Los ilegales barcos-cárceles de Estados Unidos
Seth Freed Wessler* | NYT
En las noches, cuando caía la lluvia de noviembre y no había dormido en absoluto, Jhonny Arcentales tenía visiones de sí mismo muerto y de que su cuerpo era arrojado al oscuro mar. Se imaginaba a su esposa y a su hijo adolescente lanzando su ropa en una fosa en un cementerio y una reunión en la iglesia local para su funeral. Habían pasado más de dos meses desde que Arcentales, un pescador de 40 años de la costa central de Ecuador, había salido de su casa y le había dicho a su esposa que regresaría en cinco días. El grillete que lo sujetaba por el tobillo lo mantenía encadenado a un cable a lo largo de la cubierta del barco en todo momento, excepto cuando hacía la travesía ocasional, vigilado por un marino, para defecar en una cubeta. La mayor parte del tiempo, no podía moverse más allá de un brazo de distancia sin chocar con el siguiente hombre encadenado. “El mar antes significaba libertad”, me dijo el ecuatoriano. A bordo de ese barco, sin embargo, “era lo opuesto. Era como una prisión a mar abierto”.
Durante el día, Arcentales se paraba contra la pared y miraba hacia el agua; su mente quedaba en blanco por un momento y al siguiente se llenaba de pensamientos sobre su esposa y su hijo recién nacido. No había hablado con su familia, aunque todos los días solicitaba llamar a casa. Cada vez sentía más pánico y temía que su esposa pensara que estaba muerto.
Arcentales tenía hombros anchos y musculosos tras veinticinco años de jalar redes de pescar del mar. Sin embargo, a bordo del barco podía sentir cómo su cuerpo se encogía por una nutrición deficiente —apenas un puñado de arroz y frijoles— y por la inmovilidad. “En cuantos nos parábamos nos daban náuseas; la cabeza nos daba vueltas”, recuerda. Los veintitantos prisioneros a bordo del navío —ecuatorianos, guatemaltecos y colombianos— a menudo pasaban la noche de pie, con dolor de espalda, su cuerpo helado por el viento y la lluvia, esperando que saliera el sol y los secara.
Durante las primeras semanas, Arcentales había recurrido a su amigo Carlos Quijije, otro pescador del pequeño pueblo de Jaramijó, para que lo calmara. Estaban encadenados uno al lado del otro y el joven de 26 años tenía otro enfoque. “Tranquilo, hermano, todo va a salir bien”, recuerda Arcentales que le decía Quijije. “Nos llevarán a Ecuador y podremos ver a nuestra familia”. Pero después de dos meses de estar prisioneros a bordo del barco, Quijije parecía igual de abatido. Con frecuencia pensaban que simplemente desaparecerían.
Mientras, ese mismo noviembre de 2014 en la casa cuadrada de ladrillos donde vivía Arcentales en Ecuador, su esposa, Lorena Mendoza, y sus hijos rezaban juntos en espera de su regreso. En Jaramijó llega a suceder que desaparecen los pescadores; a veces quedan varados por un motor que ya no funciona, son baleados por piratas o naufragan en medio de una tormenta. “Siempre me preocupaba que no volviéramos a verlo”, me dijo Mendoza. “Pero regresaba a casa”. Esta vez ella estaba segura de que recibiría una llamada para ir a recoger el cuerpo ahogado de los muelles.
Mendoza no tenía manera de saber que su esposo seguía vivo. Había salido de Jaramijó porque su familia necesitaba dinero tan desesperadamente que había aceptado un trabajo para contrabandear cocaína. Mar adentro en el Pacífico, Arcentales y los otros pescadores con los que iba fueron detenidos, pero no por piratas ni justicieros, sino por la Guardia Costera de Estados Unidos, desplegada a más de 3200 kilómetros de las costas estadounidenses para rastrear cocaína proveniente de los Andes.
Durante el año fiscal que terminó en septiembre de 2017, la Guardia Costera capturó a más de 700 sospechosos y los encadenó a bordo de barcos estadounidenses.
En los últimos seis años, más de 2700 hombres como Arcentales han sido capturados cuando iban a bordo de botes bajo sospecha de contrabandear cocaína colombiana a Centroamérica, para después ser trasladados por el océano durante semanas o meses mientras los barcos estadounidenses continúan su patrullaje. Estos pescadores convertidos en narcomenudistas son atrapados en aguas internacionales o en mares fuera de aguas estadounidenses; a menudo tienen un escaso o nulo conocimiento de adónde debían llegar las drogas que llevaban en su bote. Aun así, casi todos estos lancheros son arrastrados por el Pacífico y entregados en Estados Unidos para enfrentar cargos criminales ahí, en lo que constituye un amplio ejercicio extraterritorial del poder legal de Estados Unidos.
La Guardia Costera de EE. UU. nunca estuvo destinada a manejar una flota de, en palabras de un exabogado de la agencia, “Guantánamos flotantes”. En Estados Unidos, la imagen pública de la Guardia Costera es la de un organismo que realiza acciones humanitarias, celebrada en medios locales por rescatar a personas naufragadas en Montauk, Nueva York, o a sobrevivientes de los huracanes en Florida. Sin embargo, como la única rama del ejército que también actúa como agencia de procuración de justicia, este servicio de 227 años de antigüedad se dedica igualmente a interceptar el contrabando, desde traficantes chinos de opio hasta a quienes traficaban ron durante la era de la prohibición del alcohol en EE. UU.
