Galeano con el mundo Patas arriba
Rebelión
El lenguaje cambió considerablemente, los conceptos se alteraron, y para describir el mundo tal y como hoy lo conocemos ya no basta decir simplemente que se trata de «la crisis del capitalismo más profunda en la historia moderna de la humanidad»: es necesario presentar pruebas. Y esto es lo que se propone el presente libro. Patas arriba. La escuela del mundo al revés (1998), basado en numerosos «estudios de casos», pone en evidencia las máscaras del sistema: en sus aulas enloquecidas rigen los valores invertidos con los que el capitalismo mantiene y justifica su poder global. Por un lado, el libro puede leerse de un modo informativo: es posible que nos interese saber cómo y por qué se impuso la creencia de que «otro mundo no es posible». Por otro, puede leerse de un modo transformativo: tal vez nos despierte, incite y desafíe a empezar a reflexionar de una manera distinta sobre cuestiones que nos parecen obvias. En tal caso, esta peligrosa lectura no sólo influirá en nuestros pensamientos, sino también en nuestra relación con el mundo. Y parece que fue con este propósito que su autor, el escritor uruguayo y apasionado del fútbol, Eduardo Galeano, acordó una alianza secreta en complicidad con su compañero ausente, José Guadalupe Posada, el artista mexicano de principios del siglo veinte.
Galeano obtuvo reconocimiento con Las venas abiertas de América Latina (1971). Obra en la que escribió aquellas páginas que la historia, esa bella durmiente (o ese «monstruo», depende del punto de vista), normalmente omite. Partió de la tesis de que «el subdesarrollo no es una etapa del desarrollo, es su consecuencia»; expuso los extravíos de los conquistadores e inquisidores, y luego de los economistas y tecnócratas convencidos de que América Latina sigue viviendo en la «infancia del capitalismo»; y, después de noventa noches en vela, en la oscilación entre el estremecimiento producido por cafeína y la concentración, entre las emociones y el riguroso trabajo mental, a finales de 1970 concluyó un extenso «panfleto político» de más de trescientas páginas al que no pronosticó más que «dos o tres años de vida». El propio libro demostró cuánto se equivocaba. Pero no en lo referente a su tesis sobre el desarrollo desigual y sus «modelos de éxito», tan devastadores para la mayoría de la población mundial – modelos en los cuales está basado también Patas arriba –, sino en cuanto a su «esperanza de vida». Aunque la ironía de Las venas abiertas molestó a los gobernantes sin sentido del humor pero con mucho sentido del terror estatal, sobrevivieron ambos: Galeano en el exilio – entre los años 1973 y 1976 en Buenos Aires, luego en Barcelona donde vivió y escribió hasta que en 1984 regresó a su Montevideo natal – y el libro, sobre todo en América Latina, donde por aquel entonces lo rescataban de las autoridades, lo ocultaban en los pañales, se lo pasaban de mano en mano, lo leían en los autobuses y en los metros, lo citaban en los encuentros y en las reuniones secretas. Las venas abiertas sigue siendo hoy una de las obras esenciales no sólo para entender la otra historia de América Latina, sino sobre todo para comprender la rabia humana ante el desenfrenado despojo de las riquezas terrenas y subterráneas del continente.
