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Miedos, manías y trucos de grandes autores: de Shakespeare a García Márquez, pasando por Tolstoi

miedos* Un antiguo editor, Richard Cohen, explica el proceso de creación de una obra literaria, revelando las inseguridades, las manías o los trucos de grandes autores como Flaubert, Shakespeare, Tolstoi o García Márquez, entre otros.

Alfonso Basallo *

Thomas Mann era reacio a planificar; Kerouac hizo creer que escribió En el camino de un tirón cuando no fue así; a Zola le acusaron de plagio; Thomas Hardy se enamoró de su personaje de ficción, la joven Tess; y Mark Twain tuvo pesadillas con el personaje de un vagabundo al que había hecho morir en Tom Sawyer.

Estas son algunas de las anécdotas que sobre los grandes escritores revela el británico Richard Cohen, profesor de escritura creativa y antiguo editor -entre otros- de autores como John Le Carré o Kingsley Amis.

En Cómo piensan los escritores (editorial Blackie Books), Cohen explica el proceso de creación de una obra literaria, desde el arte de cautivar al lector desde la primera frase hasta la última página, pasando por el argumento o la creación de personajes, a través de la experiencia de grandes autores, que no estuvieron libres de inseguridades y errores.

El arte de cautivar desde la primera frase

¿Cómo empezar? En el I capítulo, Cohen dice que a veces, lo más sencillo es empezar por el principio como hace -literalmente- el Génesis: “En el principio era el Verbo”. Un comienzo “magnífico”, como apuntaba Pseudo Longino en el siglo I d.C, porque “el autor supo expresar debidamente el poder de la divinidad”.

Desde 1830 ha funcionado una fórmula acuñada para “esquivar ese momento en que el escritor mira fijamente el folio blanco… y le tienta la idea de tomarse un café”. Es el famoso “Érase una vez”, que proviene de la narración oral. Hasta Hemingway lo usa: “Era un viejo que pescaba solo en un bote en la corriente del Golfo y hacía 84 días que no cogía un pez” (El viejo y el mar). Aunque se le puede dar una vuelta irónica, como A.A. Milne en Winnie the Pooh: “Érase una vez, hace mucho tiempo, más o menos el viernes pasado…”

Algunos como Thomas Mann, eran “reacios a planificar en exceso”. Otros, como Rex Stout, creador de Nero Wolf, empezaba casi siempre igual: suena el timbre del apartamento del detective.

Para Iris Murdoch: “Una novela es una tarea larga y si te equivocas nada más empezar, vas ser muy infeliz después”. García Márquez trabajaba durante meses el primer párrafo, ya que en él “debes resolver la mayoría de los problemas de tu libro. Se define el tema, el estilo, el tono”.

La primera persona puede servir para definir todo ello y, a la vez, “obligar al lector establecer una suerte de diálogo con el narrador”. “Si soy el héroe de mi propia vida o si otro cualquiera me reemplazará, lo dirán estas páginas”, declara David Copperfield en la novela del mismo título. O “Llamadme Ismael” se presenta el narrador de Moby Dick. En el extremo contrario, el arranque panorámico muestra a una multitud de personajes, a modo de introducción coral, como hace Dostoyevski en Los hermanos Karamazov.

“Cada comienzo es también una promesa sobre la historia que ha de llegar -explica Cohen-: fijas las expectativas”. Y quienes mejor las fijan son los autores de suspense, como Graham Greene en Brighton, parque de atracciones: “No hacía ni tres horas que había llegado a Brighton cuando Hale supo que querían asesinarlo”.

El elemento sorpresa ayuda mucho. Con esta advertencia comienza Mark Twain Las aventuras de Huckleberry Finn: “Las personas que intenten encontrar un motivo en esta narración, serán perseguidas. Aquellas que intenten hallar una moraleja serán desterradas. Y las que traten de encontrar un argumento serán fusiladas”.

En resumen, un buen arranque puede ser decisivo, como constata García Márquez respecto a La metamorfosis, de Kafka: (“Una mañana, tras despertar de un sueño intranquilo, Gregor Samsa, se vio en su cama transformado en un monstruoso bicho”). “Lo recuerdo -cuenta el Premio Nobel- como si me hubiera caído de la cama en ese momento. Fue una revelación, es decir, si esto se puede hacer, esto sí me interesa”.