Durante siglos, para arrestar a los contrabandistas, los operativos de la Guardia Costera esperaban a que estos cruzaran hacia las aguas territoriales estadounidenses. Luego, en la década de los setenta, cuando se disparó el tráfico de marihuana por la ruta de Colombia hacia el Caribe antes de encaminarse a Estados Unidos, los funcionarios del Departamento de Justicia argumentaron ante el congreso que la ley estadounidense de ese entonces restringía la capacidad de castigar a los narcotraficantes atrapados en altamar. Aunque la Guardia Costera —entonces una rama del Departamento de Transporte— pudiera perseguir a los traficantes hacia el Caribe, los abogados del Departamento de Justicia rara vez podían declarar culpables de algún delito en los tribunales estadounidenses a los traficantes capturados en la ambigua zona legal de las aguas internacionales.
El congreso respondió con un conjunto de leyes que incluía la Maritime Drug Law Enforcement Act (Ley marítima judicial contra las drogas) de 1986; esta definía al narcotráfico en aguas internacionales como un crimen en contra de Estados Unidos, incluso cuando no había pruebas de que las drogas, a menudo transportadas en navíos extranjeros, estaban destinadas a ese país. A la Guardia Costera se le dio la autoridad de buscar a sospechosos de tráfico y llevarlos ante los tribunales estadounidenses.
En los años noventa y dos mil, un promedio de doscientas personas eran detenidas al año con esta normativa. Luego, en 2012, el Comando Sur del Departamento de Defensa, al que se había encargado la tarea de liderar la guerra contra las drogas en el continente, lanzó una campaña militar multinacional llamada Operación Martillo. Su objetivo era cerrar las rutas de contrabando en las aguas entre América del Sur y Central, al detener a los grandes cargamentos de cocaína transportada en lanchas de motor que viajaban a miles de kilómetros de distancia de Estados Unidos antes de que esos cargamentos fueran divididos y llevados por tierra a México y luego a territorio estadounidense. Para 2016, con la estrategia del Comando Sur y la ayuda intermitente de la Armada de Estados Unidos y algunos socios internacionales, la Guardia Costera detuvo a 585 presuntos narcotraficantes, la mayoría en aguas internacionales. Ese año, 80 por ciento de esos hombres fueron llevados a Estados Unidos para enfrentar cargos criminales, mucho más que el tercio de los detenidos que fueron trasladados allá en 2012.
Durante el año fiscal que terminó en septiembre de 2017, la Guardia Costera capturó a más de 700 sospechosos y los encadenó a bordo de barcos estadounidenses.
Es como si sus derechos quedaran suspendidos durante su captura en el mar.
Durante el último año, he entrevistado a siete hombres que fueron detenidos por la Guardia Costera, algunos de los cuales aún están en una prisión federal estadounidense, y he recibido cartas detalladas de otros doce, algunas con dibujos a lápiz de los barcos de detención. La mayoría de estos hombres siguen confundidos debido a su captura por parte de los estadounidenses y dudan que los oficiales estadounidenses tuvieran la autoridad para arrestarlos y encerrarlos en una prisión. Dicen que el recuerdo de su surreal encarcelamiento en el mar es lo que más los atormenta. Junto con miles de páginas de registros ante la corte, así como entrevistas con oficiales actuales y anteriores de la Guardia Costera, estos detenidos crean un retrato sórdido de las condiciones de su prolongada captura en barcos movilizados como parte de la guerra extraterritorial contra las drogas.
Tanto los oficiales de la Guardia Costera como los fiscales federales justifican su prolongada detención, arguyendo que sospechosos como Arcentales no están formalmente bajo arresto cuando los retiene la Guardia Costera. Mientras están a bordo, no se les lee la llamada advertencia Miranda (los derechos a los que usualmente acceden las personas detenidas) ni se les asigna un abogado defensor ni se les permite establecer contacto con su consulado o con su familia. No parecen beneficiarse de las reglas federales de procedimientos criminales que dictan que los sospechosos de algún delito arrestados fuera de Estados Unidos deben ser presentados ante un juez “sin retraso innecesario”. Es como si sus derechos quedaran suspendidos durante su captura en el mar.
“Está grabado en la mente de los guardias costeros”, dice Eugene R. Fidell, exabogado de la Guardia Costera que da clases en la Facultad de Derecho de Yale, “que las restricciones judiciales usuales no son aplicables”.
El aumento en las detenciones y las acciones penales internas derivadas de la actividad extraterritorial se dieron en gran medida bajo el ojo vigilante del general John Kelly, quien de 2012 a 2016 fungió como el jefe del Comando Sur y ahora es el jefe de personal de la Casa Blanca. Durante mucho tiempo, Kelly ha defendido la idea de que el narcotráfico y la violencia relacionada con las drogas en Centroamérica constituye lo que ha llamado una amenaza “existencial” en contra de Estados Unidos y que, para proteger su tierra, la procuración de justicia estadounidense debe ir más allá de las fronteras del país. En abril pasado, durante su corto periodo como secretario de Seguridad Nacional de Trump, un departamento del que ahora depende la Guardia Costera, Kelly dio una conferencia en la Universidad George Washington. “Somos un país que está bajo el ataque” de redes criminales transnacionales, le dijo a la audiencia. “Cuanto más empujemos hacia afuera nuestras fronteras, más seguridad nacional tendremos”, dijo. “Eso incluye el interdicto de la droga por parte de la Guardia Costera en el mar”.
Ante los cuestionamientos sobre las detenciones, un vocero de la Casa Blanca dijo: “Bajo el mando del general Kelly, el personal estadounidense trató a los detenidos de manera humanitaria y siguió todas las leyes aplicables”. El vocero se negó a dar más comentarios.
