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Nicaragüense busca unir inmigrantes en La Pequeña Habana

Camilo Mejía Castillo.

Melissa Sanchez
msanchez@elnuevoherald.com

El hijo de revolucionarios nicaragüenses que peleó su propia batalla tras desertar el ejército estadounidense hace ocho años, ahora enfrenta un nuevo reto: organizar a los inmigrantes indocumentados en La Pequeña Habana.

Desde hace un año, Camilo Mejía, de 37 años, se ha dedicado a tocar puertas en los barrios hispanos de Miami para una organización reconocida por sus campañas contra la injusticia socioeconómica en los sectores afroamericanos.

Mejía, quien ganó fama nacional como activista contra la guerra en Irak, dijo que desconocía el nivel de pobreza en el centro urbano de Miami.

“A pesar de que mi familia había pasado por momentos difíciles aquí, nunca me di cuenta de la desigualdad socioeconómica en Miami, y no solamente en Overtown o Liberty City”, dijo Mejía. “Para mí, La Pequeña Habana era un lugar turístico, donde vas para tomar un cafecito y comer croquetas. No sabía que había tanta pobreza”.

De cierta manera, no es sorprendente que Mejía haya terminado como organizador de inmigrantes hispanos en Miami. Su trayectoria empezó en el vientre de una organizadora comunitaria que, a mediados de los años 1970, trabajó clandestinamente contra la dictadura de Anastasio Somoza Debayle en Nicaragua.

“Organizábamos personas del barrio a cubrir necesidades básicas, como centros médicos, arreglo de calles, reparaciones eléctricas”, dijo Maritza Castillo, su madre.

Mientras tanto, su padre Carlos Mejía Godoy colaboraba con el Frente Sandinista de Liberación Nacional componiendo canciones.

Castillo y Mejía Godoy se separaron en 1975, meses después del nacimiento de Camilo. La separación coincidió con una ruptura en el Frente, y muchos participantes se escondieron o huyeron del país para evitar represalias del gobierno. Castillo llevó a sus hijos a Nueva York, donde vivía su madre, antes de decidir por Costa Rica, donde también tenía familia.

En Costa Rica, Castillo se volvió a conectar con el Frente. Desde allí trabajó en asuntos logísticos hasta la derrota de Somoza en 1979, cuando regresó a Nicaragua con sus dos hijos.

Camilo Mejía tenía 4 años. Creció dentro de la revolución, pero no desarrolló una conciencia política a pesar de lo que pasaba a su alrededor.

“Tenía una vida cómoda”, explicó Mejía. “Iba a escuelas privadas. Vivíamos en barrios buenos. Crecí en una revolución pero no tenía la mente de un revolucionario”.

Su madre, quien ocupó una variedad de cargos en el gobierno en esos años, lo explicó de esta manera: “Camilo era un niño jugando, viviendo en su propio mundo cuando su mamá y papá eran dos personas involucradas en una revolución”.

En 1990, el presidente sandinista Daniel Ortega perdió las elecciones contra Violeta Chamorro. Castillo permaneció en el país por dos años pero no veía oportunidades en el nuevo gobierno y regresó a Costa Rica. Finalmente, en 1994, se mudó con sus hijos a Miami.

La vida de inmigrantes en Estados Unidos no era fácil. Castillo trabajó en una tienda de Sedano’s. Camilo Mejía, quien entonces tenía 18 años, encontró trabajo limpiando pisos y friendo hamburguesas en un Burger King. Asistía a clases nocturnas en Miami Lakes para completar su diploma.

“Yo vine con papeles, pero fui sujeto al mismo tratamiento que sufren los demás inmigrantes”, dijo Mejía. “Por primera vez en mi vida tenia desventajas económicas, culturales y sociales”.

Fue por eso que la idea del Ejército de Estados Unidos era tan atrayente. Se inscribió en 1995, a mediados de su segundo semestre en Miami Dade College.

“En un período de dos años había vivido en tres países”, dijo Mejía. “El ejército era como una solución ante tantos problemas, la pérdida de mi sentido de pertenecer, a la pérdida de mi estatus social”. Su madre se opuso a la decisión.

Mejía dijo que su padre tampoco estaba de acuerdo con la decisión, aunque no tanto por razones de ideología.

“El me decía que yo era un tipo más artístico, creativo, y no creía que eso cuadraba con lo que significa ser un soldado”, recordó.

Entrenó para ser soldado de infantería y, por tres años y medio, estuvo de servicio activo en Texas. En 1998, volvió a Miami donde esperaba completar la segunda mitad de su contrato de ocho años con la Guardia Nacional. Como parte de su contrato, dedicaba un fin de semana al mes y dos semanas cada verano a la guardia.

