Contagiada con coronavirus en España cuenta su calvario
Te levantas un día con un leve picor de garganta. «Me habré resfriado», piensas. Al día siguiente los síntomas empeoran, pero sigues confiando en que es un simple catarro.
El segundo día comienzas a sentir fiebre. El siguiente, mucha más fiebre acompañada de un dolor terrible de estómago. Ni el paracetamol consigue aliviarlo. Cada día que pasa, en vez de sentir mejoría, sientes un nuevo síntoma que se acumula a los anteriores. Perdí la cuenta e incluso la noción del tiempo cuando empecé a notar como si hubiera alguien en el interior de mi cabeza intentando sacarme los ojos desde dentro.
Al cuarto día te quedas sin olfato y sin gusto. Y piensas, ¿cómo me puedo sentir así yo, que me alimento saludablemente y hago ejercicio? ¿Será que no soy tan sana como pensaba? No exactamente, es que a mi cuerpo le había entrado el maldito virus, sin saber ni dónde, ni cómo, ni cuándo. Hay un listado de síntomas de coronavirus que podría relatar casi de memoria. Otros en cambio, ni aparecen en esa lista. Luego, están los que realmente sentimos cuando nos contagiamos.
Me lo comunicaron un martes, después de haber pasado todo el fin de semana (lunes incluido) sin poder moverme de la cama. Antes hubo un par de llamadas al teléfono de información del coronavirus de Madrid, en las que me dijeron que no tenía que preocuparme, que por lo que les narraba estaba todo correcto. Decidí ir al centro de salud a hacerme la prueba para descartar. Dedicándome al periodismo y leyendo cada día decenas de informaciones relacionadas con la pandemia siempre hay un «por si acaso» rondando en la cabeza. Una enfermera me dice que mi carga vírica es demasiado alta, que me mantenga aislada y que esté atenta al teléfono, pues me irá llamando un enfermero todos los días para ver cómo voy evolucionando. De los 12 días que me mantuve confinada, tan solo recibí una llamada. El resto, nada. Eres una cifra más en sus informes.
«En ese momento, ni siquiera me informaron sobre cómo debía tratar la enfermedad. Tuve que llamar yo misma al centro de salud para que me dieran cita con mi médico de cabecera, y que este me llamara cuando tuviera algún hueco libre, para decirme cómo debía ser mi tratamiento».
El fin de semana que empecé a sentir algunos síntomas, había estado pasando el día con mi hermana. Ella es profesora de un instituto, una de las heroínas que ha seguido firme al pie del cañón incluso con un confinamiento por estado de alarma. La llamé para informarle que estaba contagiada y que probablemente ella también lo estaría. Salió corriendo al hospital a hacerse una prueba rápida. El resultado fue positivo. En ese instante informó en su centro que no podía ir a trabajar hasta que se recuperara y al solicitar la baja le dijeron que tenía que volver al día siguiente a recoger el papel. Siendo positivo. La única opción que le daban era que, si ella no podía ir que se acercara algún familiar, pero ¿qué hacer si no tienes familiares que te puedan hacer el favor o si estos están también en cuarentena? En esos momentos te preguntas si las autoridades podrían hacer las cosas mejor. Por el momento se me ocurre una solución que no parece muy complicada: enviar el documento de manera telemática. Resulta incluso más curioso que no haya una forma de arreglar esto cuando ambos empleos pertenecen al mismo sector público y a la misma comunidad autónoma.
Te piden que te aísles, que te quedes en tu casa, pero cuando les llamas para pedir ayuda y que te orienten para saber cómo actuar en esta inusual situación, te dicen que lo tienes que valorar tú mismo. «Si te cuesta mucho respirar, vuelve a llamar», pero ¿cuándo sé si me cuesta mucho o poco? ¿Dónde está el límite? Llega el momento en el que te sientes desamparada. Sola entre cuatro paredes sin saber a dónde acudir. Tampoco recibí ninguna llamada de ningún rastreador y la aplicación Radar Covid tan solo avisó a una de las personas con las que había establecido un contacto estrecho. Sin embargo, para vigilar que cumples el confinamiento aúnan todas sus fuerzas. Durante mi aislamiento llegó a venir hasta un agente de policía llamando insistentemente a la puerta posibilitando que otros vecinos pudieran enterarse de mi enfermedad, violando de este modo, mis derechos fundamentales como la intimidad y la Protección de Datos. Su objetivo era entregarme un papel de «colaboración ciudadana» que no decía más que lo que repetían todos los días en los medios de comunicación. ¿No me lo podrían haber mandado también por vía telemática?
