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Presencia de Rubén Darío

Rubén Darío complutenseAlejandro San Francisco* | elimparcial.es

Debo haber tenido no más de diez o doce años la primera vez que escuché hablar de Rubén Darío (Nicaragua, 18 de enero de 1867-Nicaragua, 6 de febrero de 1916). Recuerdo haberle preguntado a mi madre sobre San Francisco de Asís. Ella comenzó a responder de una manera curiosa, según me pareció:

El varón que tiene corazón de lis,
alma de querube, lengua celestial,
el mínimo y dulce Francisco de Asís,
está con un rudo y torvo animal,
bestia temerosa, de sangre y de robo,
las fauces de furia, los ojos de mal:
el lobo de Gubbia, el terrible lobo,
rabioso, ha asolado los alrededores;
cruel ha deshecho todos los rebaños;
devoró corderos, devoró pastores,
y son incontables sus muertes y daños.

Después de recitar esos versos, y tal vez algunos más, se dirigió a buscar El tesoro de la juventud -una de esas colecciones olvidadas con la llegada de internet- donde se encontraba la reproducción del poema, y ahí lo leyó completo. Se trata de un episodio -realmente impresionante-, sobre la vida del santo italiano, que hace amistad con un lobo feroz, que se vuelve manso y amigo de todos, hasta que un día desaparece esa bondad para regresar a su furia y destrucción.

El poema tiene algunas enseñanzas memorables. Aunque nada reemplaza su lectura, conviene revisar la respuesta que dio el lobo cuando Francisco le conminó a explicar su cambio fatal:

Hermano Francisco, no te acerques mucho…
Yo estaba tranquilo allá en el convento;
al pueblo salía,
y si algo me daban estaba contento
y manso comía.
Mas empecé a ver que en todas las casas
estaban la Envidia, la Saña, la Ira,
y en todos los rostros ardían las brasas
de odio, de lujuria, de infamia y mentira.
Hermanos a hermanos hacían la guerra,
perdían los débiles, ganaban los malos,
hembra y macho eran como perro y perra,
y un buen día todos me dieron de palos.

¿Cuánto habrá sufrido el santo de Asís? Sin embargo, sabemos, no le dijo nada:

Le miró con una profunda mirada,
y partió con lágrimas y con desconsuelos,
y habló al Dios eterno con su corazón.
El viento del bosque llevó su oración,
que era: Padre nuestro, que estás en los cielos…

He recordado estos versos al conocer una noticia cultural de gran valor: una exposición de 200 documentos del poeta Rubén Darío, en la Biblioteca Histórica de la Universidad Complutense, en Madrid. Entre ellos hay cartas a escritores, ejemplares de revistas dirigidas por el poeta, una libreta en la cual escribía, con poemas manuscritos y dibujos, entre otras cosas.

Sin embargo, lo importante no son los detalles de una exposición, sino cómo ella contribuye a recuperar a uno de los poetas grandes de la literatura en español, así como la posibilidad de volver a leer -o comenzar a leer para quienes no lo han hecho- la poesía en general, y en particular la obra de Rubén Darío, cuya influencia fue notable en la primera mitad del siglo XX. Así lo recordaron otros dos grandes de las letras, Federico García Lorca y Pablo Neruda -como este último cuenta en sus Memorias-, cuando pronunciaron su famoso “Discurso al alimón”, dedicado a “uno de los grandes creadores del lenguaje poético en el idioma español… hacia esa gran sombra que cantó más altamente que nosotros”, precisamente Rubén Darío.

Era parte de una tradición que Darío no restringía a las letras hispanas, sino que se daba tiempo para homenajear al norteamericano Walt Whitman: “En su país de hierro vive el gran viejo,/bello como un patriarca, sereno y santo./Tiene en la arruga olímpica de su entrecejo/algo que impera y vence con noble encanto”. Poeta de viajes repetidos y amores profundos con otros países que lo hacían universal: “En los días de azul de mi dorada infancia/yo solía pensar en Grecia y en Bolivia” (A Bolivia); “Oh tierra abierta al sediento/de libertad y de vida,/dinámica y creadora” (A Argentina); “Siempre serán soberbios sus pendones;/bajo la aureola que a la gloria inflama” (A Colombia); “Que la raza está en pie y el brazo listo,/ que va en el barco el capitán Cervantes,/y arriba flota el pabellón de Cristo” (España).

Siendo muy joven, Rubén Darío pasó unos años en Chile, cuando todavía no cumplía los veinte años. En este finis terrae dio a luz uno de sus libros más reconocidos, Azul. Además de poeta, escribió en la prensa e hizo amistades duraderas. El poeta Pedro Balmaceda Toro, también joven y muerto prematuramente, comentó su libro Abrojos y llegó a decir que “no ha tenido Chile poeta más poeta que él”. Lo recordaban, sus amigos, como alguien triste, débil, decaído; el poeta recordaría “en Chile aprendí a macizar mi carácter y a vivir mi inteligencia”.

Sin embargo, para los poetas y enamorados, hay algunos poemas y versos que se han transformado en clásicos: “Juventud divino tesoro,/ya te vas para no volver,/cuando quiero llorar no lloro…/y a veces lloro sin querer”; “Margarita, te voy a contar un cuento”; “La princesa está triste… ¿Qué tendrá la princesa?/Los suspiros se escapan de su boca de fresa, /que ha perdido la risa, que ha perdido el color”.

En su Autobiografía, Darío resume parte de su personalidad de una manera elocuente: “Yo me apartaba frecuentemente de los regocijos, y me iba, solitario, con mi carácter ya triste y meditabundo desde entonces, a mirar cosas, en el cielo y en el mar”. Sin embargo, tristeza creadora, mirada fértil, dispuestas a transformarse en letras de oro, de aquellas que superan el paso de los años y vuelven a recrear la primavera. Versos de un poeta que se fue, como un divino tesoro, pero que siempre está dispuesto a volver.

* Historiador

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