Iker Casillas en los versos de Rubén Darío
Cuando el poeta y diplomático nicaragüense Rubén Darío escribió su famosa sonatina “La princesa está triste”, seguramente no imaginó que aquellos versos dulces y sentidos pudieran aplicarse un siglo después a las penas y desencantos de un portero de fútbol. Rubén Darío, que no se llamaba así y vivió una extraña vida de depresiones, alcoholismo y situaciones fantasmagóricas –el hermano de una de sus amantes le obligó a contraer matrimonio a punta de pistola- fue a dar en las últimas vueltas de su torturada vida con una buena mujer de Navalcruz, un pueblo de Ávila del que proceden también los ancestros del guardameta. Iker Casillas, que así se llama él, parece un personaje hecho a medida para reflejar de verdad aquellas tristezas comedidas y casi secretas que el autor deseaba reflejar en su poema.
“La princesa está triste, -escribe Darío- ¿qué tendrá la princesa?. Los suspiros se escapan de su boca de fresa, que ha perdido la risa, que ha perdido el color”. La princesa es en este caso un príncipe al que todos consideramos el mejor guardameta de su generación y al que hace aproximadamente un año, un inoportuno percance producido además por la bota de un compañero le causó una lesión primero y una suplencia más tarde de la que no se ha recuperado ni en forma ni en ánimo. Especialmente en este último aspecto, con el que Casillas convive en silencio tratando de poner buena cara y restar hierro a lo que ocurre aunque no siempre lo consiga. Iker está triste, ha perdido la risa y sobre todo, ha perdido parte de la insultante confianza en si mismo que es uno de los tesoros más importantes con los que cuenta un portero de fútbol. El capitán de la Roja y del Real Madrid ha trampeado a lo largo de la temporada y, apelando a una experiencia larga y fecunda combinada con sus dotes naturales, ha sacado con bien una temporada que culminó con los dos títulos en los que ha participado. Iker ha sido campeón de Copa y Champion mientras Diego López, el portero para la Liga, no ha sido capaz de conquistar el título que hubiera otorgado al Madrid el triplete.
Sin embargo, Iker no es el mismo. Todos los que hemos asomado la nariz por el puesto de portero sabemos que vive sin vivir en él con solo mirarle a los ojos. Ya no grita ni ordena a sus defensas del modo en el que lo hacía, ya no anima desde atrás ni lanza a su equipo con la incuestionable autoridad del capitán que los manda. Y además, está serio, cariacontecido y cabizbajo. Pero lo peor es que ha perdido naturalidad en la portería y se está dejando entre los palos jirones de su antigua e infinita confianza. Cierto es que sigue apareciendo en lances de puros reflejos y sigue cultivando con arrojo y decisión su leyenda de santo sanador y milagrero, pero la realidad es que esta moral quebradiza que se refleja en sus ojos y asoma en cada palabra le ha jugado malas pasadas y le ha mostrado dubitativo en las salidas como aquellas dos que hizo durante la final contra el Atlético –una de ellas le costó un gol- y las que, con mayor gravedad, se han repetido en el maldito partido de inauguración contra Holanda.
Es urgente rescatar a Casillas de si mismo porque está en claro riesgo de perderse para siempre.