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El principio de la buena fe

Laura Gil 1Laura Gil

* El problema no está tanto en la jerarquización de las normas como en el propósito buscado. Aquí, este está claro: la evasión de una obligación internacional.

El principio de la buena fe constituye un pilar del derecho internacional. De ser aceptada la ponencia del magistrado Mauricio González Cuervo, de la Corte Constitucional, en torno al fallo de San Andrés, nos encaminamos a transgredirlo.

Quedó claro cuán poca estima tiene el Gobierno por la supremacía del derecho internacional sobre las leyes domésticas. Todavía queda algo de esperanza en la Corte Constitucional. Pero los planteamientos filtrados no parecen promisorios.

El Gobierno pretende desconocer la decisión de la Corte Internacional de Justicia (CIJ) vía la declaración de inexequibilidad de la ley aprobatoria del Pacto de Bogotá.

La acción de constitucionalidad del Presidente de la República argumentó que la Constitución solo permite la modificación de límites mediante tratados internacionales y, en consecuencia, la competencia de la CIJ derivada del Pacto de Bogotá no puede extenderse a controversias fronterizas.

Tal como fue proyectado por González Cuervo, este razonamiento surte efectos hacia el pasado y hacia el futuro. Convierte la decisión del 2012 en “inaplicable”, las pendientes también y hasta podría volver “inconstitucional” la defensa de Colombia en La Haya para el caso de la plataforma continental extendida.

Se vislumbra en Europa una tendencia creciente a resistir la incorporación automática de la jurisprudencia internacional en los sistemas internos cuando esta pudiera transgredir la norma constitucional. Pero cuando los tribunales constitucionales se han mostrado rebeldes –Alemania constituye un buen ejemplo–, ellos han actuado para proteger aún más los valores globales: más derechos humanos, más democracia, más respeto por los principios generales del derecho.

El problema no está tanto en la jerarquización de las normas como en el propósito buscado. Aquí, este está claro y no constituye motivo de orgullo: la evasión de una obligación internacional.

La Constitución de Honduras incorpora el cayo de Serranilla al territorio de este país. No sobre preguntarse si, en aras de la reciprocidad, Colombia aceptaría que el vecino país esbozara un argumento similar.

El escrito del Gobierno se aferró a la existencia del límite marítimo con Nicaragua y González Cuervo accede a esta ficción. Pero la CIJ no modificó un límite; solo lo fijó.

Este gobierno, como todos los anteriores desde López Michelsen, conocieron la verdad del meridiano 82 pero no la compartieron. ¿Cómo podría haber sido más que una línea de referencia? Hacia la época del canje de notas del Tratado Esguerra-Bárcenas, el concepto mismo de límite marítimo ni siquiera tenía vigencia. Como la demanda gubernamental, González Cuervo propone la negociación de un tratado. No resulta mala idea para alcanzar el cierre definitivo de la disputa demarcatoria, garantizar los derechos de pesca y proteger el medioambiente.

El mismo Daniel Ortega ofreció el diálogo hasta que se aburrió de esperar e interpuso un recurso jurídico por desacato contra Colombia, primer Estado sometido a tan humillante condición en la historia de la CIJ. Pero el texto de González Cuervo alcanza a crear expectativas sin fundamentos. Una negociación podría alterar en algo el trazado de los límites y hasta desenclavar los cayos, pero no lograría la recuperación del mar.

Para colmo de males, González Cuervo plantea la consulta previa de los sanandresanos como requisito, algo similar a poner la solución del problema de las Malvinas en manos de sus residentes ingleses.

Esta Corte Constitucional, cuya jurisprudencia tanto reconocimiento ha recibido, debe hablar fuerte y claro. No puede permitirnos abandonar el principio de la buena fe en las relaciones internacionales.

 

El Tiempo.com

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