La fórmula perdida y no superada del ultrarresistente cemento romano
Los antiguos romanos construyeron diques marinos que han resistido el embate de las olas durante veintiún siglos. También edificaron puentes, acueductos y anfiteatros que todavía se mantienen en pie, a diferencia de construcciones más modernas que en doscientos años se han venido abajo. Ello ha llevado a varios equipos internacionales de geólogos e ingenieros a buscar pistas sobre la composición exacta del cemento utilizado durante el Imperio romano. Sin embargo, su fórmula magistral continúa siendo un misterio comparable al de la Coca-Cola.
Basta observar el puente Fabricio, el más antiguo de Roma, para comprobar la extraordinaria durabilidad y resistencia de las construcciones romanas. Pese a levantarse en el año 62 a.C., sigue permitiendo a los viandantes cruzar desde la orilla este del río Tíber hasta la isla Tiberina. Pero los ejemplos son incontables: el puerto hexagonal de Trajano que el emperador romano hizo construir entre Ostia y Fiumicino para alojar a los grandes navíos venidos desde todos los mares para aprovisionar de mercancías a la capital del Imperio, sigue ahí, intacto, como hace dos mil años.
Y lo mismo cabe decir de muchos puentes esparcidos por Europa, algunos todavía en uso, de los cimientos de edificios históricos existentes en Roma o Florencia, de la cúpula del Panteón de Roma (construida aproximadamente en el año 113 d.C., casi 2000 años después, sigue siendo la mayor cúpula de hormigón no armado del mundo), del puente de Alcántara (Cáceres) y de tantas infraestructuras longevas esparcidas por el viejo continente, el oeste de Asia y el norte de África.
La llamada “revolución del hormigón” comenzó con la República romana en el 509 a.C. y floreció con la llegada del Imperio romano en el 27 a.C. Los romanos basaron su expansión territorial en la ingeniería, por lo que se vieron obligados a acometer grandes obras para administrar sus posesiones.
Para tal fin crearon vías (según la Universidad de Stanford, en el año 200 de nuestra era, cuando el poder de Roma se encontraba en su máximo apogeo, las vías que recorrían el Imperio en esta época abarcaban 85.000 kilómetros, para cubrir y comunicar cerca de seis millones de kilómetros cuadrados) puentes, almacenes, puertos, acueductos, anfiteatros, termas, etc. Es en esta época cuando los antiguos romanos generalizan el uso de arcos, cúpulas y bóvedas.
Pero, para construirlos, necesitaban un material increíblemente resistente: el hormigón romano. Los documentos históricos sobre este material escasean, pero se sabe que fue profusamente utilizado a partir del año 150 a.C., aunque algunos estudiosos afirman que bien pudo desarrollarse un siglo antes.
Sin embargo, con la caída del Imperio romano, la receta exacta se perdió por completo. En De Architectura, el mayor tratado arquitectónico que se conserva de la Antigüedad clásica, Marco Vitruvio Polión, el que fuera arquitecto de Julio César durante su juventud, dejó algunas pistas.
Para el cemento utilizado en los edificios, Vitruvio describió una proporción de una parte de cal por tres de puzolana, una arena volcánica procedente de los lechos de Pozzuoli (“pocitos”, en latín, nombre adoptado en honor de los antiguos pozos de agua volcánica existentes en esta parte de la región de Campania, en la zona volcánica próxima al Vesuvio, cuyas aguas, pensaban los romanos, curaban la esterilidad). Para los trabajos subacuáticos, en cambio, Vitrubio especificó una parte de cal por dos de puzolana.
El erudito romano Plinio el Viejo describió en Historia natural, un compendio del saber existente en el siglo I de la era cristiana, cómo las estructuras creadas con esta argamasa se convertían en “una sola masa de piedra, inexpugnable para las olas y cada día más fuerte”.
Los ingenieros y arquitectos modernos se han maravillado durante mucho tiempo con la solidez y firmeza del hormigón romano. Ello ha impulsado a equipos de investigadores a visitar espigones, muelles y diques para estudiar sus propiedades. El Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley de EE.UU., por ejemplo, quiso averiguar cómo algunos muros de hormigón habían resistido impasibles el paso del tiempo e incluso sobrevivido al terremoto de 1349.
Utilizando tecnologías muy avanzadas, como la espectroscopia Raman, los geólogos han analizado muestras de mortero romano de 0,3 milímetros de grosor con haces de rayos X para aprender más sobre la estructura de sus cristales. ¿La conclusión? Los romanos eran increíblemente ingeniosos, por lo que es posible, señala Marie Jackson, científica del Departamento de Ingeniería Civil y Medioambiental de la Universidad de California, que observaran cómo la ceniza de las erupciones volcánicas cristalizaba en una roca duradera.
