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Castigo en el aula

El profesor era “El Chirizo”. Así lo llamaban porque una vez rasurado se le paraba el pelo. Un tipo alto, fornido y piernas arqueadas como de vaquero. Detalle por el que también se referían a él con otros apodos.

 

 

Se decía que era un buen maestro, que sus alumnos aprendían mucho con él pero siempre complementaba su autoridad con un bolillo de madera que pintó con los colores de la patria; azul y blanco. Sin embargo, cuando lo tenía a mano, usaba el metro de madera, y dependiendo de la gravedad de la falta del transgresor, lo blandía de canto o con la parte plana.

 

Aquella mañana, Richard llegó como de costumbre, no se imaginaba que sufriría una terrible paliza que seguramente recordará mejor que el resto de sus compañeros. Era la hora de artes del lenguaje, asignatura que luego se llamó castellano y finalmente español.

 

El profesor había escrito un “cartel” en la pizarra y pidió a sus alumnos que copiaran, leyeran y luego analizaran las oraciones.

 

La escuela iniciaba ese año sus actividades educativas. Era el anexo de un gran colegio del centro de Managua que los Hermanos de La Salle construyeron en el barrio La Fuente. De un solo galerón, con una sola aula por grado a excepción del primero que tenía A y B.

 

Entre su personal docente se contaba a la profesora Ligia, una belleza sacada de un figurín, (¿los recuerdan?, aquellas revistas de moda) realmente era una mujer muy bonita, y muy dulce.

 

También había en esa escuela otra maestra que era todo lo contrario, en belleza y carácter, de la profesora Ligia. Se llamaba Teresa, era terrible y disfrutaba dando de reglazos, halando el pelo a las niñas y las orejas a los varones.

 

La mujer era muy buena como docente pero daba mucho de qué hablar a los padres de familia por su trato hacia los alumnos.

 

La dirección del colegio consentía todas esas groserías. Era el responsable un anciano misionero al que llamaban “Hermanito Germán”, originario de Bélgica, que hablaba nuestro idioma con cierta dificultad.

 

Siempre se le veía con una sotana negra encima y con un sombrero de safari en la cabeza. Era devoto de la Virgen de Lourdes porque con mucha frecuencia se metía a las aulas a interrumpir la clase para hacer cantar a los alumnos un himno dedicado a la santa. Fue relevado del cargo al año siguiente por otro cura bastante viejo pero no tanto como él.

 

Los otros dos personajes de la pequeña escuela era el “Hermano Rafael”, un cura español que por su aspecto físico parecía practicar algún deporte, pero tan cruel como la Teresa y José Luis, “El Chirizo”. A este le gustaba dar de cachetadas y golpear la cabeza de los alumnos con un silbato de metal.

 

Finalmente, el profesor Pablo, el hombre del coco de agua. Fue maestro durante varios años. Siempre llevaba un coco de agua que ponía sobre su escritorio hasta que llegaba el momento de beber su néctar a media mañana. Solamente se quitaba la faja para arreglar las diferencias entre dos alumnos cuando éstos se enfrentaban a golpes.

 

Volviendo a la clase de 1969, luego de un rato, el profesor llamó a Richard para que leyera el escrito de la pizarra.

 

Aquel chavalo, que se contaba entre los mayores de la clase, comenzó la lectura y se encontró con la palabra “espontáneo” que leyó sin el énfasis de la acentuación.

 

La pronunciación no le pareció nada bien al maestro. Tomó el metro que había usado en la clase de geometría una hora antes y se acercó al alumno.

 

Con la regla en la mano, el chirizo detuvo la lectura de Richard y lo conminó a volver al inicio. Aquel lo hizo y nuevamente pronunció mal. Eso le costó el primer reglazo.

 

Richard, de frente a la pizarra, se dio vuelta hacia sus compañeros para dejar ver un risita nerviosa en su rostro. El profesor le ordenó leer y nuevamente leyó de la misma manera.

 

Siguió otro reglazo como el primero, con la parte plana del metro. Richard ya no volvió a ver a sus compañeros. Vino la orden de nuevo y enmudeció hasta que otro reglazo, ahora de canto, lo hizo balbucir: “espontaneo”. Y la escena se repitió dos veces más.

 

A esas alturas en el aula sabían que el muchacho lloraba profusamente y cuando el chirizo se dispuso a usar la regla nuevamente, alguien de entre los alumnos se armó de valor y pronunció correctamente la palabra para que Richard la repitiera.

 

José Luis se dio cuenta que la clase estaba turbada. Mandó al muchacho a su pupitre quien se dobló sobre sus brazos en el escritorio. Richard jamás pronunció la palabra correctamente y después de ese día, su clase no lo volvió a ver.

 

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