La revolución machista: así nació el patriarcado
Hubo un tiempo en que lo femenino era el principio que regía el mundo y la sociedad, no obstante, la divulgación de un mito babilónico giró los papeles de cada género, provocando una revolución patriarcal en que lo femenino debía ser sometido y denostado.
En opinión de Baring y Cashford en “El mito de la diosa”, el Enuma Elish no solo trascendió su sentido de simple pero eficaz «mito de la naturaleza», sino también las fronteras geográficas de Babilonia, convirtiéndose en eje argumental de las religiones patriarcales:
«La violenta imagen de conquista del Enuma Elish fijó el paradigma de la Edad del Hierro como época de conflicto entre la antigua mitología de la diosa madre y los nuevos mitos de los dioses padre arios y semíticos. Los dioses padre luchaban por la supremacía en Mesopotamia, Persia, India, Anatolia, Canaán, Grecia y, de un modo menos obvio, en Egipto. Pero Marduk fue el primer dios que derrotó a la diosa madre y tomó su puesto como creador de la vida».
El resultado de aquella inversión de papeles, de la derrota de la diosa madre y el advenimiento de un dios creador solar, quedó de manifiesto a través de los postulados de las tres grandes religiones monoteístas –judaísmo, cristianismo e islam–, que trasladaron al orden social la preeminencia del hombre sobre la mujer.
Sostenida por la figura de un dios padre creador pero vengativo, victorioso en su lucha contra el caos del inframundo simbolizado por la Diosa Madre, la cultura de lo masculino se impuso a las sociedades matriarcales e igualitarias, asentadas en lugares como Creta o Malta, donde, cuanto menos, las mujeres no tenían un papel subordinado al de los hombres. O eso parece deducirse de las evidencias arqueológicas halladas en estas islas y en otras antiguas civilizaciones del ámbito mediterráneo, en las cuales apenas se han encontrado armas propiamente dichas, y sí numerosos artefactos pensados para ceremonias en tiempos de paz.
La Edad del Hierro acabó con el sueño de aquella «Arcadia feliz». Nómadas arios desde el norte y tribus semitas por el sur impusieron por la fuerza a los nuevos héroes solares y dioses masculinos, expoliando con violencia los recursos de las sociedades agrarias que ensalzaban la fertilidad, la intuición, la espiritualidad y la naturaleza, objetivados a través del culto arcaico de la Diosa Madre.
El patriarcado también implantó una perspectiva maniquea y simplista de las cosas. La Diosa ya no simbolizaba la creación al tiempo que la destrucción, sino solo lo segundo, el caos y la muerte, tal y como se describe en el Enuma Elish y se recoge en la mitología grecorromana.
Por extensión, en una sociedad donde el patriarcado se había apropiado simbólicamente de la maternidad –encarnada por los dioses creadores–, lo femenino queda relegado a un segundo plano. Tuvieron que pasar muchos siglos para que la Diosa abandonara el inframundo al que fue encadenada.
Paradójicamente, lo hizo encarnada en la cristiana Virgen María, aunque la verdadera restitución del culto popular a la Diosa dadora de vida tuvo más que ver con las «Vírgenes encontradas».