Arcentales, como la mayoría de los hombres con los que creció en Jaramijó, comenzó a pescar desde que era adolescente y nunca paró. A menudo trabajaba con Quijije, quien vivía con su esposa, su hija y la familia de su esposa en una casa de dos cuartos cercana a la de Arcentales. Este y Quijije, después de sus jornadas en el esquife de su jefe, se encontraban y hablaban durante horas sobre sus hijos y sus planes de algún día comprar un bote propio.
Arcentales nunca tuvo mucho dinero. Los 6000 dólares que llegaba a ganar al año, a bordo del esquife y en trabajos de uno o dos meses en barcos atuneros, no alcanzan para mucho en la economía ecuatoriana. La casa donde vivían él y Mendoza constaba de una habitación compartida por nueve personas: su hijo adolescente, Enrique; las dos hijas más grandes de Mendoza de un matrimonio anterior, Nelly y Juliana, que entre las dos tienen tres hijos; y el esposo de Nelly, Wladimir Jaramillo. Todos dormían en colchones raídos y compartían un solo baño. Cuando llovía, el techo goteaba y el agua lodosa se escurría por la puerta.
Ecuador es un punto secundario de envío para los grupos de narcotraficantes colombianos que trabajan cada vez más para los carteles mexicanos.
La ansiedad por la falta de fondos se volvió alarmante en 2014, cuando Mendoza quedó embarazada inesperadamente a los 43 años. El doctor le recetó reposo y Arcentales, demasiado preocupado de quedarse mucho tiempo en el mar durante la gestación, comenzó a trabajar menos. Ese julio, Mendoza dio a luz a un varón que llamaron Ismael. Ahora era un hogar de diez. Faltaban más de dos meses para su próximo viaje pesquero y Arcentales no podía dejar de sentir un persistente sentimiento de fracaso. “A veces, acostado de noche, me preguntaba: ‘¿Voy a vivir toda mi vida en una choza que prácticamente se cae a pedazos?’”, contó. “’¿Qué les voy a dejar a mis hijos?’”.
La mañana del 5 de septiembre, después de pasar una muy mala noche, Arcentales se despidió de Mendoza y de sus hijos. “Viejita”, le dijo, “no te preocupes, todo va a estar bien”. Un pescador que Arcentales conocía desde hacía años le había estado pidiendo, durante dos años, que aceptara un trabajo para traficar cocaína. Arcentales siempre se había negado. Pero cuando salió de casa esa mañana de septiembre, fue a buscar a ese hombre. Ecuador es un punto secundario de envío para los grupos de narcotraficantes colombianos que trabajan cada vez más para los carteles mexicanos y en Jaramijó cada vez se ven más reclutadores, a quienes llaman enganchadores. Los residentes del pueblo han visto cómo sus vecinos regresan de lo que dicen fueron viajes pesqueros con la posibilidad de comprar autos o arreglar sus casas. Los habitantes le llaman a ese viaje “la vuelta”. Los pescadores le dijeron a Arcentales que ganaría 2000 dólares de entrada y 20.000 a su regreso, al igual que su acompañante. Arcentales apenas y llegaría a ganar eso en tres o cuatro años. Si Quijije se le unía, por fin podrían comprar su propio bote.
La noche siguiente, él y Quijije se encontraron con otro hombre en San Lorenzo, cerca de la frontera con Colombia. El hombre los condujo a un esquife, le dio a Arcentales un rastreador GPS e instruyó al par que se encontraran con otro bote a 50 millas náuticas. Les dijo que ahí recogerían 100 kilos de cocaína, dividida en cuatro paquetes, y les dio las coordenadas de otra embarcación a menos de un día de viaje en la que dejarían las drogas y así terminaría su tarea. Sin embargo, cuando llegaron al lugar para recoger la droga, les dieron 440 kilos de cocaína y se les unió un colombiano con cara de niño que hacía poco había cumplido 20 años, llamado Jair Guevara Payán y a quien le habían pagado para vigilar la droga. Payan llevó a Arcentales y Quijije en una travesía de cinco días, casi 2000 kilómetros al norte, mucho más lejos de lo que cualquiera de los dos jamás se hubiera aventurado a ir. Arcentales consideró negarse, pero sabía que no tenía una oportunidad real ahora que estaban en medio del mar. “Nos habían jodido”, me dijo.
Cuando Arcentales, Quijije y Payán finalmente llegaron a sus coordinadas de destino, a 230 kilómetros de la costa de Guatemala, una pequeña lancha de motor se dirigió a ellos, seguida de otra. Juntos, los hombres descargaron la droga en una de sus lanchas y Payán se alejó en ella junto con un par de hermanos guatemaltecos que tripulaban la primera lancha. Les dijeron a Arcentales y Quijije que se subieran a la segunda lancha, un esquife llamado Yeny Arg, y que dirigían los otros dos guatemaltecos, Giezi Zamora, un mecánico, y Héctor Castillo, un pescador. Los cuatro se dirigieron a la costa y Arcentales bajó la guardia por primera vez desde que habían partido. “Somos libres”, pensó para sí mismo, y casi se quedó dormido.
Sin embargo, un avión de patrullaje de la Armada de Estados Unidos había estado siguiendo al bote guatemalteco desde la mañana. La tripulación del avión había visto a los hombres subirse a las lanchas que habían llegado y el Comando del Sur había contactado a la Guardia Costera. Pronto, Arcentales avistó el blanco barco militar, luego una lancha de motor con cinco oficiales que se dirigía a ellos rápidamente. Les ordenaron a Arcentales y a los demás no moverse, y los hombres alzaron las manos.