En cierto sentido, Patas arriba. La escuela del mundo al revés es la continuación de Las venas abiertas de América Latina. Es verdad que entre ambas obras transcurrieron casi treinta años, pero el mundo sigue regido por las mismas leyes básicas: con la exportación de las riquezas naturales todavía se importa la miseria humana; los mayores comerciantes de armas todavía son los más fervientes pacifistas; y los peores contaminadores, los más entregados a la doctrina verde. Pero no obstante, como dice Galeano, hace tres décadas existía la convicción de que «la pobreza era fruto de la injusticia», mientras que hoy «es el justo castigo que la ineficiencia merece». Por eso, en Patas arriba, que apunta no sólo a América Latina sino al planeta entero, Galeano pregunta otra vez: ¿de qué manera está conectada la pobreza con la injusticia? ¿Cómo están vinculados la ciencia y el derecho internacional con el racismo? ¿Cómo se justifican las leyes que excluyen a poblaciones enteras o incluyen solamente a aquellos individuos «productivos» que pueden ser impunemente desgastados y después de uso (y abuso) desechados? ¿Por qué las desigualdades económicas y sociales dentro del sistema capitalista sólo pueden aumentar? Y también: ¿cuánto cuestan hoy los asesinatos de las personas y de los países? ¿Cómo hoy ejercen el poder, en lugar de las rígidas dictaduras militares, las dictaduras de los medios de comunicación y del capital financiero? ¿Adónde viaja el dinero y por qué, de forma inversamente proporcional al considerable progreso tecnológico, las horas de trabajo están aumentando, los salarios disminuyendo, y la seguridad social, con las restantes condiciones para una vida digna, desapareciendo? ¿De qué manera el tiempo libre y el estudio también se han vuelto dependientes del trabajo? ¿Cómo se han roto tantos vínculos de solidaridad? Y para hacernos comprender cómo de verdad funciona este mundo, el mundo al revés, Galeano nos invita a una escuela en la que imparten clase distinguidos expertos, todos ellos catedráticos de Neoliberalismo; a una escuela que instruye sobre la importancia del egoísmo, la competencia, la traición al prójimo y el autoengaño para el crecimiento personal y el éxito en la vida; a una escuela donde se enseña «Curso básico de injusticia», «Curso básico de racismo y de machismo», etc. Pero Patas arriba no es «un libro fatalista». A pesar de que la solidaridad en la lucha contra el sistema de la época de Las venas abiertas se ha convertido en la lucha de uno contra otro y de todos contra todos, y aunque el dinero es el único fundamento firme (sólido) en el capitalismo tardío, Galeano no propone un «suicidio colectivo». Al contrario, para tratar los «temas depresivos» usa las armas del humor y de la ironía.
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La primera publicación de Galeano, una caricatura política, aparece en el periódico montevideano El Sol. Más tarde es corresponsal y editor del influyente semanal uruguayo Marcha, cuyo archivo es destruido por entero durante la dictadura de Bordaberry. Edita el diario Época y dirige una editorial universitaria. Exiliado en Buenos Aires funda y publica la revista Crisis hasta su partida a Barcelona. Después de volver a Montevideo, en colaboración con antiguos colegas editores, retoma las ideas de crítica social de la Marcha: en 1985 fundan el semanal la Brecha. Con Adolfo Pérez Esquivel, Ernesto Cardenal, Tariq Ali y otros, forma parte del consejo consultivo de TeleSUR, con sede en Caracas, que hoy, junto con Al-Jazeera , es la red televisiva independiente y no comercial más importante del mundo. Por una parte, en sus muchos e ingeniosos artículos «periodísticos» no se pueden pasar por alto sus ambiciones literarias; por la otra, él mismo dice que, de hecho, sólo descubrió el «universo literario» después de haber escrito Las venas abiertas de América Latina. En todo caso, parece que al sentarse ante el escritorio a escribir una columna para The Progressive, un artículo para La Jornada , o un nuevo libro, en este escritor templado cada vez se despierta aquel chico de catorce años que – hace casi seis décadas – preparaba en Montevideo la que sería su primera publicación.