Resumió sus estudios, primero en Miami Dade College y luego la Universidad de Miami, donde se enfocó en la sicología. Pensó en perseguir un doctorado en sicología. También tuvo una hija con una mujer de quien se separó.

Estaba programado para salir del Ejército en mayo del 2003. Pero meses antes, fue retenido en las Fuerzas Armadas de manera involuntaria tras un decreto del Congreso. Su batallón fue desplegado en marzo del 2003.

En el ambiente universitario, Mejía había comenzado a cuestionar los motivos reales por la guerra en Irak pero, cuando fue desplegado, su frustración era personal.

“Mis preocupaciones eran sobre mi carrera y mi hija”, dijo. “Tenía que poner en espera a mi vida, mi pequeña hija, mi educación, mis planes para perseguir un doctorado. Dejaba una vida cómoda”.

Su batallón estuvo en Jordan por dos meses antes de ir a Irak, donde su primera misión fue proteger un campo de detención en Al-Asad, una antigua base de la fuerza área iraquí. Mejía dijo que el campo no cumplía con las normas internacionales y que hubo abuso contra los detenidos.

“Los manteníamos despiertos por 72 horas o más, utilizando tácticas sicológicas para crear miedo y deprivarlos de su sentido de tiempo”, recordó. “Los quebrábamos sicológica y físicamente para que luego fueran interrogados”.

Todos a su alrededor hacían lo mismo, siguiendo las órdenes de arriba. Mejía, un sargento sobre una brigada, también ordenó a sus soldados continuar las prácticas. Dijo que no estaba preparado para ser la única voz disidente.

Los meses pasaron. Otra misión los llevó a Ramadi, donde hubo frecuentes encuentros violentos en las calles con civiles. Fue allí que formó la opinión de que el ejército estadounidense no estaba allí para establecer paz con el pueblo iraquí, reconstruir la vida civil ni proteger a sus propios soldados.

Entonces comenzó a resistir ciertas órdenes.

En octubre del 2003, Mejía recibió permiso para volver a Miami por dos semanas. Abrazó a su hija. Pensó en lo que había visto y hecho en Irak. Y decidió no regresar.

Era un paso inaudito. Mejía se convirtió en el primer soldado que desertaba en la guerra. Vivió en escondidas por varios meses antes de entregarse a las autoridades en marzo del 2004. Dos meses después, fue encontrado culpable de desertar por un tribunal militar y sentenciado a un año en la cárcel.

Mejía se convirtió en una causa célebre para los activistas contra la guerra en Irak. La organización Amnistía Internacional lo adoptó como un prisionero de conciencia y cientos de personas escribieron cartas en su favor a las autoridades militares. Fue liberado tres meses antes de que terminara su sentencia por su buen comportamiento.

En los años después de salir de la cárcel, Mejía viajó por todo el país para dar discursos contra la guerra y escribió un libro sobre sus experiencias. Terminó su ultimo semestre en la Universidad de Miami. También conoció a activistas pro justicia social en Miami que le contaban sobre los problemas locales.

“Por una parte, estaba un poco cansado de todos los viajes para dar discursos, y eso me quitaba mucho tiempo que podía pasar con mi hija”, dijo. “A la vez, me di cuenta que hay mucho trabajo que hacer aquí en Miami”.

Trabajó brevemente por un sindicato, antes de ser contratado por Miami Workers Center en octubre del 2011. La organización había sido fundada en 1999 en Liberty City, uno de los barrios afroamericanos más pobres del Condado Miami-Dade.

En años recientes, la organización ha intentado ampliar su alcance en barrios hispanos en la Ciudad de Miami, como Wynwood y Allapattah, explicó Hashim Yeomans-Benford. En el 2010, decidieron enfocarse directamente en temas de inmigración y no sólo asuntos locales.

“No había un esfuerzo concentrado a nivel de base sobre asuntos de inmigración en el centro urbano de Miami”, dijo Yeomans-Benford.

Ahora, ese es el trabajo de Mejía. Actualmente está encuestando a residentes de La Pequeña Habana y Allapattah como parte de una campaña para convencer al liderazgo de la Ciudad de Miami a crear un sistema de tarjetas municipales de identificación para los inmigrantes indocumentados.

Mejia dijo que aunque la campaña lo está llevando a distintos barrios hispanos en Miami, la mayor parte de su trabajo va ser en La Pequeña Habana.

“En barrios como Allapattah y Wynwood, los residentes han vivido aquí por más tiempo, hablan inglés, están más integrados”, dijo. “La Pequeña Habana es donde hay más necesidad. Es aquí donde hay más condiciones preocupantes para los inmigrantes pobres, oprimidos e indocumentados. Este barrio, en realidad, es el campo de batalla”.

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