Se considera que cuando las embarcaciones no están registradas a un país o no ondean la bandera de alguna nación, no pertenecen a ningún Estado y las leyes marítimas permiten a oficiales estadounidenses abordarlas. Cientos de estos botes no marcados salen de Ecuador y Colombia al año. Pero el Yeny Arg sí estaba registrado en Guatemala, así que los federales se pusieron en contacto con sus contrapartes guatemaltecas para obtener permiso bajo un tratado bilateral, de abordarlo y realizar una búsqueda. Las autoridades estadounidenses tienen cerca de 40 acuerdos con países de todo el mundo para ingresar a navíos extranjeros. Para algunos países, esta acción procesal aligera la carga para sus sistemas penales; en otros, EE. UU. ha presionado a los gobiernos para alcanzar esos acuerdos. Por lo general los países del continente americano y del Caribe han permitido a los oficiales estadounidenses abordar y hacer búsquedas en embarcaciones con sus banderas.
Los guardas costeros buscaron durante varias horas el Yeny Arg. A la media tarde, pasaron a Arcentales, Quijije y los dos guatemaltecos a la lancha de motor de la Guardia Costera y los entregaron al barco de esta misma. Una vez a bordo, les tomaron fotos. Menos de doce horas después, llevaron a los hombres a un barco de la Guardia Costera llamado Boutwell, un patrullero de 46 años de antigüedad que mide 115 metros y cuenta con una tripulación de 160 personas. Payán y los hermanos guatemaltecos de la otra lancha ya estaban a bordo.
No se les dijo a dónde los llevarían ni se les permitió llamar a sus familias. Los oficiales les ordenaron desvestirse y ponerse un overol blanco ligero, y luego los guardias los condujeron por unas escaleras hacia la cubierta y a un hangar. Arcentales sintió cómo se cerraba un grillete alrededor de su tobillo. Él y Quijije se vieron entre sí, y luego voltearon a ver sus tobillos, que ahora estaban sujetos al piso con cadenas cortas. Sus camas serían unos delgados tapetes de hule. “Me agarró una profunda tristeza”, dijo Arcentales. “Justo en ese momento cambió mi vida”.
Ya a bordo del Boutwell, Arcentales y los demás hombres comenzaron a preguntarle a los guardias a dónde los llevaban. Uno de los guardias, que hablaba español, les explicó que los oficiales estadounidenses se estaban coordinando con los de su país para arreglar el traslado. Según Arcentales, este guardia le dijo que en cinco días estaría en tierra. Pasaron varias noches en el Boutwell. Luego, cuando salió el sol al quinto día, los hombres divisaron tierra. Pudieron ver un volcán, luego un puerto; la topología parecía indicar que estaban en Centroamérica. “Pensamos que estábamos regresando a nuestro país”, dijo Arcentales. “Creímos que nos entregarían a migración. A migración o al consulado ecuatoriano”.
No obstante, cuando ya estaban cerca del muelle apareció un guardia con una cubeta de plástico que les serviría como escusado. Un oficial cerró las puertas del hangar donde los tenían. A través de pequeños huecos en la pared, podían ver a gente caminando en el muelle. Los guatemaltecos reconocieron el puerto, llamado Acajutla. Pasó una hora, luego cuatro, luego ocho. Entonces los delgados rayos de luz que habían brillado a través de los hoyos en el hangar se esfumaron y sintieron que el Boutwell se ponía en marcha.
Los motores del navío rugieron y un guardia abrió las puertas: vieron que el sol se ponía mientras zarpaban de nuevo mar adentro. Durante media hora, o quizá fue una hora, estuvieron sentados en silencio, viendo cómo el agua y el cielo se oscurecían, y pensaron en sus familias. Esa noche, lloraron Arcentales y Castillo, el pescador guatemalteco, sus pechos jadeantes, mientras los demás hombres miraban hacia el mar.
Cuando el sol salió a la mañana siguiente, los hombres se miraron los unos a los otros ya no como compañeros prisioneros accidentales, sino como acompañantes para un trayecto de largo plazo. El guatemalteco Castillo, a unos días de cumplir 24 años, le preguntó a Arcentales –a quien llamaba “Don Jhonny”– sobre su familia. Se enteraron de que Zamora, Quijije y Arcentales tenían hijos recién nacidos o en camino. “Hablábamos de nuestros hijos pequeños”, dijo Arcentales sobre las conversaciones que sostenían. “Luego había días en los que no pronunciaba palabra. Me quedaba ensimismado pensando en mis hijos, mi bebé, mi fracaso”. Todos habían aceptado la oferta del contrabando ante lo que pensaban era una posibilidad remota de arresto, con tal de brindarle algo a su familia. Castillo dijo que él ya había dado “la vuelta” dos semanas antes. Había sido relativamente fácil, así que aceptó hacer otra. “Empiezas a pensar que puedes salirte con la tuya”, me dijo Castillo.
Funcionarios de la Guardia Costera y del Comando Sur, incluyendo a John Kelly, han argumentado que la agencia confiscaría cuatro veces más cocaína si tuviera más embarcaciones para movilizar. “Debido al déficit de activos, no podemos pasar del 47 por ciento del presunto tráfico marítimo de drogas”, dijo Kelly en una audiencia ante el Comité de Servicios Armados del Senado en 2014. “Solo puedo quedarme sentado y veo cómo pasan”. La producción colombiana de cocaína está de nuevo al alza y aunque la Guardia Costera ha confiscado cerca de 15.000 kilos de la droga durante el último año, en septiembre pasado los oficiales de la agencia advirtieron que requieren más recursos para detener ese flujo.
