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Terrorista en Mesa de Otay

Rubén Aguilar Valenzuela.

Rubén Aguilar Valenzuela.

Rubén Aguilar Valenzuela

El 3 de julio un evento familiar en Los Ángeles me posibilitó vivir la experiencia de cruzar a pie la frontera de Tijuana hacia Estados Unidos. En otras ocasiones el paso por este punto lo hice en coche. Por fin, después de tres horas de una fila que avanzó con enorme lentitud, llegué a la migración estadounidense.

Un oficial dejó pasar a mi hermano y a mi hijo, pero a mí no. Me retuvo el pasaporte y la visa y me pidió que lo acompañara a una oficina. Ya adentró me pidió que pusiera en una canasta el celular, el anillo, el reloj, el cinto y la cartera. Vio qué traía en ella y contó el dinero.

Después, sin explicarme por qué me detenía, me ordenó quitar los zapatos, abrir las piernas y colocar las manos adelante, en una mesa. Se puso guantes de hule y empezó a hacerme una revisión por todo el cuerpo, que incluyó la entrepierna y cada uno de los dedos de los pies. Hizo también una minuciosa auscultación de los zapatos.

Al terminar la revisión me indicó que me sentara en la sala donde había 13 hombres, siete mujeres y cinco niños, todos mexicanos, también detenidos. El espacio, sucio y con sillas rotas. En las paredes, un reloj y una televisión que pasaba una telenovela mexicana.

En Estados Unidos las instalaciones de migración suelen estar deterioradas, pero ésta es la peor en la que he estado. Después de una hora me llamó una oficial para hacerme una ficha de registro, como se hace con los delincuentes, que incluía huellas de cada dedo de las manos, de todos los dedos juntos y fotografías.

Al terminar me dijo que volviera a mi lugar. Cuando las personas que estaban ahí intentaban establecer conversación con sus vecinos, de inmediato venía la instrucción de que debían callarse.

Veinte minutos más tarde otro oficial me pide que lo acompañe a su oficina. Inicia el interrogatorio: ¿dónde trabajo? ¿A qué vengo a Estados Unidos? Le respondo y digo que ésta es la tercera vez que me detienen, las otras dos en aeropuertos, para interrogarme por la visita que hice a Irán en el 2011 como turista con mi esposa y una pareja de amigos.

Me pregunta si vivo en la dirección que viene en mi credencial de elector. Le respondo que sí. Le digo que soy profesor universitario, consultor y que he viajado a otros países que han tenido conflictos (Siria, Egipto, Líbano…), que me interesa el arte islámico y la realidad de esas naciones. Lo anota todo en una libreta.

Ya no pregunta y me dice que va a tratar de que mi situación se resuelva lo más pronto posible. Después de dos horas y 20 minutos de estar detenido me dicen que puedo cruzar. Me entregan mis cosas, pero no está mi cinto. Lo reclamo y lo traen. Un oficial me acompaña a la caja para pagar los 6 dólares del “permiso”. A otro oficial enseño el pago y la visa. Ve el pasaporte, se sale de su lugar, para hacer consultas. Vuelve a su lugar y me deja pasar.

Después de mi viaje a Irán, país muy interesante, ingresé a Estados Unidos sin problemas en dos ocasiones. En enero del 2013, en un viaje de tránsito hacia Barcelona, en Houston, el oficial de migración que me tocó “descubrió” la visa de Irán.

Fue mi primer interrogatorio. Me preguntaron si me había reunido con guardias de la revolución. Después de una hora me dejaron abordar el avión. Lo mismo sucedió al regreso. En Mesa de Otay las autoridades migratorias fueron más agresivas. Independiente de las molestias que me causa la situación, llama la atención que los servicios de inteligencia de ese país no conecten la información y una y otra vez me vuelvan a interrogar por el mismo hecho.

La actitud en los oficiales de migración, cuando en pantalla abren mi expediente, que ahora se amplió, es la de haber “descubierto a un terrorista” y con ello hacer un gran servicio a su país. Algo anda mal en los servicios de inteligencia estadounidense que con tanta facilidad confunden a un turista con un terrorista.

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