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Nicaragua, la década sandinista

Niños jugando en un blindado destruido en Managua. Foto: Gervasio Sánchez.

Gervasio Sánchez

Mi primer viaje a Nicaragua fue a finales de octubre de 1984. Tuve que volar desde El Salvador después de que se frustrase mi viaje en autobús al decretar la guerrilla salvadoreña un paro armado de una semana que impedía utilizar los transportes terrestres.

Llegué a Managua más preocupado por mis finanzas que por la guerra entre los sandinistas y la Contra, una guerrilla contrarrevolucionaria financiada por el gobierno estadounidense de Ronald Reagan.

Me había gastado 250 dólares, un dineral de la época, en un billete de avión de ida y vuelta para un viaje que apenas duraba media hora. Me instalé en el hotel más barato del mundo: 200 córdobas, 70 centavos de dólar. Sólo tres años después pagaría algo menos en un cuchitril de China.

Hay que explicar la locura del cambio en aquella Nicaragua, Nicaragüita que se desangraba cada día. Oficialmente el dólar se cambiaba por 28 córdobas. En el mercado negro lo conseguías por 300 córdobas, diez veces más.

Tenías que ir con un saco, pero valía la pena el esfuerzo. De repente te volvías rico porque los restaurantes, los taxistas, los libreros cobraban en córdobas. Sólo los hoteles se tenían que pagar en dólares salvo los baratos.

Los dueños del hotel donde me alojé me dieron una habitación bastante tranquila y me plantearon un curioso negocio: realquilarme mi habitación el sábado y el domingo por la tarde para que algunas parejas pudiesen usarlo durante las horas que yo no estaba.

En los restaurantes pedíamos la cuenta antes de que nos trajeran los platos para comenzar a contar billetes. Tardabas mucho tiempo en ordenar los fajos necesarios para pagar el total.

Con 300 córdobas, es decir un dólar, podías comer en el bufet libre de hotel Intercontinental de Managua cuya cocina dependía de un excelente cocinero español, o comprar cinco botellas de ron flor de caña de 375 mm. Con un puñado de córdobas más conseguías el hielo y el limón exprimido para un ejército de bebedores. No era de extrañar que muchos periodistas se quedasen a vivir en Nicaragua durante aquellos años convulsos en Centroamérica.

Los días que nos íbamos a la playa a bañarnos y descansar eran inolvidables. Cuando nos veían llegar unas amables señoras se acercaban corriendo y nos preguntaban: “¿cómo querrán la langosta: hervida o a la brasa? ¿Cuántas langostas por persona?”.

 

No había término medio: si ibas a un banco y cambiabas oficialmente te arruinabas a las pocas horas. Si cambiabas en el mercado negro te volvías rico de repente. Recuerdo que mandé decenas de kilos en libros a mi casa que todavía hoy guardo a precios menos que simbólicos. Lo más caro en aquellos años era llamar a casa desde cualquier lugar. Te cobraban cantidades altísimas por conversaciones de tres minutos. Desde Nicaragua era una ganga.

Aquel país era el centro neurálgico de la escalada bélica en la fase final de la Guerra Fría. Los sandinistas habían conquistado el poder cinco años antes en julio de 1979. Los principales fundadores de esta guerrilla habían muerto durante la larga guerra contra el dictador Anastasio Somoza, a quien Estados Unidos consideraba un aliado.  De él decían: “es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta.

Había leído mucho sobre Nicaragua durante mis años universitarios y había viajado a ese país para ver con mis propios ojos si era una revolución querida por el pueblo. En aquellos años todo lo que bullía en el país centroamericano provocaba grandes debates en los ambientes universitarios.

Las discusiones se diluían en el esquematismo: o eras sandinista o apoyabas a la contra. Muchos izquierdistas españoles simpatizaban con aquella revolución que había empezado con inteligentes campañas de alfabetización y vacunación. La familia Somoza, que gobernó el país durante décadas, la había convertido  en su finca particular.

Era un testigo privilegiado y además gastaba poco. Pero ya entonces empecé a sentirme indispuesto con algunos comportamientos de los responsables sandinistas. Una noche de excitación etílica por culpa de aquel ron barato que entraba con una facilidad increíble me enfrenté a un alto cargo sandinista que intentaba ligar con una periodista gringa: “La revolución empezará el día en que personas como tú os hagáis cargo de los hijos que habéis tenido con diferentes mujeres en vez de estar hasta altas horas de la madrugada de borrachera en borrachera”.

El rostro de aquel prohombre entró en barrena. Con una rapidez sorprendente desenfundó una pistola y me apuntó a unos centímetros de la cabeza. Por suerte algunos compañeros intervinieron y lo convencieron para que escondiese el arma. Tengo que decir que al día siguiente me pidió perdón con lágrimas en los ojos y me confesó que tenía mucha razón en lo que le dije.

Las elecciones generales del 4 de noviembre de 1984 fueron ganadas por los sandinistas. A los pocos días regresé a El Salvador, presencié las primeras conversaciones de paz en este minúsculo país, viajé por Guatemala, Belice y México y regresé a España a las puertas de la Navidad.

En mayo de 1989 regresé a Nicaragua. Quería preparar un reportaje sobre el décimo aniversario del triunfo revolucionario. Los precios ya no eran los mismos, pero podías alquilar una minúscula habitación por dos dólares y comer por unos centavos. Para los que teníamos presupuestos muy bajos aquel país seguía siendo muy asequible.

 

Por primera vez en mi vida fui contratado por El País para realizar un reportaje gráfico para su dominical. Se trataba de fotografiar a los Chamorro, prototipo de familia burguesa tan dividida como estaba el país. Violeta era la madre y jefa de este clan que había prohibido hablar de política a sus cuatro hijos cuando se reunían los domingos para comer.

Durante un par de días la fotografíe y me comprometí a regalarle algunas imágenes cuando regresase al país. “Cuántas fotos me estás tirando. Yo que le doy a mis fotógrafos del diario la Prensa un rollo de película para toda la semana”, me comentó un día. Me encantaba pasear por su casa repleta de recuerdos con retratos de su marido asesinado por orden de Somoza por todas partes.

Era de una ingenuidad embaucadora, cariñosa cuando hablaba de sus hijos o adláteres, vehemente cuando se refería a los sandinistas, incapaz de pronunciar una sola reflexión de peso cuando se le preguntaba sobre economía o los grandes temas políticos.

Faltaban entonces menos de un año para las elecciones generales de febrero de 1990 y nadie en sus cabales había pensado en esta viuda para liderar la coalición antisandinista. Unos meses después fue nombrada candidata presidencial. Los sandinistas cometieron un grave error estratégico al no tomarla en serio. Pero ella ganó por goleada con una promesa: acabar con el servicio militar obligatorio y firmar la paz con la Contra.

Tomado de blog de elheraldo.es

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