Los dos últimos capítulos de la Guerra Fría en América
La decisión del gobierno de EE.UU de emprender conversaciones con Cuba para restablecer su relación, interrumpida desde hace más de medio siglo, obedece más a un movimiento estratégico en el ajedrez de la geopolítica en América Latina. Una decisión que también pasa por el presente de Colombia y Venezuela.
La historia de América Latina abunda en manifestaciones de Estados Unidos por influir e incluso cooptar el destino de Cuba. Casi desde su origen en 1776, Estados Unidos tuvo sus ojos puestos en Cuba. Primero como eje de sus relaciones económicas con España y después con el inocultable interés de anexar la isla a su territorio. Líderes como Thomas Jefferson o John Quincy Adams proyectaron a Cuba como una posibilidad de la expansión de sus intereses.
Al mismo tiempo, mientras España iba perdiendo una a una sus colonias en América producto de las guerras de independencia, la isla de Cuba terminó siendo su último fortín económico y político. Eso explica también por qué hasta desde la Nueva Granada se llegaron a configurar planes para atacar a Cuba. En el fondo, todos sabían que iba a cumplir un destino histórico. Al final, fueron los propios cubanos los que decidieron encarar su propia independencia.
Ya agonizando el siglo XIX, la explosión del acorazado norteamericano USS Maine en el puerto de La Habana, precipitó la intervención de Estados Unidos en la guerra que libraban los cubanos contra España. Fue el pretexto para meterse al conflicto y esa visión cobró forma en el Tratado de París de 1898 en el que España renunció a todos sus derechos en Cuba. A la vuelta de la esquina, Estados Unidos ya tenía otro as bajo la manga: la Enmienda Platt.
A través de una ley federal aprobada en 1901, Estados Unidos se atribuyó el derecho de intervenir en los asuntos políticos económicos y militares de Cuba en caso de que fuera necesario. Esa Enmienda Platt garantizó además que una parte de la bahía de Guantánamo en la isla fuera utilizada por el gobierno norteamericano para instalar una base naval. En adelante, Estados Unidos obró como un vigía de sus intereses en América Latina, con sus pies puestos en Cuba.
En la geopolítica de la región ya Estados Unidos había dado otros pasos fundamentales para su acción expansionista. La más importante de ellas, la independencia de Panamá en 1903, con la correspondiente secesión del territorio colombiano. En otros países de América Latina como Nicaragua, Puerto Rico o República Dominicana, se habían impulsado procesos internos para garantizar la hegemonía norteamericana en la zona.
Este panorama tuvo un giro radical después de la Segunda Guerra Mundial. Hasta ese momento, la economía y la política de prácticamente todos los países de América Latina estaba ligada a sus relaciones con Washington. Después de la confrontación bélica entre 1939 y 1945, cuando surgió en el panorama la denominada «Guerra Fría», la amenaza del comunismo apareció en el horizonte como el punto de inflexión en las relaciones políticas.
Desde Guatemala hasta Argentina, pasando por la América Insular, fueron apareciendo movimientos insurgentes encaminados a instaurar gobiernos de inspiración comunista. El poder político del mundo se había vuelto bipolar, Estados Unidos y la Unión Soviética ejercían influencias para ganar territorios capitalistas o socialistas, y la región empezó a vivir el auge de esta confrontación. En Estados Unidos, el comunismo se volvió el enemigo a vencer.
Fue ahí donde volvió a aparecer Cuba. Entre los años 40 y 50, los gobiernos en la isla, especialmente el presidido por el general Fulgencio Batista, fueron de estrecha colaboración con los intereses norteamericanos. Sin embargo, desde principios de los años 50, apareció un grupo guerrillero encabezado por Fidel Castro, que logró hacerse al poder en enero de 1959. En otros territorios de América Latina, fracasó la misma iniciativa.
En algunos países como Guatemala o República Dominicana, la intervención de Estados Unidos fue determinante para neutralizar movimientos de inspiración comunista. En Cuba, en cambio, triunfaron los guerrilleros, y la historia de América Latina se partió en dos. Aunque el gobierno norteamericano, entonces presidido por Dwight Eisenhower, alcanzó a reconocer al nuevo gobierno cubano, la ruptura ya se advertía a la vista.