«Estoy recuperada, ¡por fin podré salir!»
Llegó el día de la victoria. Vencí al virus: décimo día y regenerada casi al completo. O eso creo. Tan solo persiste una tos que carraspea como si estuviera intentando eliminar los restos del enemigo en el campo de batalla. Ya he recuperado el olfato y puedo saborear las comidas. Unos días antes había pedido cita con mi médico de cabecera para preguntarle cómo debía actuar a partir de ahora. «¡Estoy recuperada, por fin podré salir!», pensé. Estaba ansiosa de recibir esa llamada y de hacerme el dichoso test para ver si había desarrollado anticuerpos. Mi alegría se desvaneció en cuanto descolgué el teléfono y escuché al doctor decirme: «¿Eres enfermera o militar? Entonces no puedes hacerte otra prueba para ver si das negativo. Pero tranquila, ya puedes salir de casa». No daba crédito a lo que me decía y, antes de colgar, volví a preguntárselo:
—»¿No me vais a realizar otra prueba para saber si puedo contagiar o si he desarrollado anticuerpos?».
—»Señorita ya le he dicho que no. Usted está curada. Si no pertenece a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado o al ámbito sanitario no le podemos hacer otro test».
Ese doctor afirmaba que estaba completamente curada sin ni siquiera verme en persona, ni auscultarme, ni ver si lo que le contaba yo era cierto. Solo se basó en mi relato para determinar su diagnóstico. A día de hoy no sé si puedo contagiar o no y por este motivo, sigo en el lugar donde me aislé los días del confinamiento. La sensación al final de esta batalla es que te dejan encerrada como un animal en su jaula, sola, sin tener a quién acudir. Hoy, esa jaula, es el único lugar donde me siento asegurada.
«No hay vacunas para el miedo»
¿Y ahora qué? ¿Cómo continúo con mi vida? ¿Podré realizar ejercicio como de costumbre o mis pulmones se cansarán antes? ¿Qué tipo de secuelas quedarán en mi cuerpo? No lo sé. Ni tampoco sé a quién consultar porque tras esta experiencia, sé que ni los médicos tendrán respuesta a mis preguntas. Y si las tuvieran, tampoco tendrían tiempo para contestarlas.
En el plano informativo al igual que la mayoría de la población, he visto un exceso de información sobre el coronavirus. Pero siempre es la misma. Los mismos síntomas. El movimiento danzante de la curva. Nada nuevo. Gracias a haber desarrollado la enfermedad he descubierto algunas novedades, como que tener un oxímetro en casa que mida el nivel de oxígeno en sangre puede resultar especialmente útil para darte información valiosa sobre tu salud durante un episodio de COVID-19 o cualquier enfermedad respiratoria. No lo descubrí leyendo ni tampoco me lo dijo ningún sanitario. Lo descubrí hablando con conocidos que ya habían pasado por la misma enfermedad y comparando las opiniones que sus médicos les daban.
Paradójicamente, salir liberada del virus se convierte en una terrible sensación que provoca ansiedad con incluso algún trauma psicológico. Lo que antes era ocio y placer, ahora se ha convertido en fobia y temor: hacia las personas, hacia el exterior y hacia todo lo que se mueve tras el cristal de la ventana.
Estoy recuperada, pero ya no quiero salir. Todavía no sé si tengo anticuerpos o si puedo contagiar. El miedo es una de las secuelas más importantes de la pandemia, y para eso, todavía no existe ni cura, ni vacuna.
Fuente: Sputnik