La obra literaria de Galeano se caracteriza por los escritos cortos. Con textos cada vez más breves, quiere decir más con menos palabras; él mismo afirma que «no se trata de simplificar para rebajar de nivel intelectual, ni para negar la complejidad de la vida [ …] . Por el contrario, se trata de lograr un lenguaje que sea capaz de transmitir electricidad de vida suprimiendo todo lo que no sea digno de existencia». [1] En el «desnudamiento del lenguaje» toma por modelo los consejos de su primer maestro, el escritor uruguayo Juan Carlos Onetti, el cual, durante las primeras tentativas literarias de Galeano, cuando éste se inclinaba atormentado sobre el papel en blanco, le recomendó que eligiera las palabras con sensibilidad. «Siempre me decía: «Vos acordate aquello que decían los chinos (yo creo que los chinos no decían eso, pero el viejo se lo había inventado para darle prestigio a lo que decía); las únicas palabras que merecen existir son las palabras mejores que el silencio»». [2] De ahí que Galeano no tenga un «horario» fijo para escribir a diario. Al contrario, de los músicos cubanos aprendió a ponerse a escribir solamente cuando le «escuecen las manos». El proceso creativo que sigue a la inspiración lo compara al acto de tejer: así como el tejedor urde el tejido con hilos multicolor, él entrelaza en sus textos las hebras de palabras que son las emociones, ideas, experiencias, memorias… Y, como dice, estas hebras son producto, a la vez, de «la razón y el corazón. Son ideas sentipensantes, no son ideas que pertenecen solamente al dominio de la razón. Están muy vinculadas con lo que se siente en las entrañas, provienen de esas voces misteriosas que la razón a veces no es capaz de entender, pero que es capaz de organizar». [3]
La temática literaria central de Galeano fue y sigue siendo la memoria. El mejor ejemplo es la trilogía Memoria del fuego (1982 – 1986), que al mismo tiempo es una de sus obras principales. En el primer libro, Los nacimientos (1982), se inspira en los mitos originarios indios y en la tradición oral precolombina y, a partir de la conquista, lo hace en los capítulos omitidos de la historia colonial temprana, hasta finales del siglo XVII. El segundo libro, Las caras y las máscaras (1984), es un mosaico de narraciones, que se opone a los libros escolares oficiales sobre la historia americana de los siglos XVIII y XIX. En él trata sobre el imperio británico en Cuba que en sólo diez meses convierte el país en una fábrica de azúcar; sobre las trece pobres colonias sin oro, sin plata y sin azúcar; sobre la primera novela americana, en la que los europeos no creen en los sueños, pero se imaginan cosas que son todavía más increíbles; sobre las promesas traicionadas de los conquistadores y de las profecías cumplidas de los guerreros indios. El tercer libro, El siglo del viento (1986), continúa de esta manera hasta los años ochenta del siglo XX. Está compuesto por las historias de América, que es la del Norte y cuyo Sur no existe; de las revoluciones y los revolucionarios, de Zapata, Madero, Pancho Villa; del «casi» poder, de la reforma agraria y del primer ataque «terrorista» en los Estados Unidos; del arte, de Frida Kahlo y Diego Rivera; de las aventuras amorosas de las multinacionales, de la bananización y la impotencia de los estados marioneta; de los colegas escritores, de Márquez, Neruda, Onetti, Cortázar, Rulfo, Borges, Carpentier, Walsh, Hemingway, Faulkner, del antropólogo Ribeira; del Lenin mexicano; de Al Capone que llama a la defensa contra el peligro comunista; del optimismo de Trotski que junto son su esposa Natasha en Coyoacán se alegra por cada mañana nueva; de Sandino, Árbenz, Che, Castro, Domitila, Allende; de Cuba que amanece sin Batista; de Guatemala de la que se apodera Castillo Armas y pone fin a la década de la restauración democrática del país; de Nicaragua, donde Somoza está presente siempre y en todas partes; de la guerra del Vietnam, de Martin Luther King, del rock ’ n ’ roll y Rockefeller; de la matanza de los estudiantes en Tlatelolco; del Chile bajo Pinochet y la Argentina bajo Videla; de los presos políticos uruguayos, etc.
Pero la Memoria del fuego no es sólo un compuesto de descripciones literarias de los acontecimientos rompedores, los grandes episodios históricos y sus sospechosos habituales, sino, sobre todo, de sus voces desoídas y de los detalles no vistos, elaborados con esmero y entrelazados en historias designadas y ordenadas por años para posibilitar al lector el fácil movimiento hacia adelante y hacia atrás en el tiempo. Con una distinción significativa: que todas están escritas en tiempo verbal presente. Como dice Carlos Fuentes: «El pasado humano se llama Memoria. El futuro humano se llama Deseo. Ambos confluyen en el presente, donde recordamos, donde anhelamos». [4] De ahí que el amplio collage de relatos, algunos de unas pocas frases, funcione como una serie infinita de fotografías datadas: puede que nos atraiga una historia que irrumpe implacablemente del pasado al presente, puede que nos interese el contexto y que consultemos para nuestro studium posterior el material adicional que Galeano anota bajo el texto con número bibliográfico adjunto. Al mismo tiempo añade que la Memoria del fuego no es obra de un historiador, sino de un escritor; no es un «almanaque histórico» sino una «creación literaria», con la que quiere «contribuir al rescate de la memoria secuestrada».
