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Retrato hablado: Rubén Darío, el maestro mágico

El genio de Rubén Darío despertó innumerables envidias en el mundo literario.

El genio de Rubén Darío despertó innumerables envidias en el mundo literario.

Ricardo Sevilla
Excélsior

* Que plumas anodinas como la del bohemio guatemalteco Enrique Gómez Carrillo declaren que Darío “fue un corruptor de la juventud”, o que Miguel de Unamuno —en uno de sus habituales arranques de cascarrabias— se anime a calificarlo de indio a quien “se le ven las plumas debajo del sombrero”, hasta cierto punto es comprensible. A muchos el pasmoso edificio que Darío construyó con su obra literaria los consumía de envidia.
Ciudad de México

Hace un siglo, en 1916, fallece Rubén Darío en el municipio de León, en su natal Nicaragua. Desde España, el cronista Mariano de Cavia, acaso el más fiel y antiguo de sus amigos, le dedica su columna de El imparcial, donde el periodista perfila, estrangulado por el sentimiento y con una prosa bellamente elegíaca, la postrera imagen del poeta: “A los cuarenta y nueve años de edad ha expirado el gran Rubén Darío, víctima de su vida pródiga, de su poesía y de su ajenjo”.

Curiosamente, los autores que más o menos proceden directamente de su paternidad lírica no se reúnen en coro para recordarlo. El silencio es tan extraño como agraviante. Ni siquiera Juan Ramón Jiménez —“el exquisito poeta, el nefelibata”, como lo había descrito el mismo Darío— asoma con su lira por ninguna parte. Al revés de lo que podría esperarse, surge un enjambre de infamantes. El crítico Andrés González Blanco —cuyos artículos atravesados de citas políglotas emboban a la grey literaria del momento— prorrumpe en garrafales exabruptos contra los versos de Darío: “Sus estrofas te arcabucean la retina, te dejan ciego y te arrebatan el pendón”. Una imprevista caterva de poetas sublevados —que descubren vacío el sitial del padre del modernismo y, claro, aspiran a ocuparlo— aprovechan la ocasión para salir a blasfemar: “Rubén era un chiflado, quería volvernos locos a todos. Yo, la verdad, no he leído Azul”, se ufana el madrigalista Xavier Bóveda, con su endémica garrulería de conferenciante.

Francisco Villaespesa —el gran difusor del modernismo hispanoamericano— y Ramón del Valle Inclán —el patriarca de todos los Ramones, como lo bautizara precisamente su tocayo Ramón J. Sender—, se unen al inexplicable mutismo y dejan que los poetas jóvenes, casi todos incoloros y clandestinos, escarnezcan a sus anchas la obra y vida del poeta nicaragüense.

Que plumas anodinas como la del bohemio guatemalteco Enrique Gómez Carrillo declaren que Darío “fue un corruptor de la juventud”, o que Miguel de Unamuno —en uno de sus habituales arranques de cascarrabias— se anime a calificarlo de indio a quien “se le ven las plumas debajo del sombrero”, hasta cierto punto es comprensible. A muchos el pasmoso edificio que Darío construyó con su obra literaria los consumía de envidia.

Sin embargo, lo que ya culmina por alarmar es cuando poetas de auténtico mérito, como Vicente Huidobro o Luis Cernuda, comienzan a difundir, por aquí y por allá, una repulsiva caricatura de Darío. “No pasó de ser un anticuado; en cambio, yo he descubierto el cubismo literario antes que Picasso el cubismo pictórico…”, declara el autor chileno con una inquina que, por lo donoso, se diluye en el humorismo.

Pero Cernuda, quien, además, es un ensayista más cerebral, va más lejos que todos e, incluso, tal vez sea quien haya firmado el retrato más ingrato y corrosivo sobre el autor de los Cantos de vida y esperanza: “Estaba presto a entregar su oro nativo a cambio de cualquier baratija brillante que le entregaran.”