En esa línea, los funcionarios gubernamentales sostienen que la información que obtienen de esos navegantes de poca monta es clave para investigar y desmantelar las grandes redes delictivas transnacionales. La Guardia Costera ha declarado que, de 2002 a 2011, los casos en contra de estos traficantes marítimos han ayudado al gobierno estadounidense a afianzar tres cuartos de las extradiciones de capos colombianos. Las declaraciones juradas más recientes en los casos criminales en contra de tres líderes narcotraficantes mexicanos y centroamericanos, incluyendo la de Joaquín “el Chapo” Guzmán, han señalado la intercepción de esas embarcaciones como puntos pequeños pero claves que forman parte de la constelación más amplia de evidencia.
Al vincular a los capos con las embarcaciones, los fiscales pueden añadir el tráfico marítimo a la lista de cargos en su contra. Sin embargo, de los pescadores atrapados a bordo de estos pequeños botes de contrabando, muchos son detenidos en su primera o segunda vuelta, con frecuencia solo tienen acceso a pedazos de información sobre la gente para la cual están trabajando. En buena medida, los hombres como Arcentales apenas si conocen la identidad de su reclutador; en ocasiones saben solo su nombre de pila o su alias, y nada más. “No son piezas clave de este proceso”, dijo Bruce Bagley, un importante estudioso del narcotráfico y profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Miami. Al procesarlos, añadió, “no estás deteniendo las grandes operaciones”.
El 6 de octubre, 25 días después de que los capturaron, el Boutwell regresó a su puerto base, en San Diego. La tripulación del barco se formó para que les sacaran fotos sobre la cubierta detrás de las pacas de cocaína envueltas en lona negra, obtenidas de catorce embarcaciones contrabandistas, incluyendo presuntamente la de Payán, y con un valor de más de 400 millones de dólares, de acuerdo con la Guardia Costera.
La cocaína llegó a tierra mucho antes que los detenidos. Durante 44 días más, Arcentales, Quijije, Payán y los guatemaltecos fueron transferidos de un barco a otro; pasaban una semana o diez días en uno, algunos días más en otro, pero siempre encadenados. “Recuerdo que una vez le pregunté al oficial enfermero si podía hacerme un favor”, escribió más tarde Payán en una carta: “Darme un tiro y matarme, lo cual le agradecería, porque ya no podía soportar más aquello”.
Conforme esos mortíferos días se sucedían uno tras otro, el hambre comenzó a rivalizar con sus familias como su preocupación central. Los registros de comida de los barcos de la Guardia Costera y los testimonios de sus oficiales muestran que, en algunas embarcaciones, la comida de los detenidos consistía solo de pequeñas porciones de frijoles negros y arroz, de vez en cuando con un poco de espinacas o pollo. Arcentales dice que aprendió a comer despacio, para hacer que su mente creyera que el plato tenía más comida de la real. Los hombres alcanzaron a ver que los guardias tiraban lo que ellos no se habían terminado en bolsas de basura que colgaban cerca e idearon un plan. “Alguien pedía que lo llevaran al baño para tratar de alcanzar la basura y tomar la comida tirada”, declaró en su testimonio Quijije. Se pasaban un pedazo de sobras de pollo uno al otro, cada uno dando una mordida y pasándolo al siguiente, hasta que ya solo quedaba el puro hueso. Después de dos meses de detención, según lo que dice Arcentales, había perdido 9 kilos; Payan dice que él bajó 23.
Su noción del tiempo comenzó a distorsionarse. “Ya no podíamos aguantar vivir en esas condiciones por tanto tiempo”, escribió más tarde Arcentales en una carta. “Ni nos importaba dónde nos dejarían; estábamos desesperados por hablar con nuestra familia”. La Guardia Costera y el Departamento de Justicia sostienen que todos los detenidos reciben un trato humanitario y en observancia de la ley. La Guardia Costera afirma que encadena a los detenidos y los esconde cuando están en los puertos por su propia seguridad y la de la tripulación.
Expertos advierten que los periodos prolongados de detención empleados por Estados Unidos en su campaña contra las drogas contravienen las reglas internacionales de derechos humanos.
La Guardia Costera no tiene la discrecionalidad para decidir dónde y cuándo transferir a los detenidos como parte de la intercepción de drogas. Esas decisiones las toman el Departamento de Justicia, la Administración para el Control de Drogas (DEA, por su sigla en inglés) y los fiscales federales a partir de información proporcionada por la Guardia Costera. Los oficiales con los que hablé –uno de los cuales estaba lo suficientemente perturbado como para llamar a los navíos “barcos prisión”– dicen que quisieran sacar a los detenidos mucho más rápido de sus barcos, que reconocen nunca fueron diseñados para funcionar como centros de detención. Los agentes de la DEA asientan en los documentos de la corte que los traslados rápidos a tierra estadounidense son logísticamente imposibles, pues pocos países permiten traslados por avión y hay una escasez de vuelos disponibles de la DEA. La Guardia Costera señala que la agencia patrulla 15 millones de kilómetros cuadrados, lo que deviene en “retos logísticos y de transportación”.
Sin embargo, hay evidencias en esos documentos de la corte de que algunas consideraciones presupuestarias también podrían estar detrás de los retrasos. En 2015, un oficial del Comando del Sur sugirió en un correo electrónico dirigido a un agente de la DEA –que estaba encargándose del traslado de un detenido de la Guardia Costera– que la agencia “podría ahorrarles costos a los contribuyentes” si sopesara los beneficios de una ruta de regreso con respecto a otra. En un informe de abril de 2017 de un caso distinto, el gobierno de EE. UU. argumentó que mover un barco patrullero de su ronda normal en busca de narcotraficantes para acelerar el traslado de un detenido constituiría “una pérdida considerable de tiempo y de recursos gubernamentales”.