Que parezcan de carne y hueso

Crear personajes y que parezcan reales es todo un arte, como cuenta Cohen en el capítulo II. Y no es fácil huir del estereotipo, como ironiza Julian Barnes: “Siento lástima por los novelistas cuando tienen que referirse a los ojos de las mujeres (…) si tiene los ojos azules, es inocente y honesta. Si los tiene negros; apasionada e insondable. Si son verdes; es rebelde y celosa. Si son marrones, es leal y sensata. Si tiene los ojos violetas, está en una novela de Raymond Chandler”.

Explica Cohen que la sensación de realidad se consigue “creando la ilusión de una persona”, y cuenta, a modo de ejemplo, que Thomas Hardy acabó enamorándose de Tess, su propia heroína.

La novela burguesa del siglo XIX crea personajes memorables, cuya caracterización es elemento intrínseco de la narración: Ebenezer Scrooge, Papá Goriot, o Raskolnikoff, el héroe de Crimen y castigo. A los que seguirán en el siglo XX, los personajes de Kafka, John Cheever o Faulkner. Tipos humanos, que pueden “ofrecernos modelos más o menos convincentes de cómo y el porqué del comportamiento de las personas” -como argumenta David Lodge-. En Leopold Bloom, el héroe del Ulises, de Joyce, “casi todos reconocemos rasgos humanos universales, locuras, deseos y miedos” (Lodge).

Turgueniev llamaba “trucos” a las descripciones externas con las que Tolstoi identificaba a sus personajes. Estas sirven para “para transmitir aspectos de la personalidad de modo económico”. En el caso de Tolstoi, “el modo en que un mayordomo juguetea con los dedos a la espalda o los dientes de Vronski nos dicen algo de ellos”. El lenguaje corporal, los gestos, la voz proporcionan pistas de la personalidad. Incluso el nombre: “a lo largo de los siglos, la cuestión de cómo bautizar a sus personajes ha atormentado a los escritores”. Balzac evitaba los nombres inventados y buscaba nombres reales; Allan Gurganus buscaba inspiración en los cementerios; otros optan por nombres comunes (como James Bond); y otros por nombres insólitos como Atticus Finch o estrafalarios, como Joseph Heller con Digno Coronel Digno en la novela Trampa 22, aunque “los nombres un poco tontos rara vez funcionan” apunta Cohen.

El lector debe captar la personalidad de la criatura de ficción, deduciéndola de “sus pensamientos, acciones y el discurso”. Ejemplo: “Siempre se ponía de lado para que la gente viera lo delgada que estaba” (escribe Sol Stein). “Esta descripción -señala Cohen- cumple una doble función: permite que el lector conozca la actitud del personaje y, al mismo tiempo, sepa que es una mujer esbelta”.

¿De dónde salen esos modelos? Cohen explica que muchos autores se fijan en personas de la vida real, como Scott Fitzgerald que se inspiró en una exnovia para la protagonista de El gran Gatsby. Aunque Nabokov, el autor de Lolita, declaró: “La gente tiende a subestimar el poder de mi imaginación y mi capacidad para desarrollar otros yoes de mis escrito”.

Cuando el autor ha logrado crear lo que E. M. Forster llamaba un personaje “redondo”, -“que tiene capacidad para sorprender de una manera convincente”-, la criatura “cobra vida y sigue su propio camino”. Mark Twain revela que tuvo pesadillas con el vagabundo que en Tom Sawyer muere abrasado en la prisión. Era sólo un ente salido de su imaginación, pero en esas pesadillas le decía: “Si no me hubieras comprado las cerillas, esto no me hubiera pasado: eres responsable de mi muerte”.

¿Inspiración o plagio?

La descripción de Cleopatra en la barcaza del Nilo, de Shakepeare, “procede enteramente de Plutarco”. ¿Eso qué es? ¿Plagio?, asunto que aborda Cohen en el capítulo III. ¿Donde acaba la documentación para escribir una obra literaria y donde empieza el robo? Rider Haggard fue acusado de tomar prestados fragmentos de un libro de viajes para su novela Las minas del rey Salomón; y Zola, de haber plagiado otros libros para La taberna.