La investigación liderada por Jackson comenzó durante el año sabático que esta geóloga pasó en Roma para demostrar que Plinio el Viejo no exageraba y que el agua del mar que se filtraba en los diques marinos, a través del hormigón, favorecía su resistencia. Según ha declarado Jackson posteriormente, los romanos utilizaron rocas procedentes de los volcanes del Golfo de Nápoles para fabricar el hormigón que utilizaron en Italia, pero, en cambio, en el caso de los acueductos españoles emplearon agua dulce.
Otro descubrimiento sorprendente es que los romanos manejaron un mineral muy raro, llamado tobermorita aluminosa. Al parecer, la tobermorita aluminosa se formaba cuando el agua de mar se filtraba a través del hormigón de los rompeolas y muelles, disolviendo la ceniza volcánica y permitiendo la formación de nuevos minerales que, al reaccionar químicamente con el agua del mar, reforzaban la matriz. Este tipo de cristalización solo se ha observado en lugares como el volcán Surtsey, en Islandia, informa la revista Nature, tras apuntar que, en lugar de corroerse con el tiempo, el hormigón romano tenía propiedades autocurativas y parecía fortalecerse con su exposición a los elementos, particularmente al agua marina.
El hormigón romano es de gran interés científico no solo por su inigualable resistencia y durabilidad, sino también por las ventajas medioambientales que ofrece. En la actualidad, la mayoría de los hormigones modernos se aglutinan con cemento de Portland. Para fabricarlo, es necesario calentar una mezcla de piedra caliza y arcilla a 1.450 grados Celsius, un proceso que libera hasta el 7% de la cantidad total de dióxido carbono que se emite a la atmósfera cada año. El mortero romano, en cambio, se calcina a una temperatura más baja (900 grados), lo que implica una importante reducción de las emisiones contaminantes.
Los científicos destacan que las construcciones modernas de hormigón comienzan a dar señales de desgaste a partir de los 50 años, un lapso de tiempo ridículo en comparación con algunas de las obras de ingeniería romana. El problema es que las cenizas volcánicas no abundan en el planeta.
Anteriormente a los romanos, los griegos usaban una argamasa calcárea que, al secar, hacía de aglomerante. Sin embargo, los romanos descubrieron que los materiales volcánicos que usaban reaccionaban con el agua, como lo hace desde el año 1824 el cemento de Portland, el nombre elegido por James Parker y Joseph Aspdin al patentarlo por su color oscuro, similar a la piedra de la isla de Portland del canal de la Mancha.
Aunque el hormigón romano era mejor que muchos hormigones de baja calidad que se siguen fabricando en la actualidad, muy probablemente no era superior a los buenos hormigones contemporáneos. No obstante, el romano, afirman los científicos, podría seguir siendo muy útil en determinados contextos. Marie Jackson sugirió que podría usarse para construir el malecón de la laguna de Swansea (Reino Unido), frente a la costa sur de Gales, para aprovechar la energía de las mareas. La razón que esgrimió es que la laguna tendría que estar operativa, como mínimo, durante 120 años para amortizar los costes de construcción del proyecto, en tanto el acero que reforzaría un dique de hormigón convencional, dijo Jackson, se corroe en 60 años.
Asimismo, se ha encontrado algo similar a cemento romano en los gruesos muros de hormigón de un reactor nuclear japonés. Según dijeron científicos de la Universidad de Nagoya en un comunicado, la formación accidental de torbemorita aluminosa aumentó la resistencia de las paredes más de tres veces, según un estudio publicado en Materials and Design.
«Descubrimos que los hidratos de cemento y los minerales que forman las rocas reaccionaban de forma similar a lo que ocurre en el hormigón romano, aumentando significativamente la resistencia de los muros de la central nuclear», declaró Ippei Maruyama, ingeniero medioambiental de la Universidad de Nagoya.
Maruyama y sus colegas descubrieron que se formaba tobermorita aluminosa en las paredes de hormigón de un reactor nuclear cuando se mantenían temperaturas de 40-55°C durante 16,5 años. Las muestras se tomaron en la central nuclear de Hamaoka (Japón), que funcionó de 1976 a 2009.
Los análisis en profundidad mostraron que las gruesas paredes del reactor eran capaces de retener la humedad. Los minerales utilizados para fabricar el hormigón reaccionaron en presencia de esta agua, aumentando la disponibilidad de iones de silicio y aluminio y el contenido alcalino de la pared. Esto condujo finalmente a la formación de tobermorita aluminosa.
“Entonces, ¿por qué no volver al hormigón romano?”, se pregunta el diario Corriere della Sera. “La receta está ahí, pero falta el conocimiento de las ‘dosis’ exactas”, añade el artículo, para finalizar que no se puede descartar que en un futuro próximo volvamos a construir con cemento romano.
*lavanguardia.com