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El premio Nobel de la muerte

José Miguel Arrugaeta | Historiador

El prestigioso diario «The Nueva York Times» tiene por costumbre, y me consta muy personalmente, verificar minuciosamente sus fuentes y contrastar por varias vías las informaciones que le transmiten, así como no hacerlas públicas hasta demostrar que son efectivamente verídicas; por lo tanto, la grave acusación a la que me refiero no ha recibido desmentido por parte de la Casa Blanca ni ha suscitado amenazas de litigio legal y solo ha provocado un embarazoso silencio confirmatorio, así como el cómplice desinterés de numerosos medios de prensa internacionales.

El reportaje periodístico asegura que Barack Obama directamente aprueba los nombres de las personas a las que se debe «neutralizar», por constituir un peligro para la seguridad nacional de su país, en cualquier lugar del mundo. Estas letales, y no apelables, sentencias extrajudiciales las toma el presidente, mediante video-conferencias, tras escuchar las recomendaciones de un panel de un centenar de especialistas que analizan las biografías de los objetivos vivientes. La tarea de seleccionar las víctimas, y ejecutarlas en caso positivo, le corresponde según la información a la CIA, para los casos de Afganistán y Pakistán, y al Pentágono, cuando se trata de Yemen y zonas aledañas.

Este poder sobre la vida y la muerte, reservado a los antiguos dioses y emperadores, le viene dado al líder norteamericano en virtud, si se puede usar esta palabra en casos así, de varias órdenes presidenciales emitidas por su antecesor George W. Bush, en plena histeria post-11S, que autorizaban el uso de ejecuciones extrajudiciales, la tortura y los malos tratos en interrogatorios y el secuestro de personas en la lucha contra el «terrorismo internacional», y es a partir de esta aberrante cobertura legal, totalmente unilateral e incontrolable, que se armó esta especie de actualizada «Operación Cóndor» (y los latinoamericanos saben bien, a fuerza de desaparecidos, a qué me refiero) que ha dado lugar a un largo listado de asesinatos o a una extensa y mundial red criminal de secuestros con sus consiguientes centros clandestinos de detención y tortura, de la cual Guantánamo apenas es la punta del iceberg. El actual presidente norteamericano, por lo que se ve, no solo no ha derogado las citadas resoluciones, sino que, como si fuera El Padrino de Coppola, se ocupa personalmente de dirigir esta especie de sindicato del crimen, que es en realidad una verdadera organización terrorista internacional, terrorismo de estado en su concepto más puro y auténtico.

Yo no sé si después de tomar tan serias y mortales decisiones este hombre, evidentemente afable, de palabra fácil y sonrisa agradable, ungido, por lo que se lee, con el sobrenatural poder de conceder el derecho a la vida o la muerte, pensará, aunque sea por un breve y efímero instante, en las más que previsibles consecuencias de sus decisiones, y me refiero a eso que cínicamente sus voceros oficiales denominan «daños colaterales», es decir, que para abatir a un supuesto enemigo haya que bombardear, pongamos por ejemplo, una boda, un poblado o un mercado, y que en reiteradas ocasiones el largo listado de víctimas incluya niños, mujeres, ancianos. El ya consabido y constante reconocimiento por parte del ejército de los EEUU de «errores» en bombardeos con aviones no tripulados, conocidos como drones, y las consiguientes peticiones de disculpas cobran, por lo tanto, en este contexto su verdadera naturaleza. Simplemente no hay errores, se mata a civiles e inocentes conscientemente y esto es solo la parte sucia y desagradable de una «política». Una política que dirige y verifica directamente el residente de los estadounidenses.

Es de suponer, por las referencias que hace públicas «The New York Times», que los objetivos humanos perseguidos son personas de organizaciones ligadas a esa nebulosa que se conoce como Al Qaeda, o de grupos afines a ese mundo, y en este sentido resulta más que oportuno subrayar que numerosas pruebas y documentos demuestran que estas organizaciones y personajes fueron apoyados, financiados y armados, durante las décadas de los 70 y 80 del pasado siglo, por los propios norteamericanos y sus aliados, las monarquías autocráticas del Golfo Pérsico, como herramientas de su accionar de guerra fría antisoviética, en el mundo musulmán. El resultado ha sido algo así como los cuervos que acaban picando las manos que les dieron de comer.

