En Miami el ángel de la guarda es nicaragüense
Diego Urdaneta *
Miami.- Norita, así la llaman sus 817 niños. Aunque realmente no son sus niños, son los hijos estadounidenses de padres indocumentados a cargo de Nora Sándigo, una nicaragüense en Miami a quien no le alcanzan las horas del día para prestar ayuda a inmigrantes.
Los padres de estos niños saben que en cualquier momento pueden ser detenidos y deportados de Estados Unidos, donde se calcula que viven unos once millones de personas sin papeles.
Entra entonces en escena Sándigo: los padres firman documentos con ella para convertirla en guardiana legal de sus hijos.
“La gente se ha dado cuenta que de pronto los detenían e iban a parar a la cárcel y no sabían qué pasaba con los niños. Los niños podían quedarse en la escuela y no había quien los recogiera”, explica Sándigo, de 48 años, al frente desde hace dos décadas de la organización a favor de los inmigrantes Fraternidad Americana.
Solo dos de los 817 niños viven con Sándigo, casada y con dos hijos propios. Los demás viven aún con sus padres o han ido a parar a casa de familiares tras la deportación de sus progenitores, pero la activista ocupa sus días en procurar que no les falte nada, desde comida hasta atención médica.
Sándigo se apoya en una red de voluntarios para velar por los niños, ya que varios de ellos viven en otros estados fuera de Florida.
“A todos los he cargado” –
En 2008 Sándigo aceptó por primera vez ser guardiana de unos niños peruanos. Desde entonces no ha parado.
“A todos los he visto por lo menos una vez en la vida. A todos los he cargado y algunos que estaban chiquiticos ahora están grandes y los he vuelto a ver”, dice con los ojos húmedos.
Para poder atenderlos, recauda fondos a través de su organización, pero también usa sus ahorros.
“La gente viene a nosotros y creo que es un deber hacerlo, no tenemos alternativa, alguien tiene que hacerlo”, dice esta mujer a quien los niños llaman Norita.
“Tratamos de ayudar a todo el mundo. No sabemos cómo decir que no”, señala el también nicaragüense Raymundo, casado con Sándigo desde hace siete años.
“No”, responde Sándigo tajantemente si se le pregunta si alguna vez se toma un descanso. “¿Cómo ver tanta desgracia y cerrar los ojos y no hacer nada?”, dice, ella misma inmigrante llegada a Estados Unidos en 1988.
Sándigo comenzó la jornada del martes organizando cajas con comida que irá repartiendo junto a su esposo a lo largo del día.
Pero su actividad es interrumpida. Toca a la puerta una familia con una bebé pidiendo ayuda.
La pareja tiene otra hija de once años en México y no ha podido traerla a Estados Unidos. Quiere que Sándigo envíe una carta a la embajada mexicana para abogar por la niña.
Sándigo le toma las manos a la madre mientras le cuenta el caso. Llora con ella y la abraza. “Vamos a hacer todo lo que sea necesario”, intenta tranquilizarla.
“Solo veo el lado humano” –
Una hora más tarde, Sándigo se encuentra en la humilde casa de Miami Beach de una madre nicaragüense indocumentada. Sus cuatro hijos están desde hace tres años bajo el cuidado de la activista, quien les lleva comida una vez por semana.
Antes de meter alimentos en el frigorífico, Sándigo muestra que está vacío.
“Muchas veces aun teniendo la mamá o el papá, aquí la gente está en una situación muy difícil económicamente”, lamenta.
“Gracias a Dios, que pone personas tan buenas en el camino”, dice Marta Pineda, otra madre indocumentada, de Guatemala, que se acercó a la casa de Miami Beach cuando se enteró que vendría Sándigo, guardiana de dos de sus hijos.
“Es una desgracia lo que pasa, el destrozar familias, es injusto, no debería suceder y mucho menos en este país”, critica Sándigo, quien en el pasado intentó sin éxito que la Corte Suprema detuviera las deportaciones de padres de niños estadounidenses.
“La gente no ve el lado humano de esta situación. Yo solo veo ese lado”, dice, al confesar que estos años han tenido un fuerte costo emocional.
El sueño de la activista es comprar un edificio donde albergar a familiares de personas deportadas y facilitarles abogados, médicos y sicólogos.
“Si hubiera más ‘Noritas’ pudiéramos hacer mucho más”, concluye, antes de caminar hacia un parque en Miami Beach para jugar con varios de sus protegidos. Pero solo unos minutos: otros pequeños la esperan en otro rincón de Miami.
* AFP