Cohen matiza que una cosa es inspirarse en un asunto o personaje anteriores para crear una obra nueva, con el sello personal del autor; y otra distinta, reproducir partes extensas de otras obras: éste sería estrictamente el plagio. Es lo que hizo Stephen Ambrose, autor de Hermanos de sangre, germen de la serie de HBO, al copiar pasajes enteros de Wings of morning: The story of the last american bomber shot down over Germany in World War II en su libro The wild blue: the man and boys who flew the B-245 over Germany, que llegó a estar en la lista de lo más vendidos. Luego se descubrió que había plagiado textos en seis libros más. Perdió su reputación y “murió de cáncer de pulmón sin redimirse”.

Menos evidente era el caso de Ian McEwan, acusado de haber usado para su novela Expiación unas memorias de la enfermera Lucille Andrews, tituladas No time for romance, ya que el autor incluía una nota al final de la novela reconociendo la influencia de esta obra. El premio Nobel Kazuo Ishiguro salió en defensa de McEwan, alegando que si éste era culpable de plagio “por los menos cuatro de mis novelas tendrán que ser tildadas de plagiarias”.

De hecho, teóricos franceses como Barthes o Foucault, aseguran que “en sentido estricto, el autor no existe, porque la escritura es siempre colaborativa y surge de una suerte de colectividad cultural”. Así, Virgilio copia a Terencio, Horacio se inspira en autores anteriores, y Laurence Sterne incluye en Tristam Shandy pasajes de obras anteriores, el Gargantúa de Rabelais, entre ellas.

Copiar por copiar es “un delito de zoquetes” apunta Richard Posner en The little book of plagiarism, otra cosa es aportar sello personal y creatividad. En este sentido, Cohen cita al australiano Thomas Keneally, autor de la novela La lista de Schindler para apostillar: “La ficción depende de un cierto valor añadido que sea crea por encima de la materia prima”.

¿Quién lo cuenta? Elegir entre la primera o la tercera persona

“Elegir la primera persona o la tercera, u optar por una variedad de voces puede ser una de las cuestiones técnicas más difíciles de resolver para un novelista” explica Cohen en el capítulo La clave: los puntos de vista.

La primera persona “puede aportar autenticidad e incluso mayor intensidad a la historia”: desde el monólogo dramático de La caída, de Camus, al monólogo interior de En busca del tiempo perdido de Proust. Claro que el narrador en primera persona no tiene por qué ser el protagonista: caso de Nick Carrawey en El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald o del doctor Watson en Sherlock Holmes, de Conan Doyle. El inconveniente de la primera persona es que pierdes conocimiento profundo “porque apenas puedes meterte en la cabeza de otras personas” advierte Norman Mailer. De hecho, Kafka cambió el relato de El castillo -de la primera a la tercera persona- cuando llevaba varios capítulos.

La tercera persona puede aportar “una maravillosa sensación de libertad” y es “la voz narrativa más famosa de toda la ficción” afirma Cohen. Su carácter omnisciente evoca al Creador: “con un uso pleno de la tercera persona eres Dios… bueno, no del todo, pero estás dispuesto a mirar en la mente de todos” subraya Mailer.

Pero para decidirse por este u otro punto de vista es preciso preguntarse: “¿Quién fue el testigo de lo que voy a explicar?, ¿a quién debo informar de ello?, ¿quién escucha?, y ¿en qué ocasión se narra la historia y porqué?” tal como aconseja Edith Wharton.

Porque hay muchos y variados puntos de vista. El “nosotras” que usa Jeffrey Eugenides en Las vírgenes suicidas; el “ellos” de William Faulkner en Una rosa para Emily; e incluso se pueden combinar varias perspectivas en una misma novela, como hace Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas. Un narrador no identificado (“yo”) relata una salida en barco durante la cual otro personaje, Marlow, explica la historia principal. Dentro de ese marco se nos dice que otro personaje, Kurtz le ha contado otra larga historia a Marlow. Así que -resume Cohen- “tenemos a un narrador en primera persona que presenta a otro narrador en tercera persona (Marlow) que habla de sí mismo en primera persona y que presenta a su vez a otro narrador en tercera persona (Kurtz)”. Compleja estructura que se ha llamado “galería de espejos”.

