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Privatización de la violencia

motos venezuela* Los grupos paramilitares camuflados como “brigadas de resistencia” no son nada nuevo, Hitler los utilizó hasta que se le salieron de las manos, dicen analistas políticos

Frank López Ballesteros | El Universal

En Teherán la gente guarda los recuerdos de miles de estudiantes, que en junio de 2009, en plenas protestas por la reelección del presidente Mahomud Ahmadinejad, fueron reprimidos y algunos asesinados por grupos de milicianos al servicio de la revolución islámica.

Con el objetivo de mantener el control sobre la sociedad y contrarrestar el peso de la disidencia, históricamente los gobiernos autocráticos recurrieron a fuerzas paramilitares que muchas veces terminan gobernándose por sí mismas.

En el caso de Irán, los Basij, milicianos de los Voluntarios Islámicos, nacieron al fervor de la revolución del ayatolá Ruhollah Jomeini, en 1979, como un cuerpo de resistencia popular cuya base era servir como frente ante quienes amenazaran dentro o fuera de sus fronteras el futuro de la teocracia.

Las milicias paramilitares partidistas aparecieron con los grandes partidos de masas en la Europa de entreguerra.

Los fascistas italianos tenían las suyas y los nazis los uniformaron con camisas pardas: las SA, que Adolfo Hitler tuvo que terminar eliminando porque se les habían ido de las manos.

«Desde el principio, las SA fue una banda criminal reclutada por el partido Nazi entre el hampa local, expresidiarios y delincuentes de poca monta: el lumpenproletariado urbano, que es siempre el mayor aliado del fascismo», explica Luis Esteban Manrique, escritor y analista político internacional.

En todo caso, el reforzamiento del paramilitarismo en las últimas décadas vino por procesos como las luchas étnicas, al estilo de las vividas en África y Asia Oriental; las batallas por el control territorial o riquezas, como en Sierra Leona o Colombia con las autodefensas, o simplemente como aparato de intimidación política y represiva, con milicias y guardianes (Zimbabue y Uganda) o escuadrones de la muerte al modo de Perú.

En la Uganda de Idi Amin a partir de 1970, sus brigadas asesinaron a miles de opositores. Esa limpieza del llamado «Caníbal», desbordó el país de un «paramilitarismo pretoriano».

Fuerza por poder

Un Estado debilitado por conflictos o sus gobernantes con ansias de dominio absoluto, tienden a recurrir a esas fuerzas en las que sus miembros gozan de más poder e impunidad.

En Zimbabue, donde Robert Mugabe lleva 30 años en el poder, el gobierno formó las «Brigadas Especiales Populares» (BSP) infiltradas por policías y agentes de inteligencia en una nación marcada por las luchas de tierra postcoloniales.

Respaldada con armas, dinero y alimentos, las BSP tienen privilegios en una Zimbabue donde Mugabe, a sus 90 años, las utiliza como fuerzas de choque antidisidentes.

«Ese tipo de guardianes son una institución política más que militar. Son parte de una estrategia local de gobierno y de construcción de Estado. El principal propósito de estas milicias es el control de la población y nada más», resaltaban Stathis Kalyvas y Ana Arjona», en el libro Poder Paramilitar.

Privatizar la violencia

En el caso de las Milicias Bolivarianas en Venezuela, estas tomaron como modelo los «Batallones de la Dignidad», armados por Manuel Antonio Noriega en Panamá, recuerda Manrique, advirtiendo la expansión de este fenómeno en la región en los últimos años.

En Nicaragua, el actual gobierno de Daniel Ortega ha recurrido a los «Motorizados del Frente Sandinista», cuyo objeto es reventar protestas opositoras e intimidar, utilizando armas y recursos del Estado al servicio del mandatario.

Buscando muchas veces a merced de la anarquía convertirse en promotores de la justicia, estas brigadas o colectivos armados terminan usurpando el rol del propio Estado.

A partir de 1980 en Cuba se hizo común el uso de grupos parapoliciales, conocidos como «Brigadas de Respuesta Rápida», con el objetivo inocular el terror en la disidencia.

Kalyvas y Arjona son claros en resaltar que «los estados que son fuertes no necesitan privatizar la violencia o contratar a terceros para que la ejerzan» porque son riesgos son graves.

«El problema claro es que con estos grupos las fuerzas de seguridad del Estado pierden el monopolio de la fuerza, lo que pone siempre muy nerviosos a militares o policías. Esto fue por ejemplo lo que empujó a Hitler a deshacerse de los camisas pardas», dice Manrique.

Uno de los efectos de que estos movimientos se conviertan «en autoridad local y hasta moral» es que a medida que se deterioren las instituciones del Estado, y el Gobierno sea haga incapaz de controlarlas, más difícil será devolver el orden. La fórmula termina siendo diálogo, presión o autoridad pura.

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