En recuerdo del “príncipe de las letras…”
En días pasados tuve oportunidad de asistir a la quinta edición de la Feria Internacional del Libro Chiapas-Centroamérica que organiza la Universidad Autónoma de Chiapas con sede en Tuxtla-Gutiérrez, otro de los tantos encuentros a lo largo de nuestra geografía nacional con los que sobre todo las instituciones académicas de educación superior buscan abonar a la promoción de esa cada vez más extraña actividad de la lectura por placer.
Además de conmovernos aquí el hecho de que nuestras entidades australes tengan la sensibilidad de reconocer signos de identidad cultural con naciones hermanas de Centro América y así vuelvan la mirada hacia la frontera sur, este año tuvo esta feria como país invitado a Nicaragua y estuvo dedicada a la memoria a uno de los más grandes poetas de América y de toda la lengua castellana, a Rubén Darío (Nicaragua, 1867-1916), en su centenario luctuoso.
En una época y un país de tan escasa lectura, y cuando en particular la poesía pareciera ya materia arqueológica para las nuevas generaciones, no deja de llamar la atención que al menos la sonoridad del nombre Rubén Darío resulte familiar a oídos de para quienes más bien ya son sordos a la poesía. Este también admirable periodista y diplomático, máximo representante del Modernismo literario, el también llamado “Príncipe de las letras castellanas” fue quizá el poeta que mayor y más duradera influencia tuvo en la poesía en lengua española del siglo XX. Admirador y estudioso de la poesía francesa decimonónica, desde el Romanticismo hasta el Simbolismo, desde Víctor Hugo hasta Verlaine que alcanzó a conocer en persona, Rubén Darío construyó su personal poética sobre la base de trasladar a nuestra lengua, tras el tamiz de sus excepcionales talento y sensibilidad, métricas, ritmos, temas, atmósferas y personajes que nutren la de por sí revolucionaria poesía gala del siglo XIX: “Con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo”, escribió en homenaje a dos escritores por él más admirados.
Autor de una obra no muy extensa pero sí cardinal en el curso de las letras y sobre todo de la poesía en lengua castellana, la evolución de Rubén Darío se centra en tres libros suyos de suma trascendencia: Azul… (1888), Prosas profanas y otros poemas (1896) y Cantos de vida y esperanza (1905), que no sólo son muy representativos en el tránsito estético y emocional del polígrafo nicaragüense, sino que además significan un igual número de paradas en la escalada y la consagración del Modernismo. Fue modelo de sus correligionarios no sólo en Hispanoamérica sino en España, y en la obra de importantes poetas mexicanos como Amado Nervo y Manuel Gutiérrez Nájera se advierte este ascendente que el también conocido como El Duque Job reconoció al fundar una revista que llamó precisamente Azul. Otros escritores algo más jóvenes, como los de las Generación del 98 en España (Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado y Ramón del Valle Inclán, por ejemplo), y los ya modernos mexicanos Enrique González Martínez, José Juan Tablada y sobre todo Ramón López Velarde, e incluso la más tardía y de igual modo española Generación del 27 (Pedro Salinas le dedicó un muy destacado estudio), agradecieron la impronta del bardo nicaragüense, por más que más tarde hayan terminado por desistir de la retórica modernista y así proponerse la edificación de una poesía ya francamente tirando hacia la Contemporaneidad. Muy famosa es esa sugerente figura del mismo González Martínez buscando renunciar a esa paternidad —franco parricidio literario— que en el cisne tenía uno de sus más visibles símbolos: “Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje”.
Autor de una obra sinestésica porque aviva todos los sentidos, sensual y exótica, cosmopolita y a la vez nacionalista, ecléctica y vigorosa, y sobre todo de una novedosa e inusitada gran riqueza musical, Rubén Darío fue artífice de una poesía y una prosa entonces revolucionarias en el contexto de las letras en lengua castellana. Amigo de otros grandes escritores y periodistas de la época como el también genial cubano José Martí, o el siempre polémico colombiano José María Vargas Vila, Rubén Darío fue además un aguerrido y visionario oficiante del periodismo, en una época en que las mejores plumas hacían escuela en un oficio que si bien se ha profesionalizado, en cambio ha ido perdiendo ese peso específico que le daban personajes de esta envergadura. En Chile, en Argentina, en España, y en otros países de Centro y Sudamérica, fue un periodista de garra, de enjundia, y por lo que en naciones asoladas por gobiernos dictatoriales, como entonces era el caso del México de Porfirio Díaz, se le negó la entrada.
Ahora que ha causado gran polémica que a un afamado cantautor norteamericano se le haya concedido un Premio Nobel de Literatura que hasta se ha dado el lujo de despreciar cuando por semana ni por enterado se dio (“Prefiero al Bob músico que al Dylan Nobel”, escribió muy bien en este mismo espacio Humberto Guzmán), Rubén Darío agranda la lista de ausentes en la historia sinuosa de un reconocimiento que se ha caracterizado más bien por sus muchas pifias y dar tumbos donde no suelen estar todos los que son ni ser todos los que están. En este centenario luctuoso es justo recordarlo como uno de los grandes revolucionarios del lenguaje literario en nuestro idioma, quien desde un intrincado pueblo de Nicaragua, Metapa (hoy Ciudad Darío), emprendió una de las carreras más sorprendentes por cuanto tuvo que recorrer, escalar y remover, a punta sólo de talento, ingenio y trabajo.
Fuente: fuente.com.mx