Rubén Darío y su despiadada crítica al arte argentino del siglo XIX
“Entre los setecientos mil habitantes, más o menos, de este poderoso centro del continente, mientras las rotisseries y cafés nocturnos se pueblan de alegres gozadores de la vida, cuando los teatros se vacían, y en los salones se danza, o conversa de modas, de negocios o de política, hay, no lo dudéis, lámparas que alumbran cabezas de soñadores, de trabajadores (…) hay muchos espíritus que se consagran a su obra, llevados de la mano y alentados por sus amigos inmortales, sus músicos, sus pintores, sus escultores, sus poetas”.
Esto era Buenos Aires en 1895 a los ojos del poeta nicaragüense Rubén Darío (1867-1916), quien había llegado al país dos años antes. A pesar de admirar la escena cultural porteña el poeta consideraba que las artes plásticas del país no estaban a la cabeza del continente, como la literatura y la música.
Plasmó su opinión en siete crónicas de arte publicadas por el diario La Prensa sobre la tercera exposición celebrada en el Ateneo de Buenos Aires. Los artículos acaban de aparecer por primera vez más emblemáticos en forma de libro.
En su primera crónica, el poeta nicaragüense revisa el arte latinoamericano de la época y cita, entre otros, al colombiano Alberto Urdaneta, al salvadoreño Francisco Wenceslao Cisneros, al venezolano Francisco Arturo Michelena Castillo y al cubano Armando Menocal. Sus mayores elogios son para los chilenos Pedro Lira y Alfredo Valenzuela Puelma.
“Ese país, tan rico en fuertes economistas, jurisconsultos y hombres positivos, como seco en imaginativos y poetas, el país del Código Civil y de los versos de don Andrés Bello, ha consagrado grande atención a las artes plásticas”, dice sobre Chile, el país que “mayor cultivo ha tenido el arte pictórico desde hace algunos años”.
Darío cree que “hay ambiente para el arte en Buenos Aires”, en su opinión. “Las palabras que brotan de los labios delante de algunos de esos cuadros son estas: ‘muy bien hecho’. Pero nada más”, escribe el escritor nicaragüense al comparar la mayoría de obras expuestas en el Salón del Ateneo con las “exquisitas” del paisajista francés Camille Corot.
“Esas cosas pintadas allí son cosas sin alma; no despiertan en nuestro ser emoción alguna; es la traslación al lienzo de una naturaleza sin voz y sin lenguaje”, opina sobre las obras de Luigi Paolillo, pintor italiano establecido en Buenos Aires.
El acuarelista Emilio Angelini Caraffa tampoco sale bien parado con su obra El primer mate. “Su cuadro, en conjunto, no es prueba de amor a la nobleza y grandeza del arte. Habrá quienes le aplaudan: los amigos del asunto nacional, los partidarios de un soñado arte minúsculo y propio, los gustadores del sabor de la tierruca, los que creen el universo tan solamente lo que abarcan sus ojos. ¡Tenga cuidado el artista!”, se lee en su cuarta crónica.
“Tiene Lady Rowena, en medio de la penumbra, una belleza especial, una belleza que se podría decir triste”, escribió sobre el cuadro de Eduardo Schiaffino. Incluso apunta que se llevaría la nota más alta del Salón “si no hubiese expuesto sus cuadros una mujer, Diana Cid García, misteriosa, suave, enigmática, llena de visiones y de sueños”.
“Da la sensación de una mujer espectral que ocultase bajo sus formas enigmáticas, casi religiosamente icónicas, una perversidad sacrílega y misteriosa. Es una mujer que inquieta. Una mano maestra, que aparta el velo”, opina. “Decir que la estrella del Salón es una mujer en una cultura de hombres y para hombres fue un cachetazo a las expectativas de todos los pintores que estaban ahí”, explica Caresani.
“En el fin de siglo, las mujeres pintoras tenían un lugar muy secundario, no formaban parte de las exposiciones o estaban en los márgenes, fue un gesto muy polémico”, agrega el autor del libro, publicado por la editorial Dinámica en Managua con motivo del centenario de la muerte del poeta.