En el prólogo a Azul, Juan Valera, aunque había encomiado el gallardo estilo de los versos y las prosas que componen el poemario, no dejaba de acusarlo de tener cierto “galicismo mental”. No será hasta dos años después de su muerte, en 1918, cuando Rufino Blanco-Fombona ofrezca su tardío responso bajo el título de La ofrenda de España a Rubén Darío, que recoge el llanto órfico de los poetas que decían venerar al maestro mágico, y cuyas jaculatorias son una ristra de siemprevivas sobre la memoria del autor de La canción de otoño en primavera, pero que, infelizmente, fueron incapaces de afrontar, cuando menos oportunamente, los ultrajes que la testaruda legión de malquerientes ha ido colocando, desde hace un siglo, sobre su tumba.

Desaire mexicano

Por otro lado, el encuentro de Darío con México tampoco estuvo exento de sinsabores. En 1910, cuando triunfa la llamada Revolución de la Costa Atlántica y un nuevo gobierno conducido por el golpista José Madriz toma el control de la política, el poeta es nombrado Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario, en misión especial, en México, con motivo de las fiestas del Centenario de la Independencia. Entusiasmado, Darío se embarca en un vapor hacia Veracruz.

Después de tantos proyectos diferidos, al fin podrá conocer la tierra de su admirado Salvador Díaz Mirón, “el poeta amante de la Libertad”, “cantor de Víctor Hugo y de Lord Byron”. Al tocar puerto, tanto en barcos decorados como en las calles aledañas al malecón, una gran multitud surge para ofrecerle vivas a Nicaragua y mueras a Estados Unidos. El encargado de recibirlo es nada más ni nada menos que Amado Nervo, quien le comunica que, sin importar los trances ni los apremios políticos, será recibido como huésped de honor de la nación. Su misión ante el gobierno mexicano, más allá de las cortesías políticas internacionales —le asegura Nervo—, “está fuera de las pasiones políticas que agitan en este momento Nicaragua”.

En resumen: “No tiene nada de qué preocuparse”. No obstante, en un gesto que a Darío le parece sorpresivo, Nervo le pide que, por el momento, no es conveniente que viaje a la capital. En todo caso, deberá esperar instrucciones precisas del ministro de Instrucción Pública, Justo Sierra, a quien, hasta entonces, el modernista tiene por gran amigo. Lo que aturde todavía más a Darío es que, por alguna razón, Sierra ni siquiera tiene la deferencia de aparecer para hablar directamente con él. De hecho, por toda recepción, un enviado llega con una carta del ministro que contiene la misma petición: que posponga su viaje a la capital.

El desconcierto del poeta es tan grande que en La vida de Rubén Darío, escrita por él mismo, califica la situación de “mefítica”. Con algunos contratiempos, Darío sólo alcanza a visitar Jalapa, donde una comitiva de niñas oriundas e indígenas recitan sus poemas y le obsequian adornos florales. De regreso al puerto de Veracruz, y a manera de despedida, un grupo de estudiantes y declamadores celebraron una velada en su honor. Mientras tanto, al saber que los absurdos candados de la diplomacia le impiden llegar a la capital de la República, una fogosa muchedumbre de estudiantes lleva a cabo una manifestación que concluye con el apedreo de la casa de Porfirio Díaz, “el viejo cesáreo que había imperado durante treinta años”, en palabras del autor de El salmo de la pluma.

Eso aparte, Darío jamás conseguirá saludar a Díaz Mirón, quien, en ese momento, se encuentra varado en la capital. Desairado y ya sin demasiadas manifestaciones de simpatía (“no tuve ni una sola tarjeta de mis amigos oficiales”), regresa a La Habana carente de fondos. Únicamente el general Bernardo Reyes —padre de su “siempre mejor amigo Alfonso Reyes”—, será quien, desde México, le envíe un giro por cable para que pueda retornar a París.

A un siglo de su muerte, la obra de Rubén Darío no sólo ha sepultado el agravio de sus antagonistas sino que, además, su arte ha triunfado y lo ha elevado como el auténtico “maestro mágico” que le dio su acento olímpico y encantador a la “siringa agreste”.

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