En cambio, los barcos de la Guardia Costera y las fragatas que les presta la Armada de Estados Unidos van llenando lentamente sus hangares o cubiertas y esperan para hacer bajar a los detenidos cuando pueden arreglarse paradas con oficiales de otros países o vuelos con la DEA. Otros detenidos simplemente son mantenidos a bordo de los patrulleros mientras estos regresan a San Diego o atraviesan el Canal de Panamá en su camino hacia puertos de la costa este. Sin importar la ruta, los jueces federales reiteradamente condonan las protecciones normales en contra de una detención extendida previa a un juicio y aceptan el argumento gubernamental de que transferir a los detenidos del Pacífico es demasiado complejo logísticamente como para permitir que estén frente a un juez de manera rápida. Así que, con los años, los jueces federales han permitido periodos de detención cada vez más largos: cinco días en el Caribe en 1985; luego once en 2006; para 2012, diecinueve días en el Pacífico. Ahora, el tiempo promedio de detención es de dieciocho días. Un oficial me dijo que han tenido hombres detenidos hasta durante noventa días.
A diferencia de los arrestos nacionales, que estipulan que solo se puede acusar a las personas en la jurisdicción que corresponda a su delito, los traficantes marítimos pueden ser procesados en cualquier lugar.
Expertos en materia de derechos humanos y de las leyes marítimas advierten que los periodos prolongados de detención empleados por Estados Unidos en su campaña contra las drogas contravienen las reglas internacionales de derechos humanos. “En un contexto europeo, lo que hace EE. UU. no cumpliría con los estándares”, dice Efthymios Papastavridis, un especialista en leyes marítimas en la Universidad de Oxford. “Tendría que medirse contra las leyes de debido proceso y derechos humanos, y es poco probable que pasara la prueba”.
Sin embargo, Melanie Reid, una exfiscala federal de la División de Narcóticos Peligrosos del Departamento de Justicia, dijo que la postura de la unidad es que “las horas no empiezan a correr, en términos procesales, sino hasta que estas personas llegan a Estados Unidos y son arrestadas”. Un abogado sénior de la Guardia Costera escribió en un artículo de 2016 sobre la aplicación de las leyes marítimas y los derechos humanos que “por lo general no hay un remedio disponible contra estas demoras para los acusados”.
Setenta y siete días después de que su esposo se fue a “la vuelta”, el 21 de noviembre de 2014, Lorena Mendoza se dirigió, con su recién nacido en una carriola desde Jaramijó hasta la cercana ciudad portuaria de Manta, como parte de una procesión por la Virgen de Montserrat. Entre una multitud de miles de personas que se amontonaban en las calles junto con bandas de metales, rezó por su esposo, mientras se imaginaba cómo sería la vida de ella si él estuviera de verdad muerto.
Cuando regresó a casa, descubrió que tenía varias llamadas telefónicas perdidas, hechas desde Estados Unidos. A las 11:00 de la mañana del día siguiente el teléfono sonó de nuevo. “Aquí estoy”, dijo Arcentales. “Estoy vivo”. Mendoza lloró, inundada por un sentimiento de gran alivio. “Gracias a Dios que puedo escuchar de nuevo a mi familia, gracias a Dios que están bien”, dijo Arcentales.
Varios días antes, el barco estadounidense había hecho una travesía más a un puerto, esta vez a la costa de Panamá. En esta ocasión les dijeron a los detenidos que se pusieran de pie. Los guardias soltaron sus grilletes y los sacaron del barco. Arcentales pensó que pronto vería a su familia. Entonces escuchó a un guardia anunciar: “Caballeros, afuera los esperan agentes de la DEA. Irán a Estados Unidos”.
A diferencia de los arrestos nacionales en Estados Unidos, que estipulan que solo se puede acusar a las personas en la jurisdicción que corresponda a su delito, los traficantes marítimos pueden ser procesados en cualquier lugar, con tal de que sea el primero en el que aterrizan o en el Distrito de Columbia, la capital del país. Los agentes de procuración de justicia estadounidenses parecen preferir llevar las acusaciones de contrabando marítimo ante cortes en Florida, donde las agencias federales han establecido fuerzas especiales contra las drogas compuestas por varias agencias y los fiscales tienen experiencia en este tipo de casos. Hacer esto en Florida pudo haber tenido algún sentido práctico en la década de los ochenta e incluso en la década de los noventa, cuando la mayor parte de las intercepciones marítimas tenían lugar en el Caribe. Pero ahora, cuando el tráfico por mar se ha movido de manera significativa hacia el Pacífico, el deseo de procesar a los acusados en tribunales federales floridanos muy probablemente ha desempeñado un papel en las cada vez más prolongadas detenciones marítimas.
Una razón por la que se han llevado pocos casos a la costa oeste podría ser que la Corte de Apelaciones del Noveno Circuito, que abarca California, ha puesto un límite al alcance de la Guardia Costera de EE. UU. A diferencia de los tribunales de la costa este, el Noveno Circuito requiere que los fiscales federales comprueben que las drogas descubiertas en las embarcaciones extranjeras registradas realmente estaban destinadas a Estados Unidos. Esa decisión de 1994 hizo que el marco legal de California fuera más parecido al que existía a nivel nacional en los años ochenta. El tribunal del circuito determinó que procesar a traficantes encontrados a bordo de un navío con una bandera extranjera sin probar que su cargamento estaba destinado a los mercados estadounidenses viola las protecciones al debido proceso consagradas en la Quinta Enmienda de la Constitución de Estados Unidos.
