Rubén Darío y la tecla cotidiana
Guillermo Sheridan
El Universal
* Escribir para un periódico es “trabajo diario y preciso y fatal”, dice sin amargura. Creía que el periodismo es una “gimnasia que robustece”. Y Darío, que era un olímpico, se ganaba la vida con él, pero además fortalecía el diálogo civil, agregaba nuevos registros, vocabulario y temperatura a la imaginación; ensanchaba la curiosidad y convocaba al mundo a la rejega periferia hispanoamericana.
Quiero recordar la lección periodística de Rubén Darío, para sumarme a la callada celebración del centenario de la muerte de ese poeta, a quien el calificativo “descomunal” le queda chico, de un hombre que practicó como nadie en su tiempo el complicado arte de hacer versos y a la vez ganaba el pan de cada día llenando de columnas los hebdomadarios de la lengua.
Darío es inabarcable, escribí al leer hace años los dos tomos de los Escritos dispersos que recogieron sus artículos para el diario La Nación de Buenos Aires. Desde ahí, llenaba los periódicos del orbe hispánico con miles de artículos, crónicas y reportajes sobre los asuntos más disímbolos, con una inteligencia original e inquisitiva y el castellano más vibrante de esa hora (y muchas más). Porque, atento al zumbido del mundo, no escribía solamente sobre los muchos libros que leía y realmente divulgaba en español, pues todos los periódicos y revistas transmitían su consejo a los libreros y las editoriales de Hispanoamérica.
A Darío, periodista cabal, nada le era ajeno: un día se mete a los grandes almacenes para reírse de las modas finiseculares y al día siguiente narra la vida sexual de las abejas. Acudía a ver el box, el rugby, las exhibiciones aéreas y las carreras de autos; describió la llegada del cakewalk y el charlestón a la vida nocturna de París, croniqueó el feminismo en Londres y describió la danza de Isadora Duncan. Y al mismo tiempo reporteaba un mitin de su gurú José Martí en Nueva York o hacía una semblanza del voraz Teddy Roosevelt comiéndose a Centroamérica, con cubiertos de plata, en la mesa bien abastada del imperialismo.
Escribir para un periódico es “trabajo diario y preciso y fatal”, dice sin amargura. Creía que el periodismo es una “gimnasia que robustece”. Y Darío, que era un olímpico, se ganaba la vida con él, pero además fortalecía el diálogo civil, agregaba nuevos registros, vocabulario y temperatura a la imaginación; ensanchaba la curiosidad y convocaba al mundo a la rejega periferia hispanoamericana.
En esos tiempos sin becas ni premios, sin conferencias pagadas y sin casi universidades, el periodismo era el modus vivendi perentorio. Para financiar su vida trashumante y el bienestar que le daba Europa, aceptó la invitación de otro poeta periodista, José Martí, y se ungió corresponsal extranjero. Uno de sus últimos escritos en prosa, escrito hace 99 años, se titula “El periodista y su mérito literario”: un agradecimiento y un encomio de esa profesión modernísima y a la vez proverbialmente antigua, pues, a su parecer “Séneca es un periodista. Montaigne es un periodista, igual que De Maistre, en el amplio sentido de la palabra. Todos los comentadores y observadores de la vida cotidiana han sido periodistas”.
Y periodistas fueron, tras las huellas de Darío y de Martí y de Leopoldo Lugones, muchos poetas subsecuentes del periodo y desde luego muchos posteriores. En México, para ser breves, lo fueron Manuel Gutiérrez Nájera y José Juan Tablada, y luego López Velarde, y después desde Salvador Novo y Xavier Villaurrutia hasta Octavio Paz y José Emilio Pacheco. Y ninguno fue “perro con alma de repórter”…
La alegría del Rubén Darío periodista contrasta, es curioso, con el eterno refunfuñar de Gutiérrez Nájera. El exquisito “Duque Job” aborrecía ese oficio que le parecía apto apenas para vivales y celestinas: “El arte y el periodismo son incompatibles. No hay arte fácil, como no hay rosas que se siembren y nazcan en el mismo día”. Y peor: para un periodista “la idea y la forma son cortesanas a cuyas casas se entra a cualquier hora”, mientras que para el poeta “son novias a quienes se enamora con astucia”. Sentencias edulcoradas y esnobs que, felizmente, palidecen ante sus crónicas magníficas.
“La carencia de una fortuna básica me obligaba a trabajar periodísticamente”, escribió en cambio Darío, sin amargura. Es una forma de vida, pero puede ser también una forma de arte, un quehacer que “no mata sino a los débiles”. A fin de cuentas, “si un escritor y un periodista se han de confundir” será sólo porque ambos escriben bien. No hay de otra.