Sin embargo, presuponerle límites, reglas y zonas territoriales a esta política criminal, o que todos son de Al Qaeda, puede resultar tan resbaladizo y equívoco como intentar entender los enrevesados caminos por los que transitan en muchas ocasiones los denominados servicios de inteligencia y sus manidos argumentos de seguridad nacional o asuntos de estado. Más allá de constatar que el Gobierno estadounidense, bajo la plena responsabilidad de su presidente de turno, viola constantemente la soberanía de países con los cuales mantiene relaciones, incluso buenas relaciones, como Pakistán, Yemen o Afganistán (y quién sabe cuantos más), o que comete crímenes de lesa humanidad en contra de las normas y tratados internacionales, con la anuencia (y seguramente con la participación necesaria) de una buena parte de sus aliados europeos y organismos internacionales, la responsabilidad personal del señor Obama me sugiere muchas más dudas que certezas, y en mi mente, adiestrada en cuestionamientos, se acumulan numerosas preguntas sin respuestas por el momento; sin embargo, estoy seguro de que los documentos, que desclasificarán dentro de algunos años, nos aclararán adecuadamente todas las incógnitas, aunque entonces ya será demasiado tarde para todos, y para muestra bien valen las revelaciones a posteriori de que la CIA practicó profusamente el magnicidio, léase el asesinato de dirigentes y líderes internacionales supuestamente inamistosos con los EEUU, durante los años 60 y 70 del siglo XX por orden de sus máximas autoridades.

¿Las atribuciones (i)legales de Barack Obama se refieren solo al sistema planetario de Al Qaeda o incluyen otras organizaciones y personas que nada tienen que ver con ese mundo? ¿Los enemigos a abatir pueden ser también autoridades, y sistemas políticos de países y naciones? Más en concreto, ¿Barack Obama autorizó personalmente el derrocamiento y asesinato de Muammad El- Gadafi? ¿El presidente ha dado luz verde para que abriesen la caja de Pandora (esa que contiene todos los males) en Siria? ¿Ha autorizado, o dado su aprobación a sus eficientes servicios para que organicen planes de magnicidio o derrocamiento de régimen en contra de dignatarios latinoamericanos inamistosos, incómodos o indomables, pongamos como caso, el presidente venezolano Hugo Chávez o el ecuatoriano Rafael Correa (al que diversos medios de inteligencia estadounidenses consideran el cerebro -velado- de la rebelión latinoamericana)? ¿Este Nobel de la Paz ha dado su anuencia a Israel (aunque haya sido con un ligero gesto de cabeza) para el asesinato selectivo y continuado de científicos iraníes vinculados al programa de desarrollo civil de la energía nuclear…? Preguntas y más preguntas, dudas, interrogantes con contestaciones seguramente comprometedoras, cuestionamientos todos muy legítimos a la luz de las revelaciones de «The New York Times» y de lo que la historia contemporánea de los EEUU nos enseña.

Finalmente, yo no sé qué admirar más en este concurso de cínicos y malditos amparados en su poder absoluto y por lo tanto en la impunidad, si la entrañable foto familiar que se saca Barack Obama después de mandar «a matar», la «siempre sincera» preocupación de Hillary Clinton por los derechos humanos, de los humanos que vivimos en lugares contrarios y siempre lejanos como China, Irán, Rusia, Siria, Cuba… o las últimas disculpas del portavoz militar gringo de turno por los niños y mujeres muertos «accidentalmente» en alguno de esos oscuros y remotos lugares del mundo, donde según ellos residen los malos de esta película.

Yo propongo muy seriamente que la Academia sueca instituya el Nobel de la Muerte y el Cinismo. Candidatos es lo que sobran en estos tiempos, y yo ya tengo una larga lista de proposiciones encabezada muy (in)dignamente por Barack Obama.

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