“Tratamos de no llevar esos casos al Noveno Circuito”, dijo Aaron Casavant, un abogado de la Guardia Costera que hasta 2014 brindó asesoría legal a las operaciones de aplicación de la ley de la agencia y quien hace poco escribió un artículo en el que defiende el fundamento legal de la procuración de justicia extraterritorial. Casavant señala que hay más abogados y más jueces con experiencia marítima en Florida. Sin embargo, también hay que destacar que el Departamento de Justicia muy probablemente perdería un caso como el de Arcentales si lo llevara ante el Noveno Circuito por la obligación de comprobar el posible destino. Así que la mayoría de los casos se juzgan en el Undécimo Circuito de Florida, donde no hay tal obligación.
Orlando do Campo, un abogado defensor privado asentado en Miami, ha sido asignado a llevar veintitrés casos de narcotráfico marítimo ante las cortes. “Es como un documental sobre naturaleza, cuando ves al halcón sacar a los peces del agua; el pez dice: ‘¿Qué diablos estoy haciendo en el aire?’”, dijo Do Campo. “Para ellos, eso es lo que es Florida. ‘Hace unas semanas, estaba en Ecuador, luego fui a la mitad del Pacífico y ¿ahora estoy aquí?’ Es absolutamente surreal”.
Pusieron a Arcentales, Quijije, Payán y los cuatro guatemaltecos en un vuelo a Florida. El 19 de noviembre fueron formalmente arrestados. Arcentales menciona que le dijo a un agente federal todo lo que sabía sobre la operación. “Pero la verdad”, me dijo Arcentales, “es que no sé nada de todo eso”. Por lo menos otro hombre del grupo de siete habló también con los investigadores y les dio toda la información que tenía: la ruta que había tomado y el apellido del enganchador que lo había contratado. Los siete aceptaron un acuerdo de culpabilidad. No se presentaron mociones legales que pusieran en tela de juicio las condiciones de su prolongada detención.
Cuando los abogados defensores llegan a presentar esas mociones, que es poco frecuente, estas tienen un efecto muy reducido. Los abogados de tres hombres que llegaron a estar detenidos en el mismo patrullero que uno en los que estuvo Arcentales solicitaron a una corte federal desistir de la formulación de cargos debido a una “conducta gubernamental indignante”. El juez dijo que le inquietaban los relatos de los detenidos sobre su “nutrición inadecuada, pérdida de peso, falta de privacidad para hacer sus necesidades y carencia de suficiente protección ante los elementos”. Aun así, dijo, tal “tratamiento inhumano” no había sido utilizado “en un esfuerzo para conseguir presentar los cargos”, por lo que no podía desestimar las imputaciones. “Eso no quiere decir que esta corte condone ese trato hacia los detenidos”, añadió. “En absoluto”.
La Guardia Costera ha declarado que, de 2002 a 2011, los casos en contra de estos traficantes marítimos han ayudado al gobierno estadounidense a afianzar tres cuartos de las extradiciones de capos colombianos.
El 2 de julio de 2015, Arcentales y Castillo fueron llevados a la corte para una audiencia sobre su sentencia. En las audiencias, según dijo John Kelly este año en un testimonio ante el congreso, los “sospechosos de estos casos divulgan información durante el procesamiento y la sentencia que es crucial para interceptar, extraditar y sentenciar a los líderes de los carteles de la droga, así como desmantelar sus sofisticadas redes”. Sin embargo, la jueza que presidió en el caso de Arcentales, Virginia Hernández Covington, dejó en claro que lo divulgado por el ecuatoriano y el guatemalteco no servía de mucho. “Solo tratan de hacerlo para ganar algo de dinero para su familia”, dijo Covington en la corte. “Cuanto más alto estés, más información tienes”. Continuó: “Los de niveles bajos del escalafón tienen menos información con la cual negociar”.
Los acusados según la ley de control marítimo, incluso las mulas como Arcentales, raramente obtienen sentencias reducidas que correspondan a las condenas mínimas, algo a lo que sí acceden sospechosos capturados en costas estadounidenses cuando portan la misma cantidad de drogas. Convington sentenció a Arcentales a diez años en una prisión federal y a Castillo a un poco más de once.
Cuando conocí a Arcentales por primera vez en la prisión federal Fort Dix de Nueva Jersey, a finales de 2016, su cara era distinta de la angulosa y demacrada que había visto en las fotos que le sacaron los guardias de la prisión poco después de llegar a Florida. Parecía que había recuperado el peso que había perdido en el mar. Nos sentamos uno al lado del otro en la sala de visitas, dispuesta como la sala de espera de un aeropuerto, y hablamos en español en medio del zumbido de las madres y esposas que hablaban en inglés a sus seres queridos encarcelados. Hablando lento y con precisión, me dijo que nunca antes había considerado que al traficar drogas estuviera cometiendo un crimen específicamente en contra de Estados Unidos. Se preguntó repetidamente por qué Estados Unidos no permite que cumpla su sentencia en Ecuador. Por lo menos, dijo, así estaría en contacto con su familia más allá de las llamadas de duración limitada cada tantas semanas. Piensa en ellos constantemente. Y también en los barcos patrulleros de la Guardia Costera en los que estuvo detenido.
“Tenía una pesadilla terrible sobre las cadenas”, me dijo Arcentales en la sala de visitas. “Me despertaba sintiendo que la cadena se hundía en mi tobillo y sacudía la pierna pensando que estaba encadenado, hasta que la sentía libre y me tranquilizaba saber que no estaba amarrado al barco. Me levantaba sudando, casi llorando, pensando que aún estaba encadenado. Con el tiempo se pasa. Pero algo como esto nunca desaparece”.