El arte del diálogo

“¿De qué sirve un libro sin dibujos ni diálogos?” se pregunta Alicia, de Lewis Carroll. Cohen remarca su carácter esencial: “confiere naturalidad a la historia y la aleja de la sensación de estar “contada”, (…) transmite personalidad, dramatiza los hechos, proporciona inmediatez, fija el marco de la escena y nos ayuda a visualizarla; dota de suspense o ritmo a la historia”.

El diálogo tiene una doble función: dar información al lector y revelar la personalidad de los personajes. Aunque no es bueno dar demasiada información: como las largas explicaciones de Holmes a Watson, según el crítico Sebastian Faulks. Este afirma que las mejores historias “son aquellas en que gran parte de la acción se presencia, no se narra”.

Cohen advierte de un peligro: muchos novelistas temen no saber transmitir lo que sienten sus personajes y recurren a subrayados poco convincentes en los verbos de atribución. Por ejemplo: “-Suelte la pistola, Utterson – graznó Jekyll; – No pares de besarme -jadeó Shayna” tal como cuenta Stephen King refiriéndose a las novelas baratas. Grandes autores, como Henry James o Joseph Conrad optan por el sencillo “dijo él” hasta más de seis veces en un solo diálogo. La ventaja es que cuando el autor sustituye excepcionalmente “dice” por “grita” -como Jane Austen en Mansfield Park– el lector entiende que la escritora “sube la temperatura emocional del relato”.

El gran reto de los escritores -sobre todo cuando son noveles-, advierte Cohen, es que los diálogos resulten verosímiles y suenen naturales. Y para ello, lo mejor es “escuchar muy atentamente cuando la gente hable”, aconsejaba Hemingway. Pero sin caer en un exceso de coloquialismo o “ser tan fiel a la vida real que al final resulte irritante”.

No es fácil lograr el punto de equilibrio. Según Cohen, J.D. Salinger lo logró al contar El guardián entre el centeno, con la voz del protagonista, un adolescente de 17 años, “recurriendo a la repetición, la exageración y hasta los errores gramaticales”.

El poder de la ironía

“Es una verdad universalmente aceptada que todo soltero en posesión de una gran fortuna necesita una esposa”. La premisa que abre Orgullo y prejuicio es un ejemplo de ironía, para Cohen, porque lo que Jane Austen quiere decirnos es algo muy distinto: que las chicas casaderas andan al acecho de futuribles maridos. Según Henry Fowler, el significado externo y el subyacente son distintos. Porque ironía, que viene del griego, significa “engaño”, “ignorancia fingida” Tiene que ver con el humor y con el sarcasmo o burla cruel, aunque se distingue de este “porque tiene mayor sutileza”.

El autor remite a la obra de Kierkegaard Sobre el concepto de ironía en constante referencia a Sócrates, y explica que para el filósofo danés la ironía no era solo una figura literaria, sino también un modo de entender la vida. En la ironía -afirma- es fundamental “no expresar la idea como tal, sino sugerirla de pasada”, como Sócrates “que fingía ser ignorante y, so pretexto de aprender, encontraba el modo de instruir él a los demás”.

Aplicada a la creación literaria, la ironía presupone “un entendimiento entre el autor y el lector”, de suerte que permite al primero obviar información. Como explicaba Flannery O’Connor “en la ficción, dos y dos siempre suman más que cuatro (…) El escritor expone lo mínimo. El lector es quien conecta las ideas a partir de lo que se le ha mostrado”.

Todo ello implica apelar a la inteligencia del lector, mostrándole sólo destellos (el cuento, en concreto, es “el arte del destello, cuya fuerza reside en lo que omite”, según William Trevor). Esa omisión “no pretende evitar la emoción sino subrayarla”, como explicaba Rudyard Kipling. El autor de El libro de la selva afirma que quitar líneas en un relato “es como avivar un fuego. No se nota la operación, pero todo el mundo nota el resultado”.

El argumento viene muy a cuento

En el capítulo dedicado al argumento, Richard Cohen sostiene que hay muchas teorías que separan historia de argumento. Según E.M. Forster, este es “un organismo superior”: explica los acontecimientos o aporta motivos que los justifican. “Debe ser inteligente (…) construirse sobre la memoria (en relación con lo que sucede en otras partes de la historia) y contener elementos de sorpresa y misterio”. Sin embargo, Stephen King, rebaja la importancia del argumento y considera que “el esquema argumental es el último recurso del escritor, y la opción preferente del bobo”.

