Madrid recuerda a Rubén Darío
* Un busto, una plaza y una estación del metro conmemoran al poeta nicaragüense, fallecido hace un siglo. Tras una trayectoria poética cosmopolita en clave francófona, Rubén se congració abiertamente con la literatura española, desde la métrica hasta el léxico, siempre exuberante y certero, a cuya renovación tan grandemente contribuyó quien escribiera la Oda a Roosevelt o aquel verso, “Margarita, está linda la mar…”, que todos los bachilleres españoles recuerdan.
Rafael Fraguas | El País
Félix Rubén García Sarmiento, conocido en el mundo de las letras como Rubén Darío, de cuya muerte se cumple ahora un siglo, ha sido uno de los poetas foráneos más vinculados a Madrid. Un busto en bronce, obra del escultor Álvaro Izuzquiza, junto a una plaza que le fue dedicada en la zona más distinguida del barrio de Chamberí, y una estación del metro, evocan cada día la memoria del escritor nicaragüense. Su archivo, procedente de un arcón repleto de manuscritos encontrado por azar, reposa en la Facultad de Filología de la Universidad Complutense.
El nombre de Rubén resonó durante décadas en los principales cenáculos literarios y políticos de la ciudad. A ellos había accedido avalado por el empuje majestuoso de sus versos, con los que renovaría la poética y la métrica en español a partir de 1880, como adalid del Modernismo, movimiento poético que él capitanearía.
Nacido en el seno de una familia acomodada pero fallida, y desprovisto del amor de su madre, a la que apenas vio unas cuantas veces en su vida, se crió con una tía abuela.
Ya en el colegio, su maestra Marta Tellería descubrió la facilidad que mostraba para versificar; tanta, que a los 13 años era requerido para redactar epitafios para generales y próceres civiles o para la declamación de elegías fúnebres por él escritas. Costa Rica y Chile fueron dos de sus primeros destinos antes de venir a Europa, atraído por los potentes focos con los que el Simbolismo y el Parnasianismo alumbraban el desperezamiento de la poesía europea. En un Madrid abatido por la crisis colonial, Rubén Darío recalaría por primera vez en 1892, precedido por las encomiables loas que el escritor y diplomático Juan Valera hizo de su principal obra poética, Azul, que sería titulada y editada en la ciudad chilena de Valparaíso en 1880.
El político republicano Emilio Castelar lo acogió en sus cenáculos, donde entró en contacto con la élite intelectual madrileña, que lo recibió como a uno de los suyos. Intimó con Marcelino Menéndez Pelayo en el hotel de las Cuatro Naciones, en la calle del Arenal, donde se hospedaban ambos, mientras Emilia Pardo Bazán lo invitaba a su casa de Claudio Coello y el escritor Gaspar Núñez de Arce trataba de conseguirle un cargo en la naviera del marqués de Comillas. Con motivo del tercer centenario de la muerte de Cristóbal Colón, Rubén Darío obtuvo la encomienda diplomática de representar oficialmente a su país, Nicaragua, en España. Vivió en un palacete de la calle de Alfonso XII esquina a Juan de Mena, y en un piso de la calle de Serrano, 23.
Tras una trayectoria poética cosmopolita en clave francófona, Rubén se congració abiertamente con la literatura española, desde la métrica hasta el léxico, siempre exuberante y certero, a cuya renovación tan grandemente contribuyó quien escribiera la Oda a Roosevelt o aquel verso, “Margarita, está linda la mar…”, que todos los bachilleres españoles recuerdan.
Tras regresar a su país, murió en 1916. La noticia de su muerte llegó al café el Gato Negro, en la calle del Príncipe, por boca de Ramón del Valle Inclán. Con todos los parroquianos del café conmovidos y en pie, don Ramón leyó con unción un poema de su admirado Rubén Darío.