero el paisaje nada tenía que ver. Tuvieron que hacer noche en una venta, a mitad de camino, en la que cenaron un guiso de cabrito y bebieron vino en bota. El domingo siete de octubre, fiesta de la Virgen del Rosario, llegaron a Navalsauz y allí, en una ceremonia tradicional y simple, conforme a la costumbre, el poeta pidió la mano de Francisca Sánchez, la joven con la que convivía desde dos años antes y con la que aún compartiría -sin pasar por el altar- doce años más, prácticamente hasta su muerte.

Una presentación televisiva

Quién era Francisca Sánchez y qué circunstancias la hicieron encontrarse con el más grande escritor modernista de lengua española -este sí, verdaderamente moderno- es asunto que no les voy a desvelar yo aquí porque cometería un imperdonable pecado de espóiler y reventaría el argumento que su nieta, Rosa Villacastín, en colaboración con Manuel Francisco Reina, acaba de desarrollar en detalle en el recién publicado libro La princesa Paca.

La presentación del libro fue, en sí misma, un espectáculo desacostumbrado. Ustedes saben que las presentaciones de libros me irritan de manera particular, como me irritan las liturgias sedimentadas y secas en las que se cumple el ritual sin convicción ni entusiasmo. Este caso fue diferente. Rosa Villacastín, televisiva ella como la que más, se supo rodear de otras dos monstruas de la televisión rosa, María Teresa Campos y Ana Rosa Quintana, para componer una mesa camilla de magazine televisivo y honrar así a la abuela Paca con las mejores armas del marujeo de calidad. Les diré más: contra los que algunos afirman, el lenguaje televisivo, en cuanto sintaxis, está más vivo que nunca y su eficacia comunicativa sigue siendo notable. Junto a las tres estrellas, el coautor del libro, también entrenado en tales menesteres, aportó con corrección el toque masculino, en tanto que el editor, en una esquina, jugó el papel que los editores vienen jugando de algún tiempo a esta parte: el de hacer el ridículo.

El acto resultó, ya digo, brillante, emotivo, sentimental y lúcido. Fue una pena que no llegara a tiempo Jorge Javier Vázquez para leer un poema rubeniano, tal como había prometido, pero la Campos lo hizo con solvencia y naturalidad. Estoy seguro de que el mismísimo Rubén se habría sentido feliz en aquel ambiente glamuroso y desenfadado, lleno de famoseo y papel cuché y donde, por una vez, lo intelectual no era sinónimo de coñazo. Daré un último dato sobre la solvencia del acto: es el único de esta índole, en los últimos años, del que no me he salido antes del final.

Una novela rosa

Sobre el libro, en cambio, no puedo hacer tantos elogios, y bien que me gustaría. No digo que sea malo pero no es el que me habría gustado leer. Parte de una idea excelente, desde luego: es como la biografía inversa de Rubén Darío, la historia de la mujer que compartió su vida, para lo bueno y para lo malo, la que lo acompañó en los momentos de gloria y de miseria, la que estuvo al lado del gran hombre y del alcoholizado mequetrefe, la única que verdaderamente conoció en su plenitud a este personaje esencial de nuestra literatura. El libro aporta además algunos documentos inéditos, cartas que Francisca se reservó hasta el final de sus días, tras haber cedido al gobierno español el ingente legado que conservó durante años en un baúl. Contiene momentos brillantes y emotivos, revelaciones insólitas y aspectos entrañables. El modo, por ejemplo, en que Rubén compuso la impresionante Salutación del optimista es una de esas escenas que se quedan grabadas para siempre. La relación de la pareja con el matrimonio Antonio Machado y Leonor Izquierdo es una tierna historia cargada de sentimiento y melancolía. El último viaje del poeta, hacia Estados Unidos, dejando en tierra a Francisca y al hijo, en el delirante trayecto final del que ya no regresaría…; las figuras de Valle, de Amado Nervo, del mayor de los Machado… Hay momentos muy buenos, sin duda, y el libro bien merece una lectura.

Lo que no entiendo es el género elegido. Sostenidos en documentación rigurosa y en el propio testimonio de la protagonista, no se entiende por qué los autores han optado por el formato de novela rosa histórica -al modo de Las aventuras de Sissi Emperatriz- para construir el relato. No se entiende por qué han optado por la ficción para narrar estos acontecimientos verídicos y se han dedicado a inventar pensamientos ñoños, sentimientos melifluos y diálogos supuestos a los que, evidentemente, no han tenido acceso. Y es una pena porque la ficción daña la solidez de la historia y crea dudas donde no debiera haberlas. Los sucesos -y Rosa Villacastín, que es una buena periodista, lo sabe- son en sí mismos suficientemente emotivos sin que necesiten de emotividad impostada. Una pena. Una pena que los propios autores han debido intuir cuando se han apresurado a llenar las últimas páginas con una larga ristra de bibliografía innecesaria, como para demostrar la validez de su historia.

No era necesario añadirle ficción, ya digo: la vida de la princesa Paca es una gran novela, en el sentido stendhaliano del término, y bastaba con describirla, datos en manos, para evidenciar su grandeza. Rubén Darío estuvo en Navalsauz: ello, en sí mismo, es sorprendente, sin necesidad de ningún calificativo.

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