Después de haber escrito Las venas abiertas, una obra completa e íntegra en la que con precisión cirujana hizo una disección del capitalismo periférico y de sus consecuencias para América Latina y sus habitantes, renunció al grand récite. Y tras escribir la Memoria del fuego, renuncia también al coherente orden cronológico del texto. Por lo tanto, en sus obras posteriores, la búsqueda de conexiones y la creación de constelaciones de historias particulares extraídas de fuentes tan distintas como las advertencias de los dioses y los mensajes de los graffiti, las dejó al propio lector. El campo de la literatura «fragmentaria» lo descubrió por completo con El libro de los abrazos (1989). Éste no está escrito al «estilo de una novela de amor o de piratas» y su objetivo tampoco es una «reinterpretación lineal de la historia cultural». Las historias enmarcadas forman más bien una baraja de cartas, compuesta tanto por el terror como por las bellezas de América Latina. Página tras página están llenas de testimonios de personas que resplandecen con fuegos diferentes; de la pobreza, que es tan generosa como la riqueza es rapaz; de los «nadies» que cuestan menos que la bala que los mata; de los pueblos que mueren por los ideales de la revolución social con el mismo ardor con que el amor nace del dolor… Desde El libro de los abrazos hasta Espejos: una historia casi universal (2008), universo de casi seiscientos fragmentos, Galeano se está dirigiendo hacia «un lector mucho más complejo, mucho más exigente en materia espiritual», mientras que su literatura no se inserta con facilidad ni entre los cuentos ni entre los relatos breves, pues se resiste tenazmente a cualquier clasificación.
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Galeano derriba las fronteras. Él mismo dice que en vez de escritor debería ser «contrabandista, delincuente». [5] Sus libros no pertenecen a ningún género literario y al mismo tiempo contienen elementos de muchos. A pesar de esto, algunos críticos designaron Patas arriba. La escuela del mundo al revés como su «regreso» del área de las bellas letras al campo de la literatura políticamente comprometida, incluso al de la de protesta. [6] Otros comentaristas constataron que de hecho se había adelantado a los críticos que le reprochaban «didactismo innecesario» autoproclamándose «instructor» de la escuela cuyas perversas lecciones son las ú nicas adecuadas para comprender el capitalismo actual. [7] El viejo maestro respondió con su conocido tono irónico: «Etiquetar es siempre peligroso».
Las polémicas discusiones sobre la literatura políticamente comprometida, tan características de los círculos literarios latinoamericanos a partir de la segunda mitad del siglo XX, época en la cual caben también las obras de Galeano, han dividido a los autores por lo menos en tres grupos diferentes. En el primero se hallan los que abogaron por la total autonomía de la literatura y del arte en general, y así liberaron formalmente al autor y a su obra de los vínculos éticos y políticos con la comunidad. En el segundo, los aficionados a la literatura «revolucionaria», que floreció sobre todo con el empuje del triunfo cubano y se extendió por toda América Latina, durante los años siguientes a la caída de Batista, como «herramienta» a manos de la revolución. A pesar de su maestría literaria, a los primeros les criticaron los segundos por su «apoliticidad» ante el ascenso de las dictaduras militares. A los segundos les criticaron los primeros por su realismo social, sus novelas de tesis, por la devastación del lenguaje (incluso a través de la sobreabundancia de palabras), el adoctrinamiento ideológico, la retórica política, o sea, por la «poca profundidad» de sus obras. El tercer grupo se estableció en la intersección de los dos. Ahí se encontraban los escritores que intercedían a favor de la idea de libertad literaria, [8] pero al mismo tiempo también de la de responsabilidad individual y colectiva de los autores ante la necesidad profundamente sentida de radicales cambios sociales. [9] Su dilema recuerda a la disyuntiva de Orwell: del mismo modo que él «en una época pacífica podría haber escrito libros ornamentales o simplemente descriptivos», pero ante el ascenso del nazismo en Europa y del franquismo en España se vio obligado a «convertirse en una especie de panfletista», aquellos escritores latinoamericanos testigos de las sangrientas dictaduras que por toda América Latina aniquilaban las vidas humanas para aplastar los ideales de la revolución social, renunciaron al «egoísmo agudo», al simple «entusiasmo estético» y al mero «impulso histórico».
