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El canal que casi fue de Nicaragua

Panamá es un país al que no faltan atractivos, pero su fama se la debe casi enteramente al canal. En su capital, una ciudad llena de rascacielos y bancos (por eso de las travesuras, como me dijeron allá), uno no puede sustraerse a él, pues todo se lo recuerda.

Paseo por el barrio antiguo y me topo con el Museo del Canal Interoceánico. Un poco más allá está la plaza de Francia, donde descubro 12 paneles grabados en mármol que resumen la historia del canal. Recorro la Calzada Amador, que conecta tres pequeñas islas, y me informan de que se realizó con piedras y rocas extraídas durante su excavación. A lo largo de ella se suceden las casas que franceses y estadounidenses levantaron para albergar a los trabajadores. Desde el mirador del cerro Ancón, mis ojos se sienten atraídos por las esclusas de Miraflores. Y, en fin, el curioso espectáculo de varios grandes navíos alineados frente a su entrada, haciendo cola, parece perseguirme.

En 1869, Lesseps abrió el canal de Suez. Convertido en un héroe, promovió la construcción del de Panamá. Diez años después, en el Congreso Internacional de París, se siguieron sus poco atinadas ideas: hacerlo al nivel del mar, sin esclusas, como el de Suez. Francia se lanzó a una aventura épica y trágica. Los franceses hubieron de enfrentarse a una selva impenetrable, ciénagas, escorpiones, tarántulas, serpientes… y mosquitos.

Las duras jornadas en el trópico

Allí trabajó Gauguin, que escribió a su mujer: “Tengo que cavar desde las cinco y media de la mañana hasta las seis de la tarde, bajo el sol y las lluvias de los trópicos… Por la noche, los mosquitos me devoran”. Entonces solo unos pocos sostenían que eran esos insectos los que transmitían la malaria y la fiebre amarilla, que hacían estragos sin distinguir entre peones o ingenieros. No logro ver ni uno de ellos en varios días y me siento algo ridículo con mis parches y repelente antimosquitos.

En 1888, la Compañía del Canal quebró. Francia había fracasado. Tomando una cerveza Balboa, leo Panamá o las aventuras de mis siete tíos, de Blaise Cendrars: “Envíeme la fotografía de la selva de alcornoques que crece / Sobre las 400 locomotoras abandonadas por la empresa francesa”.

Franceses cambiaron la historia

Quince años más tarde, Estados Unidos tomó el relevo. Estaba ya casi decidido que el canal se haría por Nicaragua, pero los franceses ofrecieron el tren, las máquinas, hospitales, casas, escuelas… por 40 millones de dólares. Descartada Nicaragua, las negociaciones con Colombia se complicaron, y en 1903, con el apoyo de Estados Unidos, Panamá se separó de Colombia.

Una burla más de la historia, si tenemos en cuenta que Bolívar imaginó una Hispanoamérica unida cuya capital fuera Panamá. En 1914, Estados Unidos consiguió terminar, después de ingentes esfuerzos, la obra soñada por Carlos V, y el 15 de agosto el vapor Ancón lo inauguró oficialmente. Desde 1963, gracias a la iluminación nocturna, funciona 24 horas al día. En 2010 lo cruzó el barco un millón, un navío chino cargado de grano.

Hace cuatro años se inició su ampliación, pues estaba empezando a ser insuficiente. Se añadirá un tercer carril y las nuevas esclusas medirán 427 metros de largo y 55 de ancho (frente a las ya existentes de 304,8 por 33,5), con lo que podrán atravesar el canal buques aún mayores. Se prevé terminarla en 2014. Otra obra extraordinaria, justo un siglo después.

Siete horas y media para cruzarlo

Recorrer sus aproximadamente 80 kilómetros lleva unas siete horas y media. Si se parte del Atlántico, en Colón, se pasan las primeras esclusas, para cruzar luego el Gatún (un enorme lago artificial rodeado de selva que necesitó cuatro años de lluvias y aportaciones del Chagres para llenarse), 26 metros sobre el nivel del mar. A continuación se pasa por el corte Culebra (la parte más complicada de la construcción, por sus derrumbes) y se sigue por las esclusas de Pedro Miguel y de Miraflores, para salir por fin a la bahía de Panamá, ya en el Pacífico.

En Miraflores, con una humedad sofocante, veo cómo un gran buque entra en la esclusa. Ha sido conducido por pequeños remolcadores, y ahora dos locomotoras, que lo arrastran mediante unos tirantes cables de acero, lo dirigen (apenas sobran 50 centímetros por cada lado). Parece que el barco no va a acabar de pasar nunca, tan inmenso es, tan lentamente se desliza. Encajado ya entre las paredes, se cierran las compuertas de acero.

En ocho minutos se llenará la esclusa, el buque habrá ascendido ocho metros y estará listo para el siguiente escalón. Una sensación de eficiencia y majestuosidad me invade. Durante la travesía, el agua dulce limpiará el casco de las lapas adheridas. Y surcando el Gatún, en esa enorme superficie de agua verdosa, parda o azul, rodeada por una selva frondosa y exuberante, donde abundan los monos, los pájaros y los cocodrilos, a la emoción de la conquista humana se suma la que proporciona la naturaleza. Veo un tucán volando hacia la espesura de la selva, distingo su pico amarillo y por un instante me siento feliz.

Antes de irme, desde el ventanal del hotel, observo de nuevo esa imagen, que tiene algo de misteriosa e inquietante: los barcos inmóviles, haciendo cola, esperando su turno para pasar del Pacífico al Atlántico. Pagan en función de su tamaño y del tipo de carga que transportan. Los que más pagan son los de pasajeros. Bien, sonrío mientras cierro la maleta. Incluso en esta época en la que aparentemente solo importan los mercados, las personas siguen siendo lo más valioso.

 

Martín Casariego

El Viajero

 

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