Rubén Darío frente al espejo
* La imagen de Darío ha sido la de un poeta consagrado en vida y posteridad. Aquí unas líneas que muestran su prosa: «Yo soñaba con París desde niño, a punto de que cuando hacía mis oraciones rogaba a Dios que no me dejase morir sin conocer París». «La muerte de Mark Twain haría que tuviésemos dinero (…). Pedimos una cena opípara y convenientemente humedecida». «Y la salvación del escritor fue para nosotros un golpe rudo y un rasgo de humor muy propio del yankee, y del peor género».
No era la sobriedad, dicho por él mismo, su principal virtud. Como tampoco la disciplina para sistematizar la construcción de una obra diplomática, periodística y literaria que trascendiera al tiempo, los cuarenta y nueve años que duró su existencia. Con todo, sin importar las desigualdades con las que lo hemos observado después, al nicaragüense Rubén Darío (1867-1916) no puede regateársele el influjo marcado en la poesía en español.
Ahora que se cumplen cien años de su muerte, Darío permanece más que vivo. Ni los años ni los menosprecios lo borran de ese pensar colectivo que vuelve siempre a sus fuentes líricas. Soslayándonos de él mismo, que a los inundados cuarenta ya escribía sin medir los excesos: «Como hombre, he vivido en lo cotidiano;/ como poeta, no he claudicado nunca,/ pues siempre he tendido a la eternidad».
Nuestra imagen de Darío ha sido siempre la de un poeta consagrado en vida y posteridad, en demerito del prosista. Por lo que el rescate de La vida de Rubén Darío escrita por él mismo es una buena noticia para todos los lectores, más al coincidir con las actividades por su centenario. Un libro, conjunto de 66 textos breves y una posdata, aparecido cotidianamente entre septiembre y noviembre de 1912 en un semanario argentino, antes incluido en forma íntegra en las inaccesibles Obras Completas del nicaragüense.
Fragmentarios, periodísticos, directos, vertiginosos…, los textos de La vida de Rubén Darío… denotan fielmente la personalidad de su autor y el ejercicio de su memoria. La manera en que recordaba hechos que decidió compartir con un lector no del todo identificable. Aunque, como apunta Francisco Fuster, editor, introductor y anotador del nuevo libro editado por el FCE, el mismo Darío tuvo «algún pudor» por contar esto, aquello; o por no contarlo.
Al leer La vida de Rubén Darío… sabremos que fueron el Quijote, Las Mil y una noches, Oficios, Corina y La Caverna de Strozzi los primeros libros leídos por el futuro poeta. «Extraña y ardua mezcla de cosas para la cabeza de un niño».
Sabremos de sus viajes por Centroamérica, Madrid («Señorito, ¿quiere usted conocer el cuarto de don Marcelino [Menéndez Pelayo]?»), Barcelona («Noté lo arraigado del regionalismo intransigente y la sorda agitación del movimiento social, que más tarde habría de estallar en rojas explosiones») y París («Yo soñaba con París desde niño, a punto de que cuando hacía mis oraciones rogaba a Dios que no me dejase morir sin conocer París»).
De sus tribulaciones por lo cotidiano. Como cuando Mark Twain le juega a Darío «una de sus pesadas bromas». Y es que, «sin un céntimo, al comenzar la noche», en La Nación de Buenos Aires se le encomienda redactar la nota necrológica del escritor norteamericano «en agonía». «La muerte de Mark Twain haría que tuviésemos dinero (…). Pedimos una cena opípara y convenientemente humedecida», escribe Darío. Un día después el artículo no se publicó. «…el enfermo estaba salvado y entraba en una franca mejoría».
«Y la salvación del escritor fue para nosotros un golpe rudo y un rasgo de humor muy propio del yankee, y del peor género».
Darío, desbordado o a cuentagotas, frente a su propio espejo.