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Tinta buena, tinta mala

 

Cuatro muchachos subieron hoy por la mañana a la misma unidad de la ruta 165 en que yo viajaba, justamente en la esquina opuesta al PALÍ de La Fuente. Abordaron juntos, pero la mirada de todos los pasajeros, incluso la mía, se enfocó principalmente en uno de ellos. Toda su morena piel estaba marcada por grandes y negruzcos tatuajes. De su ojo izquierdo caían dos lágrimas de tinta, una especie de estrella adornaba su barbilla, y un deforme alacrán se adueñó de su antebrazo derecho. Esos eran sólo unos cuantos, porque la cantidad de marcas que ostentaba era considerable, pero de pésima calidad como para poder describirlos. Como dije, todos le prestamos atención, no por curiosidad, sino por miedo. Alguien así, en una ruta de Managua con tantos tatuajes, nada bueno debe estar buscando. Debe ser un maleante, sólo puede ser un criminal, ¿verdad?

Es común ver en la UCA, y creo que en todos lados, el auge de la cultura del tatuaje. Muchachas con mariposas tobilleras y chavalos con dragones torneando los bíceps se pasean campantemente por Managua. Si bien es cierto que la aceptación de los tatuajes aún no pasa de ser un tabú, ya es cotidiano toparse en las unidades de transporte urbano colectivo con obras de arte sobre la piel, perforaciones, penachos pintados y parados, y Dios sabrá que otra forma de expresión más. Pero esos tatuajes están finamente elaborados, requirieron de horas de diseño y trabajo, representan la juventud incontenible de su dueña o dueño, y a saber qué más. Ah, y son bastante caros, claro está. Si querés algo bueno, tenés que pagar.

No estoy criticando los tatuajes, por el contrario, me encantan. Siempre he querido (y añorado) plasmar en mí, dos fotos en blanco y negro que conservo: una imagen de mi madre en su infancia y el perfil juvenil de mi abuelo. Pero le tengo demasiado miedo a las agujas, además de que un tatuaje requiere un nivel de compromiso y responsabilidad. Aunque suene trillado, es algo para toda la vida y no sé si esté listo para eso.

Si los tatuajes están a la orden del día, ¿cuál es entonces la diferencia entre el muchacho de la ruta de hoy por la mañana, y un chavalo con un elaborado pez koi en el brazo? Ambos enfrentan el mismo (y absurdo) estigma social que un tatuaje conlleva, que generalmente se asocia con sodomía, drogas, anarquía y otros demonios. Pero bueno, eso es lo que piensan los más viejos, los que por tener más años de vida son (supuestamente) más sabios. Esos son los estereotipos asignados por una sociedad que nuestros predecesores han prefabricado. “¡Es culpa del sistema!”, dirían los radicales.

¿Y qué hay de nosotros, los jóvenes? ¿Qué opinamos los chavalos “open mind”, de concepciones innovadoras y espíritu libre? ¿Defendemos acaso este medio de expresión epidérmica? Todo lo contrario, nosotros como juventud opinamos peor, no como detractores, sino por hipocresía. Por alguna razón, un tatuaje hecho en Ak47 es arte, pero uno hecho en Las Torres con el rayo de una bicicleta es evidencia de crimen, señal de indecencia y la manera más fácil de reconocer a una perfecta lacra de la sociedad.

Todos hemos susurrado “ese mae es pinta” cuando un tipo con tatuajes visibles sube a una ruta en un barrio, aunque sea un obrero que busca el hogar; pero hipócritamente proclamamos “¡qué diaverga ese tatuaje, eso sí es arte!” cuando la marca pertenece a alguien que sube a una ruta saliendo de una universidad, luciendo una camiseta de Green Day, además de unos zapatos cuadriculados.

Los tatuajes no me molestan, pero sí esa falsa lucha por la expresión singular que nosotros como jóvenes tanto profesamos, satanizando a muchos y alabando a unos pocos. La crítica dependerá meramente de la calidad del tatuaje, que a su vez deviene de la capacidad económica del portador. Podés adornar tu pantorrilla con el cubismo de Picasso, siempre y cuando podás pagarlo. De lo contrario, podés tatuarte el rostro de un deforme Jesús. Y de ipegüe, todos te van a quedar viendo mal. Para evitar esto, mejor ahorrá, para que te hagás “arte”, en lugar de una “vagancia”.

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