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Crónica del retorno al fuego

Esto debió de haberse escrito desde hace tiempo, desde hace años. Desde el primero de agosto del 2008 debí de haber contado, a mi modo, lo que hoy pasó de nuevo. No quiero engrosar el tema con tanta retórica, así que seré breve e iré directo al grano: el Mercado Oriental se quemó de nuevo. No es ninguna sorpresa, es la pavorosa enésima ocasión en que la historia se repite. Pero para mí, es la segunda vez que tengo que presenciarlo.

Mi abuela y el mercado son dos elementos esenciales en mi infancia: me críe entre diciembres recargados de mercadería navideña y los mimos de toda abuela de la vieja usanza -«¿qué vas a querer amor? ¿Un fresco, un juguete?»-, de las que ya no se hallan hoy en día. Decir que conozco cada callejón y metedero del Oriental sería un exabrupto -es simplemente imposible-, pero sí puedo recordar cada día y experiencia vivida en ese populoso monstruo comercial. Cada navidad, cada asalto, cada sábado caluroso y, por supuesto, cada incendio.

El primero de agosto del 2008 el mercado fue, en buena parte, consumido por las llamas. Una llamada telefónica nos alertó en la madrugada, salimos en el carro a buscar a mi abuela que vive a unos diez minutos -tal vez quince- para salir al mercado. Hoy esa llamada tuvo lugar a las diez de la noche.

El objetivo es simple: tratar de sacar la mayor cantidad de mercadería posible antes de que el fuego la devore; es una carrera casi perdida. Ese día fue bastante parecido al de hoy: rostros de angustia, saqueos, oscuridad. Parecemos un grupo de hormigas que han sido rociadas con un veneno de mala calidad, correteamos de un lado a otro sin aparente control ni propósito.

En aquella ocasión logramos llegar rápidamente al tramo de mi abuela, sólo para encontrarnos con la sorpresa abrasiva del fuego, a sólo metros del pequeño espacio de venta. Empezamos a sacar todo: los vestidos para la comunión, los blusones de las sietemesinas, las «muñecas» decapitadas, todo envuelto en sábanas al hombro. Esa madrugada logramos sacar toda la mercadería y la llevamos a la casa de mi abuela, que no paraba de rezar. «Mi tramo, mi tramo» decía; el mercado es su vida.

Se me ha hecho contradictoriamente preocupante ver a los bomberos, pues a pesar de su labor logro cerciorarme -hoy más que nunca- que existen dos tipos: los viejos, esos panzones amaestrados en artes del rescate y la humanidad, que podrían abalanzarse contra el fuego de ser necesario con tal de salvar una vida; y los más jóvenes, creo que son los llamados «bomberos voluntarios», que se quedan lejos de la faena, se sientan en la capota de varios Yaris con distintivos alusivos a los bomberos, fuman cigarros -suaves- y ríen gentilmente para no arruinar sus pulcros copetes ni arrugar sus chemise celestes.

Hoy caminamos por toda la calle de lo que una vez fue Ciudad Jardín -ahora pertenece al Oriental- y logré, con mi padre, evadir el cerco policial y entrar al mercado. Atrás dejamos los imperativos «no pueden pasar, ¡que no pueden pasar!» de la Policía y enrumbamos al tramo de mi abuela. Y ahí estaba, entre tanta gente de expresiones que no consigo describir, entre residuos de humo y gritos clavados en la humedad, el tramo de mi abuela. Intacto.

Los bomberos lograron contener el fuego a sólo unos cuantos metros -igual que la otra vez- del tramo. No sé si se quemaron -al igual que la otra vez- los tramos de los vende gorras del final de la calle. Escuché, de los rumores in situ, que los responsables fueron -no como la otra vez- unos soldadores que trabajaban en un tramo. Del radio comunicador de un bombero escuché «está controlado, hay dos tramos dañados completamente y uno parcialmente». Salí a darle la noticia a mi abuela -desde el tramo es casi un kilómetro hasta el lugar en que la dejé con mi abuelo y mi mamá- a toda prisa. Cuando llegué y solté el «no pasó nada, controlaron el fuego» fue como si la hipertensión de mi abuela, una mano invisible que le ahorcaba, se disipara también con el humo. El alivio fue general, creo que todo el que me haya oído decir eso hoy duerme un poco más tranquilo.

Eso fue hoy, hace sólo unas horas. Fue muy diferente al incendio del primero de agosto del 2008, aquel siniestro que por primera vez me arrojó al mercado mientras éste estaba a sólo segundos de su completa aniquilación. ¿Qué ha cambiado desde aquel entonces? Nada. Ha habido incendios similares del 2008 para acá, ¿y qué ha cambiado? Nada, todo sigue igual. COMMEMA declara -aplausos-, la Alcaldía promete ordenar el mercado -más aplausos-, ¿y los mercaderos? Hasta donde sé, a mi abuela nunca le han preguntado «señora, ¿cómo solucionamos esto?» ni siquiera por molestar. Y entonces, ¿de quién es la culpa? No lo sé, siempre escucho los mismos nombres: los mercaderos, la Alcaldía, COMMEMA, Unión Fenosa, el Gobierno y otras velas aromáticas. De todas formas, la pregunta no es quién es el culpable, sino cuándo sucederá de nuevo.

El Mercado Oriental es ceniza y combustión, ambas a la vez. La cuestión de cuándo es una o la otra, depende meramente del tiempo. Es cosa de meses, días, minutos, para que otro incendio amenace de nuevo ese extraño revoltijo de madera, carne y hierro, y ponga de nuevo patas para arriba todo lo que creemos saber de ordenamiento urbano. Pronto algún arquitecto propondrá mover el mercado a otro lugar o algo así, va a dar entrevistas y crear cierto revuelo, pero colorín colorado: el mercado se quedará donde siempre ha estado.

Mientras tanto, mi abuela da gracias a Dios de que su tramito se haya salvado. Esos pocos metros cuadrados corren con mucha suerte, ya es la segunda vez que se ven -casi- frente a frente con una muralla de fuego renovador. Pero en el camino de regreso a casa, mi abuela no puedo evitar que escapara un «la tercera es la vencida (…)». Hay Mercado Oriental para rato, así que esperemos que la racha de mi abuela continúe.

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