Cohen cree que historia y argumento se entrelazan, ya que la primera no se limita a ser una sucesión de eventos, sino que puede dejar hueco para la caracterización, la causalidad o la descripción. Y el argumento comprende la historia pero sugiere una mayor complejidad.

El argumento, según Aristóteles, debe tener un principio, una parte intermedia y un final, y los acontecimientos quedan ligados entre sí por una relación de necesidad o de probabilidad. Este esquema ha influido en la literatura occidental durante siglos. Christopher Booker publicó un libro de 700 páginas (The seven basic plots), en el que recopila siete tipos de argumentos de la narrativa mundial. Son los siguientes:

-Vencer al monstruo, en el que se pueden encuadrar Tiburón, Gilgamesh, Caperucita roja, o el mito griego del Minotauro.

-El segundo es De pobres a ricos (El patito feo, Pygmalion, David Copperfield etc.).

-El tercero es La búsqueda (El señor de los anillos, Moby Dick, la Odisea).

-En el cuarto (Viaje y retorno), Booker introduce un matiz: se trata de salir en busca de algo y regresar a la seguridad del hogar: Robinson Crusoe, El señor de las moscas, Gulliver.

-La comedia, en “la que una luz redentora debe salir a la luz” (e incluye a Tom Jones y Guerra y paz), es el quinto.

-El sexto tipo de argumentos es La tragedia (Fausto, Dr. Jekyll y Mr. Hyde o Lolita).

-Cierra su catálogo con Renacimiento -el héroe cae en las garras del mal y luego se redime- que incluye Crimen y castigo o Cuento de Navidad.

El ritmo: una ola en la mente

“El estilo es algo muy sencillo: todo él es ritmo. Cuando lo entiendes, ya no te equivocas al elegir las palabras” le contaba Virginia Woolf a Vita Sackville-West. Sin embargo no es fácil dar con él, ni definirlo. “El ritmo es algo muy profundo y va más allá de las palabras. Una visión, una emoción, crea una ola en la mente mucho antes de que esta engendre palabras que se ajusten a ella”.

La metáfora de Woolf coincide con la del Diccionario de uso del inglés moderno, de Fowler: “El discurso o narración rítmicos son como las olas del mar… sugeridoras de alguna ley demasiado compleja para ser analizada que controla la relación entre ola y ola, entre ola y mar, entre frase y frase, entre las frases y el discurso”.

Ritmo (del griego rythmos) designa cualquier movimiento o simetría regular y recurrente, marcado por la sucesión de elementos débiles y fuertes, o de condiciones opuestas o diferentes. Es un elemento clave que desprende la buena escritura junto con “musicalidad, cálculo y equilibrio” según Laura Hillenbrand. La mejor forma de saber si una prosa tiene o no ritmo, es leer el texto en voz alta. De hecho -explica Cohen- toda escritura, fuera religiosa o profana, se leía en voz alta hasta la invención de la imprenta. Y Chaucer, Moliere y Kafka hacían lecturas públicas o ante amigos de sus obras.

El ritmo no cobró mucha relevancia en la novela hasta Flaubert, como apunta Milan Kundera: “Desde Madame Bovary, el novelista dota cada palabra de su prosa de la singularidad única que tiene la palabra en un poema”. El propio escritor francés quiso conseguir un estilo “que fuera tan rítmico como el verso y tan preciso como el lenguaje científico”.

¿Cómo se consigue? F.L. Lucas habla de los cuatro elementos del ritmo, en su libro Style: la antítesis, el orden de las palabras, la onomatopeya y la aliteración (o repetición de uno o más sonidos dentro de una palabra o frase). La repetición de palabras es un arma de doble filo, bien usada -afirma Cohen- actúa como el redoble de un tambor, como ocurre en Othello donde Shakespeare repite honesto y honestidad 52 veces. Pero ya no queda tan bien, por ejemplo, la repetición de sonreir y sonrisa en De aquí a la eternidad, de James Jones: un personaje llega a sonreir seis veces en la misma página.

El autor dedica un par de páginas al estilo. Stendhal, famoso por la claridad de su prosa, confesaba: “Copio el Código Napoleónico”; y Montaigne sostenía que “la responsable del buen estilo es la mente”. Para Mailer, el estilo se adquiere con años de experiencia y puede llegar a ser “una destreza prácticamente independiente de la conciencia y más parecida al sofisticado instinto de los dedos que llevan una década tocando escalas”.

