Desde Pontevedra recuerdan a Rubén
* Con estos versos empezaban muchas noches de mi infancia y, cuando apagaba la luz, me dormía viendo desfilar elefantes, oliendo azahar y contemplando el mar con los ojos cerrados…
Margarita, está linda la mar,
y el viento,
Lleva esencia sutil de azahar;
yo siento
en el alma una alondra cantar;
tu acento
Margarita, te voy a contar un cuento.
Con estos versos empezaban muchas noches de mi infancia y, cuando apagaba la luz, me dormía viendo desfilar elefantes, oliendo azahar y contemplando el mar con los ojos cerrados, mientras en la oscuridad del cuarto, todavía resonaba la voz de mi padre leyéndome los versos de un poeta nicaragüense del que entonces apenas sabía nada; Rubén Darío.
Fue el primer autor cuya poesía escuché, antes casi de saber leer, antes de saber que existían muchas maneras de escribir. Con él descubrí el verso, cuando era capaz de disfrutarlo sin pensar, de utilizarlo como puente para hacer volar mi imaginación y viajar a lugares muy lejanos, solo escuchando su sonido. Sintiendo.
Rubén Darío, sin querer, y mi padre, queriendo, me enseñaron la importancia de la poesía, del oficio de poeta. Entre los dos me mostraron lo necesario que es desarrollar la creatividad cuando estamos creciendo, es decir, siempre. Dejamos de crecer físicamente pero nunca dejamos de aprender, y al aprender, crecemos de otro modo: crecemos por dentro.
El pasado seis de febrero se cumplieron cien años de la muerte del periodista, diplomático y poeta del Modernismo, al que se le dio el sobrenombre de Príncipe de las Letras Castellanas. Comenzó a escribir muy joven y ya con trece años firmaba sus poesías como Rubén Darío, porque la familia que le crio (sus tíos abuelos), era conocida como los Darío. Tomó este apellido, ya que le gustaba más su sonido que el de sus apellidos auténticos: García Sarmiento. Esta preocupación por la sonoridad de lo que escribe le acompañará toda la vida. La razón quizá sea su gusto por la música, que le llevó a aficionarse al piano, instrumento que tocaba bastante bien.
Viajero incansable desde que, con solo quince años, dejó su pueblo para estudiar y trabajar, sintió una especial simpatía por España, país que conoció por primera vez en 1892 como miembro de la delegación diplomática de Nicaragua en los actos conmemorativos del Descubrimiento de América .Volvería cuatro años más tarde como corresponsal del Periódico Argentino La Nación, y llegó a establecerse en nuestro país como ministro residente del gobierno nicaragüense de José Santos Zelaya. Mal pagado en su experiencia diplomática encontró en el Periodismo un trabajo que le permitía mantenerse.
Fue amigo del poeta español Amado Nervo y conoció en París a un joven Antonio Machado que era gran admirador de la obra de Darío, en la que destacan Azul, Prosas profanas y Cantos de vida y esperanza. Este último título fue editado en Madrid en 1905 por otro amigo suyo: Juan Ramón Jiménez. Escribió también en prosa pero siempre será recordado principalmente por su poesía.
Aunque, hoy en día, sus poemas habitados por cisnes y princesas pueden resultar cursis, siempre será un gran poeta y su obra encuentra proyección en otros autores más actuales como Neruda.
Su pueblo natal, Metapa, cambió su nombre por el de Ciudad Darío. Allí se le recuerda especialmente, ahora, en el primer centenario de su muerte como el «poeta niño» que aprendió a leer con tres años y publicó por primera vez un poema suyo a los trece.
El Banco Central de Nicaragua puso en circulación una serie de monedas conmemorativas de la efeméride y también, en colaboración con Correos, un sello con la imagen del poeta. En Madrid se le rindió homenaje con una ofrenda floral en la rotonda que lleva su nombre.
Sin embargo, independientemente de los actos oficiales, lo mejor que podemos hacer para recordarle, cuando se cumple un siglo de su fallecimiento, es acercarnos a su poesía, leerla, descubrirla y redescubrirla. Hay mucha pureza en ella.
Hace falta que leamos poesía porque nunca ha sido fácil ser poeta ni lector de poesía, y porque tratar de entender el verso, de Rubén Darío o de cualquier otro, es a veces, tratar de entender lo complicado de la vida, y, otras veces, simplemente dejarse llevar por ella y disfrutarla, como hacen los niños.
Margarita, está linda la mar,
y el viento
Lleva esencia sutil de azahar:
tu aliento.
Ya que lejos de mí vas a estar,
guarda, niña, un gentil pensamiento
Al que un día te quiso contar
Un cuento.