Un “par de viejos abandonados” que viven en Granada
Milángela Balza* | lavozdelmuro.net
Una camisa azul con el logo amarillo y rojo de Superman cubre la cabeza de su esposo. No está amarrada, solo está sobrepuesta. A cada rato cuida que no se le caiga para que la temperatura de 33 grados centígrados no lo afecte. Ella tiene atada una tela naranja sobre su cabeza, simple, sin personajes de comics que presumir. Sin embargo, la piel tostada de ambos ya evidencia los estragos del sol.
Además de la camisa de Superman, el anciano postrado en una silla de ruedas combate el calor con un fresco de melón: la bebida se sirve en una bolsa plástica y se toma con un pitillo (o pajilla, como le dicen en Nicaragua). Es similar a la “teta” venezolana, pero, en este caso, el contenido no es helado, sino líquido. Verificar que él esté bebiendo el fresco de una cubeta roja es otra de las tareas de la anciana.
La razón del constante chequeo es la poliomielitis que padece su pareja desde hace cuatro años: su torso está caído hacia el lado derecho. Mientras revisa que todo esté bien, ella, desde la parte de atrás de la silla de ruedas, pica un trozo de un pequeño pedazo de pan para darle de comer. Sabrá Dios si alguien le dio ese pan o ella lo compró con la limosna de algún turista de Granada, Nicaragua.
El compartir lo realizan al lado de “La Taberna de Lukaz”, cuyo eslogan es “lugar de comer y beber bien”. Es uno de los restaurantes que comprende el casco colonial de Granada, considerada la ciudad más antigua del continente americano: los techos de tejas y las altas puertas todavía son insignia de los negocios, mientras que desde lo alto de su catedral se admira el lago de Nicaragua y el inactivo volcán Mombacho.
La pareja culmina su manjar del día, la viejita verifica por enésima vez que la camisa de Superman esté sobre la cabeza de su viejo, que él se tome su fresco de melón, y continúan su camino por La Calzada de Granada.
“Somos un par de viejos abandonados. Todos los días salgo a ver qué encuentro porque él me pide comida. Quisiera tener huevito o avenita, porque así pudiera resolver”, me comenta mientras me pide algo de dinero. Yo solo le doy 20 pesos sin saber si eso realmente le alcanza para algo.
En su camino, pasan al frente de “Filetes Nicaragua Mía”. Allí una mesera echa baldes de agua para limpiar el piso de las afueras del lugar, donde están las mesas del restaurante. Jorobada y arrastrando sus zapatos parecidos a unos de marca Crocs (pero muy desgastados), la anciana se acerca a la mujer de uniforme con camisa blanca y pantalón negro, quien deja uno de los baldes todavía con agua sobre una de las sillas. Aquella aprovecha para meter sus manos, frotarlas y volver a mover la silla de ruedas con el peso de su esposo. La mesera culmina su labor al vaciar ese último balde.
En “Pizzería La Terraza” le prestan menos atención, al igual que cuatro mujeres que se toman una selfie: niegan con la cabeza cuando ella se les acerca con su mano extendida.
“No le haga caso a nadie, ¿oyó, mija? Ya yo me voy para la casita”, me recomienda cuando despedimos nuestro breve encuentro. Según cuenta, vive a como a 10 cuadras del casco colonial de Granada. “Vive largo”, dirían los nicaragüenses.
A través de mi cuello, empiezo a sentir las plumas húmedas del solitario que guinda de mi oreja izquierda. Decido comprar una botella con agua a un grupo de mujeres que venden raspados (sí, los mismos que se conocen en Venezuela), frescos y otras bebidas, mientras vociferan las infidelidades de sus parejas. Me cuesta 20 pesos.
*Milángela Balza es una periodista venezolana.