La papelera, la mejor amiga del escritor

El autor dedica dos capítulos a la corrección y revisión de la obra literaria. El primero centrado en la tarea de automutilación de los escritores y el papel clave de los editores y sus sugerencias; y el segundo más enfocado en lo que debe o puede cortarse o modificarse.

Comienza Cohen refiriendo la labor de corrección de Jane Austen en su novela Persuasión, cómo reescribió capítulos enteros y modificó personajes. Y cita a los obsesivos de la corrección: Flaubert (“La prosa es como el cabello, mejora cuanto más lo peinas”), Edith Wharton (“Estoy en plena masaje de adjetivos”) o Chandler(“Vomita en la máquina de escribir cada mañana, y a mediodía, limpialo”). Thomas Mann optó por copiar el manuscrito de La montaña mágica, para revisar y retocarlo; y la esposa de Tolstoi copió siete veces Guerra y paz, para que el autor fuera introduciendo cambios.

Hay escritores que no consienten que corrijan su obra, como Bernard Shaw. Otros presumen de “no reescribir ni una palabra” como Jack Kerouac con su famosa En el camino; pero eso es leyenda. Como cuenta Cohen, se pasó años escribiendo nuevos borradores… “lo que ocurre es que le pareció poco cool confesarlo”.

El escritor suele ser reacio a aceptar los consejos del editor. Es el caso de Thomas Wolfe con el editor Max Perkins. Sin embargo, Cohen pone un ejemplo de “alianza creativa”, la del Nobel William Golding y el editor Charles Monteith, que trabajaron codo con codo para cambiar enfoques y personajes de El señor de las moscas. Golding tuvo además la humildad de aceptar ese título, sugerido por otro editor, ya que el original era Los extraños que llevamos dentro.

En el segundo capítulo dedicado a la revisión, el autor cita la lista de cosas en las que se fija Jonathan Franzen para corregir: “sentimentalismos, narración floja, prosa demasiado lírica, solipsismo, autocomplacencia, misoginia y otros provinciansimos, plan de juego estéril, didactismo manifiesto, simplicidad moral, dificultades innecesarias, obsesiones informativas…” A las que Cohen añade: número excesivo de personajes, ritmo inadecuado (demasiado lento o demasiado rápido) y explicaciones confusas.

Para conseguir una prosa clara y sencilla, el autor recomienda tener cuidado con las metáforas y los tópicos. Las primeras pueden quedar “pobres, inapropiadas o sensibleras”.

No es fácil superar a Herodoto, por ejemplo, y su descripción de un día nevado: “el aire está lleno de plumas”. Al revisar el texto, es importante “que analicemos cada metáfora para cerciorarnos de que parece verdad”. De los tópicos, dice Martin Amis que “toda escritura es una lucha contra el cliché, y no sólo contra los de la tinta, sino también contra los de la mente y los del corazón”.

Y ojo con la puntuación. Esta debe “ser coherente y (…) aportar calidad a la conexión entre las frases o los componentes de una frase”, como señala Robert Graves, el autor de Yo, Claudio, en una guía para escritores.

Finalmente, Cohen plantea si es bueno que el autor someta a la opinión ajena el manuscrito. “El talento se desarrolla en privado” dijo Marilyn Monroe citando a Goethe. Y Mark Slouka, columnista de The New York Times, cree que nada daña más a una novela que “intentar describirla antes de que esté acabada”. Y ofrece tres consejos: confía en unas pocas voces indispensables; intenta no torturar a esas almas valientes con tus inseguridades; y cállate y escribe.

En cualquier caso, revisar (y en su caso cortar y corregir) es imprescindible. “La papelera es la mejor amiga del escritor”. Lo decía un Premio Nobel, Isaac Bashevis Singer.

El difícil reto de escribir sobre sexo

Tema tabú durante siglos, el sexo se ha convertido en el siglo XX en un reclamo comercial también para los novelistas, hasta convertirse en una “escena obligatoria” como dice irónicamente Nabokov, el autor de Lolita. Cohen señala que unos autores “añaden la escena de sexo, sin importarles lo mal escrita que esté, porque esperan que les dé mas ventas, y otros escriben esos pasajes lo mejor que saben pero al final no están a la altura”.