Entonces la geopolítica de América Latina empezó a cambiar con un nuevo actor sobre la mesa: la Organización de Estados Americanos (OEA). Mientras el gobierno norteamericano aplicaba sus primeras restricciones económicas a Cuba en reacción a las políticas de intervención de empresas extranjeras decretadas por Fidel Castro, la OEA se convertía en un escenario clave para estrechar el cerco diplomático al gobierno comunista en la isla.
La cuerda estirada se rompió en enero de 1961 cuando Estados Unidos y Cuba rompieron sus relaciones diplomáticas. Dos meses después, con el respaldo del gobierno de John F. Kennedy, Estados Unidos intentó ocupar la isla a través de una invasión armada con la participación de más de 1500 emigrados cubanos entrenados por la CIA en la Bahía de Cochinos. Casi de inmediato Castro proclamó el carácter comunista de su gobierno.
El bloqueo norteamericano a Cuba cobró forma de manera absoluta, casi todos los países de América Latina se vieron forzados a atender las directrices de Washington que prohibían cualquier asistencia económica a la isla, y la OEA cerró filas expulsando de su seno a Cuba. En adelante, uno a uno, entre ellos Colombia, fueron rompiendo sus relaciones con Cuba. No obstante, eso no impidió que los movimientos insurgentes siguieran creciendo.
A finales de 1962, la tensa relación entre Estados Unidos y Cuba tuvo al mundo entero al borde de un colapso. El presidente Kennedy aseguró que había descubierto misiles ofensivos de la Unión Soviética en la isla de Cuba, y se desató una crisis diplomática que amenazó con una Tercera Guerra Mundial. Al final, la URSS aceptó retirar sus 42 misiles en Cuba, pero Estados Unidos tuvo que resignarse a buscar una salida militar a su derrota en la isla.
En ese contexto, se siguieron desarrollando las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y América Latina. Literalmente Cuba se volvió una isla política, una especie de tabú para los gobiernos “democráticos” del continente, pero al mismo tiempo fuente de inspiración para grupos armados en Nicaragua, Salvador, Uruguay, Argentina, Guatemala, Perú y, por supuesto, en Colombia, donde los grupos guerrilleros tomaron forma.
Al tiempo que Estados Unidos desarrollaba acciones políticas o de inteligencia para impedir una segunda Cuba en América Latina, el régimen de Fidel Castro se volvió también un territorio de amparo para la expansión del comunismo en el continente. Cuando llegaron los años 70, el gobierno norteamericano había endurecido el embargo económico a la isla y patrocinaba acciones como la Operación Cóndor para imponer regímenes militares en el sur del continente.
Aunque durante el gobierno demócrata de Jimmy Carter se flexibilizó un poco la tensión e incluso se aprobó el establecimiento de acciones para resolver cuestiones bilaterales, cuando accedió al poder en Estados Unidos el republicano Ronald Reagan, en 1981, se recrudeció el embargo y la presión contra Cuba. Hasta a los ciudadanos de Norteamérica se les prohibió viajar a la isla. En América Latina no hubo muchas señales de disidencia a esta directriz.
Ya en los años 90, se empezó a advertir un viraje. Aunque en el gobierno demócrata de Bill Clinton se aprobó la ley Helms-Burton que incluso permitió demandar en los tribunales a quienes adelantaban negocios en Cuba con propiedades confiscadas a ciudadanos norteamericanos, la crisis en la isla por la masiva salida de emigrantes causó estupor mundial. Entonces empezaron a surgir voces para que se atendiera el tema humanitario.
En ese momento, la experiencia socialista se había transformado. No solo la Unión Soviética, a través de la Perestroika, se había visto forzada a introducir radicales reformas económicas, sino que la cortina de hierro en los países de su influencia en Europa Oriental, se había derrumbado. Caído el Muro de Berlín en 1989, Cuba ya no tenía el mismo soporte económico para desafiar a Washington. Pero Europa y parte de América Latina estaban cambiando su postura.
En la era de George W. Bush, ya con Estados Unidos robustecido por la transformación del socialismo, el gobierno norteamericano radicalizó aún más su ofensiva contra Cuba. No solo incluyó a la isla en sus listados del “Eje del mal”, sino que acusó al gobierno de Castro de patrocinar y apoyar el terrorismo. Sin embargo, para la misma época, ya Estados Unidos, además de los dilemas del Medio Oriente, tenía que lidiar con sus líos con los países musulmanes.