En la casa que Arcentales dejó atrás, la vida no es menos menesterosa que cuando él partió. Dos semanas después de que Arcentales llegó a Florida, Mendoza abrió una tienda en lo que antes era su pequeña sala de estar. Aunque solo gana 15 dólares en un buen día, cuando me encontré con ella en Jaramijó, había un flujo constante de clientes que llegan a comprar pañales, plátanos o queso al hogar de Mendoza, que está lleno de sus hijos y nietos.
Tanto Mendoza como Arcentales asumieron que su destino, ahora muy conocido en la comunidad, serviría como una advertencia para aquellos a quienes se acercan los enganchadores. En abril, en Fort Dix, Arcentales me dijo que si “pudiera les diría a todos que no vayan, ¡que nunca acepten dar ‘la vuelta’!”.
No obstante, las “vueltas” se han incrementado desde que Arcentales fue sentenciado a prisión. En abril de 2016, un catastrófico terremoto golpeó la costa ecuatoriana. Calles enteras de Jaramijó se derrumbaron y dejaron a miles sin hogar. Los botes pesqueros, así como los trabajos de almacenamiento y enlatado, quedaron destruidos. A más de un año todavía había tiendas de campaña azules, proporcionadas por el gobierno chino como refugios de emergencia, al borde de un peñasco que se alza por encima de los muelles ahora tranquilos del pueblo.
El terremoto llevó a varios desempleados, incluidos los empobrecidos pescadores, en busca de trabajos de contrabando. A finales de 2016, el yerno de Mendoza, Wladimir, quien había estado viviendo en su casa, desapareció. Desde que se lastimó la espalda descargando pescado en Manta, el joven había trabajado vendiendo morocho, una bebida de maíz dulce hecha en casa. Pero con eso solo ganaba unos cuantos dólares al día. Le había estado diciendo a su esposa, Nelly, que estaba pensando en dar una “vuelta”. Wladimir nunca había pescado en toda su vida, según me dijo Nelly, y ella no le creyó nunca que fuera a aceptar ese trabajo. Pero en diciembre de 2016, Wladimir dijo que iba a la tienda y ya nunca regresó. Durante seis semanas, Nelly estuvo preocupada constantemente por su marido y me pedía por mensajes en Facebook si yo podía revisar si estaba en alguna prisión estadounidense. A principios de febrero de 2017, una semana antes de que yo llegara a Jaramijó, Wladimir llamó a Nelly desde una cárcel de Florida. Un barco de la Guardia Costera lo había detenido en el océano Pacífico.
El abogado que la corte le asignó a Wladimir, Joaquín Méndez, argumentó en una corte federal de Florida que el retraso de 31 días entre que fue interceptado y fue presentado en una corte de Estados Unidos violaba los estatutos federales que requieren que los acusados sean procesados en un lapso de treinta días. “La Guardia Costera tomó la determinación calculada de continuar con su interceptación y de mantener a estas personas en las condiciones en las que estaban, mientras la tripulación prosiguió con sus tareas”, le dijo Méndez al juez James I. Cohn.
En lo que quizá fue la primera vez en una corte federal, Cohn desestimó la acusación en contra de Wladimir debido al retraso.
“Si el argumento del gobierno se lleva a su extremo lógico, una persona podría estar detenida indefinidamente por un delito federal mientras el gobierno no presente una demanda formal”, dijo Cohn en la corte. El caso fue desestimado “por sobreseimiento con reservas”, algo que fue un tanto vergonzoso para los fiscales federales pero que les permitió presentar una nueva demanda. A finales de agosto, Wladimir fue sentenciado a diez años de prisión.
En Ecuador, los funcionarios gubernamentales han aconsejado públicamente a los pescadores que rechacen las ofertas de los enganchadores. Sin embargo, todavía hay hombres que hacen el viaje, muchos directamente hacia las redes de la Guardia Costera. Conocí a más de veinte familias en Jaramijó y otros pueblos que han perdido a hombres de esta manera. Una mujer a quien conocí en su casa con techo de paja me dijo que su hijo mayor, un pescador y apenas un adulto, era el que proporcionaba a la familia su única fuente de ingresos. Pero tres meses después del terremoto, los puestos en el mercado de pescado seguían diezmados y solo cerca de un tercio de los pescadores estaba trabajando. Ese hijo siguió a la marea de hombres que se lanzan a altamar.
Una noche de febrero, después de los arrestos de Arcentales y Wladimir, me senté junto a Mendoza bajo un árbol de granadas en la carretera fuera de su casa. Un grupo de sus vecinos y parientes se reúnen ahí casi todas las noches cuando cae el sol y el aire refresca. Mientras hablábamos, un hombre que cargaba dos brillantes peces espada pasó por ahí y saludó con la mano. Uno de los hombres que estaba acostado en una hamaca me dijo que el que pasó había dado la “vuelta” hacía poco. Mendoza señaló en la calle hacia un auto nuevo estacionado cerca de la esquina; el hombre lo había comprado con el dinero de la “vuelta”. Luego, un pariente joven de Mendoza, que hasta entonces había estado echado en silencio en la hamaca, me dijo que estaba pensando en aceptar también ese trabajo. “Ya sé que tengo solo un 50 por ciento de probabilidades de regresar”, dijo. “Sé lo que le pasó a Jhonny”.
*Seth Freed Wessler es un periodista de investigación y adjunto de investigación Puffin en el Investigative Fund del Nation Institute estadounidense.