En efecto, de « panfletista » Galeano pasó a ser escritor. Pero, desde los años setenta del siglo pasado hasta ahora, no ha dejado de ser un inagotable e implacable crítico del sistema, acompañante de los movimientos sociales y luchador por la justicia en el continente americano y en el mundo. A finales de mayo de 2011 en todos los comentarios acentuaba sobre todo, en lugar del premio por el cual había sido invitado a España, el significado de la acampada y de la ocupación de las plazas, en las cuales participó tanto en la Puerta del Sol en Madrid como en la Plaça de Catalunya en Barcelona. Ante el desacuerdo fundamental entre el sistema político y la nueva generación de activistas que ya no cree en los partidos políticos ni en los rígidos sindicatos, considera que ellos eligieron el nombre apropiado, indignados, pues el mundo se divide entre los indignos y los indignados, entre los que en colaboración con los medios de comunicación de masas tratan de conservar el sistema vigente, y aquellos que, desde los barrios griegos antiautoritarios, la aventura egipciana democratizante, el experimento popular español, las feroces luchas por la educación libre y gratuita para todos en las calles de Santiago de Chile, hasta el Wall Street ocupado en septiembre del 2011, etc., resisten decididamente al sistema capitalista global. Al mismo tiempo, Galeano no deja de creer en el oficio de escritor: no consiente ni la actitud autoexcluyente de los autores que escriben y al mismo tiempo afirman que «escribir no tiene sentido en un mundo donde la gente muere de hambre», y aún menos la de aquellos que convierten la literatura en un objeto de deseo burgués, que en este mundo es accesible solamente a los que pueden comprar libros.
Su escritura es la denuncia del «control policial del lenguaje»; y precisamente Patas arriba es la denuncia del vocabulario de los expertos en relaciones internacionales, de los líderes de la opinión pública y de los estrategas militares, todos ellos enemigos «lingüísticos» contemporáneos de la crítica social y del pensamiento en general. Es la escuela de la época en la que las bombas se han hecho inteligentes, en la que la dictadura de los medios de comunicación se llama derecho a la información, en la que la educación se ha convertido en la administración del conocimiento… Por otro lado, aboga por la creación literaria liberada de la ideología dominante, de las prescripciones estilísticas, del valor de cambio económico y del fetichismo de la mercancía impuestos por la construcción capitalista del mundo a la literatura y al arte en general. Al mismo tiempo no asiente ni a la llamada literatura «revolucionaria», a la que considera, si está escrita para los convencidos, tan «desertora» como «una literatura conservadora consagrada al éxtasis en la contemplación del propio ombligo». Además, en relación con el «compromiso político» de las obras literarias, añade: «Muchas veces una buena novela de amor es más reveladora y ayuda más a la gente a saber quién es, de dónde viene y a dónde puede llegar, que una mala novela de huelgas. No comparto el criterio de una literatura política que además, en general, es aburridísima». [10]
Convencido de que la literatura quedará bloqueada de una o de otra manera mientras que los medios de comunicación se ocupen de la «imbecilización colectiva», Galeano persiste en su tarea básica: «rescatar la palabra, usada y abusada con impunidad y frecuencia para impedir o traicionar la comunicación». Ya en 1977 en el artículo Defensa de la palabra escribe: « “ Libertad” es, en mi país, el nombre de una cárcel para presos políticos y “Democracia” se llaman varios regímenes de terror; la palabra “amor” define la relación del hombre con su automóvil y por “revolución” se entiende lo que un nuevo detergente puede hacer en su cocina». [11] De manera similar, tres décadas más tarde, está «rescatando» palabras que en el diccionario preestablecido por la organización neoliberal del mundo han sido sustituidas por otras más aceptables: «el capitalismo luce el nombre artístico de economía de mercado»; «el imperialismo se llama globalización»; «las víctimas del imperialismo se llaman países en vías de desarrollo»; «el oportunismo se llama pragmatismo»; «la traición se llama realismo»; «los pobres se llaman carentes»; «el derecho del patrón a despedir al obrero sin indemnización ni explicación se llama flexibilización del mercado laboral». [12]
Por una parte, Galeano «rescata» palabras para desenmascarar el sistema. Pues considera sospechoso todo lo que se da por supuesto en el mundo que tenemos ante nuestros ojos (y que precisamente por eso ni siquiera solemos verlo). Por la otra, en su trabajo de escritor, sigue fiel a los principios basados en el lazo indisoluble entre «la ética y la estética, entre la justicia y la belleza». Y, si por ello resulta «prehistórico», él mismo asume el cargo de tales acusaciones.
