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Epílogo de un racista y ladrón

Rafael Blasco 3Rafael Blasco, el político caído en España por robar la ayuda a los pobres de Nicaragua, no se diferencia mucho de los políticos que solemos conocer. El diario El Mundo lo describe como racista, ambicioso, hambriento de fama y protagonismo. Y tránsfuga por sobre todas las cosas. Ha cambiado de partido, con la frecuencia con que cambia sus calzoncillos.

Casi toda su vida fue “conseller”, es decir, miembro del gobierno autónomo catalán, aunque los receptores de las ayudas que manejaba, traducían el término como “canciller”. Si hubieran adivinado lo que Blasco traía entre manos, a lo mejor lo habrían transcrito como “consiglieri”.

Dice El Mundo que cada mañana indagaba quién de la televisión local cubriría su agenda del día. Cuando la tele autonómica no tenía previsto acudir a los actos de Blasco, el conseller enfurecía, movilizaba a su ejército de prensa, abroncaba a sus becarios, ardía el teléfono rojo y acababa consiguiendo una unidad móvil de RTVV en la puerta de su departamento. Puntual.

Entonces Blasco bajaba las escaleras, se encontraba con el reportero de turno, la cámara de Canal 9, y fingía sorpresa: ¿Otra vez aquí? ¿Tenéis que venir cada día? ¿Es que no me vais a dejar nunca tranquilo?

Así salió Blasco retratado cada día en Canal 9. Un día aprobando un proyecto para abastecer de agua a los más pobres de Nicaragua. Otro presentando una campaña para reducir el contagio del sida en Malabo. «La Generalitat invertirá medio millón en Monteplata. La Conselleria de Solidaridad destina 300.000 euros a Mfou, Camerún. El gobierno valenciano recauda 177.000 euros en concepto de ayuda humanitaria y construirá un hospital en Belle Anse».

Y ahí aparecía el conseller, rodeado de africanos, de chinos, de árabes, de sudamericanos que le llamaban canciller. Y Blasco no les corregía porque siempre creyó que lo de conseller le quedaba pequeño. Canciller Blasco.

Su carrera, siempre política, es un repertorio de ambición, cinismo, inteligencia, una obsesión casi enfermiza por controlarlo todo y una ideología algo dispersa, líquida decían algunos, capaz de viajar del PCE al PP, de Lerma a Zaplana y de Zaplana a Camps.

Blasco siempre en la foto. Militó en el Partido Comunista y en el Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico cuando era estudiante, cuenta la leyenda que incluso llegó a estar encarcelado. Luego ingresó en las filas del PSOE valenciano y acabó rescatado por Zaplana para el primer Partido Popular cuando Blasco ya manejaba las cloacas del sistema como nadie. Un enorme político en todos los reversos de la profesión, una versión valenciana de Frank Underwood. «El camino hacia el poder está pavimentado de hipocresía», dice el personaje de Kevin Spacey.

En 1989 fue expulsado del PSOE cuando era conseller de Urbanismo y había sido imputado por unos presuntos sobornos en la recalificación de unos terrenos cuando la Comunidad empezaba a ensayar su burbuja urbanística. Un abogado lo salvó de la cárcel anulando unas grabaciones que le comprometían.

Los “niggers”

Ahora ni siquiera ese abogado ha podido rescatar a Blasco. Las grabaciones son demoledoras. «Hay que dar prioridad a lo nuestro antes que a lo de los negratas», se oye por teléfono. «Lo importante es resistir y aguantar el tipo. Quiero acabar contigo de alcalde de Nueva York», le dice Blasco a Tauroni cuando se huele que deja el gobierno valenciano.

Blasco (el conejo en la jerga de la trama) ha sido condenado a ocho años de prisión y otros 20 de inhabilitación por desviar ayudas públicas al Tercer Mundo para favorecer al empresario Augusto César Tauroni, condenado a otros ocho años de cárcel. Se llamaban desde cabinas y se intercambiaban sobres en la puerta de la Casa de los Caramelos. Tráfico de influencias, prevaricación, falsedad documental y malversación de caudales públicos.

Los técnicos de la Conselleria le avisaron, le dijeron a Blasco que aquello no podía ser. Que Tauroni no tenía experiencia, ni tamaño, que no merecía las ayudas, que había otras ONG más capacitadas para recibir las subvenciones. Entonces el conseller enfurecía como cuando Canal 9 no venía a verle por las mañanas.

«Nos dijo que teníamos que confiar en él porque nos había mantenido en el puesto pese a que le habían dicho que éramos un mal equipo», relató una de las trabajadoras de la Conselleria ante el juez. «Él nos dijo que las normas las interpretaba él. Le decíamos que no y se enfadaba. Nos llegó a decir que si nunca habíamos hecho algo así y que iba a revisar todos nuestros expedientes».

Tauroni consiguió así las ayudas para llevar agua a unos pozos de Nicaragua: 833.409 euros que no llegaron a Nicaragua y se acabaron invirtiendo en la compra de cuatro pisos en Valencia. Primera de las tres causas a las que se enfrenta Blasco.

Cuando el ex conseller se sentó en el banquillo, el más listo de los políticos valencianos se presentó como un gestor ingenuo, incapaz de mandar un mail, ignorante de todos aquellos chanchullos que atribuyó a sus inferiores. «Yo no tramito ningún expediente, yo no sé ni enviar un correo electrónico», se defendió.

Y cuando la Policía probó que el tráfico de llamadas entre Blasco y Tauroni era «elevado», cuando su íntima amistad era más que una evidencia, Blasco sólo supo decir: «Somos de Alzira, señoría, qué quiere que le diga».

Para entonces el eterno conseller, al que los amigos del partido le filtraban informes confidenciales sobre su caso en mitad de los plenos, ya era un apestado, un diputado no adscrito tras ser expulsado del PP por Fabra, el único presidente que no le regaló cartera. En 26 años, y con cuatro presidentes de dos partidos, había dirigido siete consellerias: Presidencia, Obras Públicas, Trabajo, Sanidad, Bienestar Social, Territorio y Solidaridad.

Hay una entrevista magnífica de la revista Telva a su mujer, Consuelo Císcar, en la que destapaba las intimidades de Blasco. Nunca se ha sabido tanto de él. De aquel texto siempre se destacó que el conseller tenía unas piernas preciosas, que sólo bailaba en Nochevieja y que si no comía arroz, no era persona. También decía: «Con Rafael he aprendido que en la vida no hay culpables».

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