En esa perspectiva, empezaron a gestarse cambios súbitos en América Latina. El más determinante de ellos, la victoria electoral de Hugo Chávez en Venezuela en 1999. De inmediato, Estados Unidos encontró un detractor en América Latina y Cuba un aliado. Poco a poco, en otros países del área, aunque sin las posturas radicales de Chávez, fueron surgiendo otros líderes y movimientos tomando distancia de Washington y acercándose a La Habana.
En Nicaragua, que en 1979 había vivido una revolución sandinista, llegó a gobernar su antiguo comandante Daniel Ortega, y su posición diplomática fue similar a la de Chávez en Venezuela. También en Bolivia, a través del presidente Evo Morales, se adoptó una política parecida. En Ecuador, el actual gobierno de Rafael Correa hizo lo propio. Ya en Brasil, Argentina o Uruguay, se sentía más distancia con Estados Unidos y solidaridad con Cuba.
La América Latina que en los años 60 o 70 se había visto forzada por las circunstancias a estigmatizar a Cuba, un cuarto de siglo después empezaba a encontrarla afín a sus destinos. En cada nación, se empezó a gestar una especie de cuenta de cobro histórica a las imposiciones o intervenciones de Washington. En medio de este panorama, Colombia se fue quedando como el último país del continente enclavado en las contiendas de la Guerra Fría.
Aunque con dilemas mayores como el narcotráfico, el paramilitarismo u otras formas de delincuencia organizada, en Colombia la confrontación entre el Estado y los grupos insurgentes nunca tuvo una tregua. Nacidos en los años 60 pero reciclados de las guerras políticas de años anteriores, el conflicto armado se fue convirtiendo en un estigma del continente, y Estados Unidos siempre tuvo una razón para intervenir de cualquier modo.
En los años 60 porque la amenaza internacional era el comunismo, y guerrillas como las Farc, el Eln o el Epl constituían una amenaza real. En los 70 y 80 porque el nuevo enemigo era el narcotráfico y desde Colombia se desplegaban muchas de las rutas que llevaron toneladas de cocaína a Estados Unidos. En los años 90 y en lo corrido del siglo XXI, porque el objetivo norteamericano era derrotar al terrorismo y desde su óptica, en Colombia había expresiones del mismo.
Ninguna de las grandes operaciones de la guerra en Colombia en las últimas tres décadas puede explicarse sin Estados Unidos. La lucha contra Pablo Escobar y el narcoterrorismo en los años 80, la ofensiva contra el Cartel de Cali en los 90, el Plan Colombia de la era Pastrana que involucró en la lucha contra el narcotráfico a los grupos insurgentes, o las publicitadas acciones de la era Uribe como la Operación Jaque, tuvieron la mano norteamericana.
No en vano, Colombia se volvió el tercer país del mundo en ayuda militar norteamericana. Por estas mismas razones, mientras varios países de América Latina daban un giro político hacia la izquierda democrática, el país siguió siendo el aliado incondicional de Washington. De alguna manera aún lo es, y no solo en el campo de las relaciones diplomáticas sino también en el aspecto económico. El principal socio comercial de Colombia es Estados Unidos.
Sin embargo, los tiempos cambian y Colombia no puede vivir en una guerra eterna. Hoy, a pesar de las dificultades políticas internas y de que persiste la violencia, el Estado y la insurgencia (léase las Farc) adelantan una negociación de paz en Cuba. El gran impulsor de esa instancia entre 2011 y 2012 fue el fallecido presidente de Venezuela Hugo Chávez. El anfitrión, el gobierno de Raúl Castro. El respaldo: prácticamente toda América Latina.
En esas condiciones, con Venezuela cada vez más lejos de Washington, con Ecuador, Bolivia o Nicaragua haciéndole la segunda a pesar de sus reservas, con Uruguay, Brasil o Argentina reconociendo que la paz de Colombia es la urgencia principal del continente, a Estados Unidos no le quedaba otra opción que entender las señales de los nuevos tiempos. Dialogar con Cuba hoy significa hacerlo con el resto de América Latina.
Con una particularidad, es también una forma de acercarse al proceso de paz de Colombia y de paso aliviar sus tensiones con Venezuela y otros países de su alianza. Ya no son los tiempos de la Guerra Fría y va siendo hora de que sus dos últimos capítulos en América Latina, el embargo a Cuba y el conflicto armado en Colombia, cesen definitivamente. Es cuestión de esperanza pero también de persistencia para que el siglo XXI sea el de unas nuevas relaciones entre Estados Unidos y su continente.