Humberto Ortega impidió golpe final
El entonces comandante Humberto Ortega, en los años 80.
Última parte.- Los morteros nos habían dado una tregua cuando una llamada por radio hizo que el rostro del mayor Fajardo se desfigurara. ¡No comandante, si estamos cerquita!, decía el jefe militar. Yo intenté acercarme a escuchar mejor, pero me detuvo una explosión arriba de nuestras cabezas, que despejó la copa de los árboles. Una lluvia de hojas y pequeñas ramas cayó encima de los del Puesto de Mando, y yo sentí que ni cuenta se habían dado.
Cuando por fin pude acercarme, vi que gruesas lágrimas rodaban por las mejillas del jefe del Puesto de Mando de Avanzada. Aquél hombre creía firmemente en lo que hacía y estaba dispuesto a vengar hasta la última gota de la sangre de sus soldados muertos o heridos.
_ Fue una orden del comandante Humberto Ortega, nos confió uno de los asistentes de Fajardo. Le dijo que si no salimos de inmediato, los gringos van a invadir Nicaragua, agregó. Fajardo dio varias órdenes por radio y en el grupo de mando se armó un pequeño caos.
LLEGAN LOS F-5
Todos agarraron sus pertrechos y se dispusieron a salir. De pronto un estruendo estremeció la jungla hondureña y la confusión se agrandó por el desconcierto de algunos, incluyendo a Ernesto Mejía y a quien esto escribe.
Seguimos a dos soldados que enrumbaron por un camino que no había visto antes, sin percatarnos de que el grueso de la tropa se había reorganizado y agarró por otro lado. Caminamos durante más de media hora viendo pasar por entre los árboles en vuelo rasante los aviones F-5 del país vecino.
Las naves atronaban el aire al romper la barrera del sonido. Eso tiene un efecto sicológico devastador, y más en nosotros, que apenas empezábamos a entender que nos habíamos perdido. Por el camino donde marchábamos encontramos decenas de minas antipersonales botadas.
Los soldados a los que seguimos, se trataban en realidad de dos estudiantes de Medicina reclutados como “sanitarios” e iban más atemorizados que nosotros. Al llegar al cauce de lo que parecía haber sido un río, los nervios de “Guayabita” no pudieron más, se encolerizó, montó el AK plegable que cargaba y me apuntó directamente al pecho.
_ ¡Usted, compadre, es el culpable de esta mierda, nos hubiéramos quedado con Barricada en Nicaragua y estaríamos tranquilos y para colmo nos trae perdidos y de aquí no vamos a salir!
Se veía tal determinación en el rostro del otrora siempre bromista Ernesto, que me puse helado. Los paramédicos quedaron petrificados y sin palabras. “Guayabita” casi lloraba reclamándome y yo trataba de explicarle que todos estábamos en el mismo problema y que calmados tendríamos más oportunidades de salir airosos.
Como en la jungla es fácil perderse, no sabíamos si íbamos rumbo a Nicaragua o adentrándonos en territorio catracho. El fotógrafo finalmente se calmó y reanudamos la marcha. Los cuatro pusimos los fusiles “bala en boca”, dispuestos a vender cara la existencia.
¡SOMOS PERIODISTAS!
Transcurridos unos minutos escuchamos voces por entre la maleza, muy cerca de nosotros. Nos tiramos hacia el suelo buscando el abrigo de unos arbustos, esperando con el corazón a punto de salírsenos del pecho.
Menos mal que nuestros soldados no estaban entrenados para disparar primero y preguntar después quién vivía. Ellos también habían detectado nuestros movimientos y se oyó clara la clásica pregunta: ¡Hey!, ¿quién vive?
– ¡Somos periodistas!, grito Ernesto desde el suelo y en eso vimos a varios militares casi encima nuestro. – ¡No jodan, casi los palmamos!, dijo el que parecía el jefe. Tras explicarle que habíamos confundido el camino, señaló que por dónde íbamos no saldríamos a ningún lado, porque la ruta de escape planificada de previo era otra.
Nos unimos a esa tropa y llegamos hasta el río Coco. Allí, con el agua al cuello, caminamos largo rato hasta arribar al lugar de dónde habíamos partido. Durante el trayecto vimos algunas de las medicinas del campo minado flotando, siguiendo ondulantes el curso de la corriente. Quise hacerle un comentario a “Guayabita” pero todavía tenía fresco el rencor de la apuntada con el fusil.
Al rato llegaron varios helicópteros con periodistas y el jefe de la misión, que estaba en Puerto Cabezas. Cuando brindaba una conferencia de prensa con datos que no sé de dónde sacó, se apareció un avión F-5 hondureño y caso posado sobre nuestras cabezas en el lado nicaragüense, empezó a disparar cohetes hacia unos dos mil metros de donde estábamos.
Sentíamos el retumbo de las explosiones y veíamos claramente dónde impactaban los proyectiles. Imagino que habían órdenes de no dispararles, porque para soltar los rockets bajaban enormemente su velocidad y eran blanco fácil para los numerosos chavalos que andaban los famosos Sam-7.
Volvimos a Managua en los helicópteros sin ganas de escribir por el cansancio, por la ropa sucia y mojada, y en particular porque venía reconvenido de que no podía escribir lo que había vivido. Hasta hoy, 22 años después de aquella memorable experiencia, hago este aporte a esa parte de la historia.
En estos días, cuando escucho a los políticos amenazar con un nuevo baño de sangre en el país, me vienen a la memoria los rostros de aquellos valientes chavalos que no vacilaron ante la voz de mando y entregaron sus vidas. Cómo se ve que los que hablan hoy de guerra no estuvieron nunca en un combate como los ocurridos en la Danto 88.