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Patas arriba. La escuela del mundo al revés es una especie de «manual» para leer las noticias diarias. Galeano propone un método simple: leer las declaraciones de los gobernantes al revés, pues todos sin excepción «prometen cambios y en el gobierno cambian, pero cambian… de opinión». En esta escuela aparecen, unos al lado de otros, los políticos, los líderes de la opinión pública, las cenicientas neoliberales de las telenovelas, los antihéroes desde Hussein, Bush, Bin Laden, Gadafi… y todos los que, cada uno en su momento de resplandor y fama internacional, ganaron el prime-time y los papeles principales en el cine de terror: los comerciantes de seguridad, los expertos policiales, los propietarios de las cárceles, los científicos que subordinaron el saber científico al poder imperial de los centros globales, la reina del opio Victoria de Inglaterra, los banqueros del Vaticano y de otras partes.
Y, aunque sólo en los últimos dos capítulos, también están presentes aquellos que resisten a tal escuela. Sus voces y sus caras por lo general no aparecen en las noticias diarias, y si lo hacen, es tan solo en la prensa amarilla. En este sentido, al final del libro nos encontramos como en el patio escolar de la imaginación política. Allí se hallan los individuos y los grupos que no obedecen a sus maestros, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, los movimientos sociales que ocupan las calles en vez de asistir a clase: los Indios que han enmascarado sus rostros para «desenmascarar el poder que los humilla»; los campesinos sin tierra que en la tierra ocupada y expropiada a las multinacionales cultivan alimentos para sus familias; los activistas que luchan por el derecho a la bancarrota, a no pagar las deudas a los financieros y banqueros, a la renta básica garantizada independiente del empleo, a la vivienda para todos, a la educación y a la asistencia médica gratuitas. Entre ellos resuenan las consignas «¡Nadie nos representa!» y «¡Si no nos dejáis soñar no os dejaremos dormir!»
Allí está naciendo el « mundo nuevo, mundito nomás por ahora » de Galeano. También es ahí donde, al fin y al cabo, reside la utopía, la que siempre está tan sólo a un paso o dos delante del horizonte.
Por un lado Patas arriba. La escuela del mundo al revés se erige en la era del neoliberalismo, en la época del dominio del capital financiero, del desarrollo de los medios de comunicación y del florecimiento de la sociedad global de consumo. Por otro lado, en vez de un análisis político-económico, tenemos ante nosotros un entero «plan de estudios» entretejido con materia literaria explosiva. De ahí que podamos leer el libro «desde el principio hasta el final»; elegir la «asignatura» preferida y leerlo por separado; o abrirlo al azar y, junto con Alicia en el país de las maravillas de Galeano, a través de las anécdotas enmarcadas, echar un vistazo en cualquier momento al mundo en el espejo, al mundo al revés.
Galeano no es un «optimista profesional», pero al mismo tiempo tampoco deja «el pesimismo para tiempos mejores». Sostiene el principio de que «dentro de una sociedad presa, la literatura libre sólo puede existir como denuncia y esperanza». Por eso, Patas arriba representa una contribución importante a lo que Ivan Illich denomina «la desescolarización de la sociedad». Dice Illich que la escuela se ha vuelto «el más grande y el más anónimo de todos los patrones», al mismo tiempo «un nuevo tipo de empresa, sucesora del gremio, de la fábrica y de la sociedad anónima » , y una verdadera «agencia de publicidad que le hace a uno creer que necesita la sociedad tal como está». [13] Y así como este pedagogo radical colocó «la desescolarización de la sociedad» en el primer plano de todos los proyectos para la «liberación del hombre», Patas arriba viene a ser una rebelión contra el aislamiento individual y colectivo y, por tanto, una muestra del compañerismo y la solidaridad que Galeano desea que ayuden al mundo patas arriba a ponerse en pie.