No es fácil, sin caer en el morbo o, aún peor, en el ridículo, subraya Cohen. Martin Amis llega a decir que escribir bien sobre sexo es “imposible” y que “muy pocos escritores han conseguido llegar a alguna parte”.

Algunos autores recurrían a la elipsis para narrar escenas de alcoba, como Flaubert en Madame Bovary o Victor Hugo en Los miserables. Pero D. H. Lawrence, con El amante de lady Chatterley y James Joyce con Ulises provocaron en las primeras décadas del siglo XX lo que Cohen califica como “terremoto”. Lo original en Lawrence era “la obsesión por la importancia del sexo” y el Ulises “a los ojos del mundo era una obscenidad”.

Cohen señala que, en la mayoría de las buenas novelas, “la actividad sexual no es un fin en sí mismo, sino que nos aporta información sobre los personajes y su historia”.

En el sexo, sugerir puede ser mejor que mostrar. En Corre conejo, John Updike no menciona la palabra orgasmo y las alusiones al cuerpo son mínimas. Su biógrafo Adam Begley señala que “evita los términos más clínicos no por decoro ni tampoco por estética, sino porque con la imprecisión se sugiere mejor lo transcendente”

En cualquier caso, es un reto literario “difícil de llevar a cabo con éxito”. ¿Cómo abordar con elegancia el tema? Richard Cohen propone a los futuros escritores que se inspiren en el poeta del siglo XVII John Donne (Elegía antes de acostarse); y en el Antiguo Testamento: El cantar de los cantares, “el ejemplo más ilustrativo de cómo escribir con acierto del amor carnal”.

…Y llegamos al final

Oscar Wilde reconocía que el deseo del lector es que la novela acabe bien (si bien se trataba de los lectores victorianos). Henry James recurre a la ironía: el final es “una distribución de los premios, pensiones, maridos, mujeres, bebés, millones, párrafos añadidos y alegres comentarios”. Cómo saber cuándo y cómo poner punto final es otro arte. El autor cita el blog Landless que desaconseja los finales facilones, tipo “Por suerte todo había sido un sueño… ¿o no?”

Lograr un final adecuado requiere esfuerzo. Hemingway decía que reescribió el de Adiós a las armas treinta y nueve veces. El protagonista narra, en primera persona, la muerte de su novia, Catherine… “comprendí que todo era inútil. Era como si me despidiera de una estatua. Transcurrió un momento, salí y abandoné el hospital. Y volví al hotel bajo la lluvia”. Cohen cree que con esa elección “el texto queda recargado” y que el escritor debería haber seguido un final mucho más sencillo que le había sugerido Scott Fitzgerald.

Dickens, por el contrario, hizo caso de Bulwer Lytton que le aconsejó un final menos pesimista de la primera versión de Grandes esperanzas, y lo retocó tras consultar, además, a Wilkie Collins. El final definitivo da a entender que los protagonistas, Estella y Pip, acaban juntos, pero Dickens tuvo la habilidad de no dejarlo del todo cerrado sino “cargado de ambigüedad”.

Cohen subraya que es preciso preparar al lector para que el desenlace tenga coherencia y un tono apropiado. Así, éste era melancólico en El gran Gatsby; sereno y apacible en Cumbres borrascosas o irónico en Huckleberry Finn (“voy a tener que salir de estampida al Territorio Indio antes que los demás, porque tía Sally va a adoptarme y civilizarme y no puedo soportarlo. Ya antes me había visto en este caso”).

Lo que no debe hacer el autor es añadir epílogos, sostiene Richard Cohen. Es el caso de Guerra y paz que termina con cien páginas en forma de dos epílogos. El primero de ellos narra la vida de casados de Pierre y Natasha siete años después y “muchos lectores desearían que jamás las hubiera escrito, porque enriquecen muy poco el relato”.

Un profesor de literatura que tuvo el autor explicaba a los alumnos que en los finales no es obligatorio “resumirlo todo con una afirmación grandilocuente ni con una tediosa recapitulación de los argumentos expuestos”. Y añadía: “cuando hayáis dicho lo que queráis decir:

Parad”.

* Doctor en Comunicación. Periodista y escritor. Coordinador editorial de Nueva Revista.

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